La tensión se sentía espesa, pegajosa como la humedad previa a la tormenta. El cuerpo de Eysi aún temblaba por la crudeza del juego previo. Tenía marcas rojas en la espalda, las muñecas enrojecidas por las correas y la mente a la deriva, flotando entre el horror y el vértigo. Las piernas le quedaron temblorosas después que la soltó.
Nathan la observaba fijamente y sin expresión en su rostro. Su mirada era intensa, cargada de algo que Eysi no entendía aun, estaba vestido absolutamente de n***o. Llevaba la camisa abierta hasta el pecho, pantalones ajustados, descalzo. Se veía imponente. Su antifaz cubría la mitad superior del rostro, dejando su boca visible, vislumbrando una línea grave y tensa, como si contuviera demasiadas cosas.
Se quitó lentamente la camisa. Mientras lo hacía la habitación parecía haberse reducido a él.
Lo hizo con una lentitud que no tenía nada de inocente. Sus movimientos eran controlados, calculados, como si supiera exactamente el efecto que provocaban en quien lo observaba. Para Eysi, fue como si se abriera una puerta a un mundo donde ella nunca había sido invitada.
Su torso era de un hombre esculpido a fuego. No tenía el volumen exagerado de los fisicoculturistas, sino la tensión exacta de un cuerpo que conocía el esfuerzo, la disciplina… y el poder. Cada músculo hablaba de fuerza contenida: hombros amplios, brazos marcados, el pecho firme con una línea suave de vello oscuro descendiendo hasta perderse bajo la cintura de los pantalones. Su abdomen, definido con precisión, se contraía con la respiración pausada, profunda, como si contara cada segundo antes de devorarla.
Eysi tragó saliva, sin darse cuenta.
Nunca había estado tan cerca de un hombre semidesnudo. No así. No con el conocimiento pleno de lo que vendría después. Su respiración se volvió errática. No por deseo —al menos no consciente—, sino por la abrumadora sensación de que todo lo que ella era, estaba por desmoronarse frente a ese cuerpo. Un cuerpo que no suplicaba, ni pedía, sino que imponía. La seguridad que irradiaba Nathan le causaba tensión, miedo y ansiedad.
El antifaz de Nathan seguía en su lugar. Y eso lo volvía más inquietante. Su rostro estaba a medias oculto, pero todo lo demás era tan real, tan palpable, que el misterio solo alimentaba el pánico que latía en el pecho de Eysi. Sentía que no debía mirar, pero no podía apartar la vista. Cada nuevo centímetro de piel revelado era como una amenaza silenciosa.
Cuando sus dedos alcanzaron la hebilla del cinturón y el sonido metálico rompió el silencio, Eysi contuvo el aire.
Él no estaba desnudo aún. Pero su desnudez ya se sentía en el ambiente. Pesaba, asfixiaba, y esas sensaciones eran nuevas para Eysi.
Era como si toda la habitación respirara en función de él.
Eysi no era ignorante. Sabía lo que venía. Había escuchado relatos, visto imágenes, leído en secreto sobre el acto que siempre se mostraba como pasión o entrega. Pero nada de eso la había preparado para ver un hombre así… con ese control absoluto, con esa mirada que no acariciaba, sino decidía.
Nathan no necesitaba estar completamente desnudo para ser una amenaza. Bastaba la forma en que su piel brillaba bajo la luz cálida del cuarto. La manera en que sus dedos se deslizaban por su propio cuerpo, como si prepararse fuera parte de un ritual.
Ella bajó la mirada sin querer, y allí lo vio. Aún cubierto por el pantalón oscuro, pero la tela tensa dejaba poco a la imaginación. El bulto prominente entre sus piernas no era una promesa, era una advertencia.
Sintió una sacudida entre el estómago y la garganta. Vergüenza… y algo más.
Miedo, sí, pero también una punzada de novedad que la desconcertó: curiosidad.
Nathan se acercó entonces. En cada pisada el suelo no emitió sonido bajo sus pasos, como si incluso el espacio respetara su presencia. Al quedar frente a ella, Eysi sintió que su cuerpo se volvía pequeño, mínimo, intrascendente. Como si todo lo que había sido antes de ese momento —su infancia, sus sueños, sus miedos— se disolviera ante la inminencia de él.
—No me mires como si no supieras por qué estás aquí —dijo él, con voz baja, vibrante, rompiendo el silencio y aumentando la tensión en ella.
Eysi no respondió, porque sabía perfectamente la razón por la que estaba allí; y aún así. lo que no sabía… era cómo iba a sobrevivir a lo que él estaba a punto de hacerle.
La penumbra lo volvía irreal, como un espectro construido de deseo contenido y poder absoluto. Su pecho se movía al ritmo de una respiración profunda, pero controlada. Todo en él era cálculo, incluso el salvajismo que estaba por desatar.
Se detuvo frente a ella. Eysi, como si algo superior la guiara, se tensó conteniendo su respiración.
—Arrodíllate —ordenó él, sin elevar la voz.
Era una orden sencilla, casi susurrada, pero detrás de cada letra se sentía una autoridad que helaba la sangre.
Ella no respondió. La piel le hormigueaba bajo la lencería, sentía una mezcla de vergüenza, impotencia… y algo nuevo, sucio. Curiosidad, tal vez. Lentamente, como si el movimiento le costara años, bajó las rodillas al suelo. El mármol estaba helado, como si la habitación fuera un templo dedicado al castigo, y así era, solo que ella desconocía todo eso.
Nathan se quedó de pie frente a ella, mirándola desde arriba. La sombra de su cuerpo cubría la mitad de su rostro. Desde esa altura, parecía una divinidad impía, una figura de poder absoluto, una pesadilla de carne y deseo.
Sus manos fueron a la cintura del pantalón. Eysi bajó la mirada al instante, sin querer ver… pero sin poder evitarlo del todo.
La hebilla del cinturón tintineó con un sonido metálico que hizo eco en su estómago. Luego, el desliz suave del cierre. Nathan no se detuvo. Se despojó del pantalón con la misma calma con la que otros se sacan la camisa después de un largo día, sin pudor, sin vacilaciones.
Eysi tragó saliva. Lo que vio la sacudió. Estaba completamente desnudo, y era demasiado.
No porque fuera grotesco. Al contrario. Lo que tenía frente a sus ojos era… imponente, grande, erguido… y real. Nada que se pareciera a las ilustraciones de anatomía que había visto en la escuela, ni a las descripciones torpes de los libros románticos. Era él, surreal, entero, oscuro, poderoso.
El interior de Easy temblaba como si estuviera entrando en un estado febril. No podía mirarlo directamente, pero tampoco podía apartar los ojos. Sintió cómo el calor subía desde su estómago a las mejillas. Vergüenza, sí, mucha, pero también había otra cosa. Algo que no quería nombrar.
Nathan dio un paso adelante, hasta que la piel de su virilidad rozó su mejilla. No dijo nada por unos segundos. Solo la observó desde esa altura, como si evaluara cada línea de su sumisión.
—Así estás perfecta —murmuró, y sus dedos tocaron con lentitud el borde de su mentón, obligándola a alzar la mirada—. Una criatura sin nombre… sin rostro… pero con un cuerpo que grita por pertenecerme.
Eysi cerró los ojos, contenida entre el temblor y el nudo en la garganta.
Él la contempló como si fuera una obra inacabada. Un altar desnudo para su fe torcida. Y entonces, sin previo aviso, la alzó. No le costó esfuerzo. Su cuerpo se tensó, los músculos definidos se dibujaron bajo la piel mientras la tomaba por los muslos, haciéndola suya antes de poseerla, pero eso… vendría después.
Ahora, el cuerpo desnudo de Nathan era una declaración de guerra, y Eysi… ya estaba a escasos centímetros frente a su verdugo.
El calor de su cuerpo desnudo era una amenaza tangible. Nathan no necesitaba palabras. La tomó de las muñecas con una fuerza tan precisa como despiadada. Eysi, suspendida en una mezcla de miedo y extrañeza, apenas respiraba. No había un espacio en su mente donde esconderse. Todo estaba expuesto.
La levantó como si no pesara nada, y al empujarla contra la pared, el mármol frío mordió su espalda. Ella soltó un jadeo. El contacto entre sus pieles era tan intenso que dolía. Nathan bajó una mano a sus muslos, los separó con dominio, y la alzó un poco más, obligándola a enroscarse en él como una prenda sagrada. Era fuerte. Todo en él lo era. Firme, recto, decidido, brutal.
El primer embate fue una entrada cruda, directa, un desgarro de carne y alma.
Eysi gritó. Lágrimas gruesas se desprendieron de sus ojos. Sintió una mezcla de tristeza y otra emoción que no supo identificar.
No hubo ternura, ni aviso. Fue como si Nathan estuviera reclamando algo que siempre le había pertenecido.
El dolor fue absoluto. Pero justo cuando la mente de Eysi comenzaba a romperse, una sensación cálida, inesperada, se deslizó entre el sufrimiento: una ola de fuego que nacía en su centro y subía por su vientre. Placer. No en forma de alivio, sino como una corriente violenta que la contradecía por dentro.
Nathan jadeaba contra su oído, la embestía como si su vida dependiera de eso. Su cuerpo no era solo un cuerpo. Era un campo de batalla, un templo, una herencia.
—¿Duele? —susurró, con la frente apoyada en su espalda, y el tono de su voz ronca, estaba empapada de lujuria y control.
—Sí… —respondió ella, ahogada en lágrimas que ya no sabía si eran por el dolor… o por la urgencia que la desarmaba.
Él sonrió, un gesto que no se reflejaba en sus labios, sino en su respiración entrecortada.
—Mejor. Así nunca me vas a olvidar.
La frase se incrustó en la mente de Eisy como un tatuaje invisible.
Él no sabía quién era ella. Ella no sabía si quería que él parara… o que la destruyera por completo. Igual ya había acabado con su vida a partir del momento en el que la engñaaron. Los sueños que una vez tuvo quedaron truncados.
La penetró una y otra vez, moviéndola como si fuera suya por derecho ancestral. Cada cambio de posición, cada maniobra era milimétrica. Él no hacía el amor. Tomaba, usaba, dominaba, y aun así, en la oscuridad de su deseo, Eysi se encontró buscándolo. No con las manos. Con el cuerpo. Con la piel que ardía por más, incluso cuando dolía.
Nathan era hielo mental. Pero un fuego salvaje por dentro.
Su respiración era pesada. El sudor resbalaba por su espalda. Sus músculos se tensaban, pero su expresión seguía imperturbable. No había ternura. Solo una determinación que rozaba la obsesión.
—Mi primogénito… —murmuró en un instante de éxtasis contenido, como si no pudiera evitarlo—. Sí… tú serás la madre. Tu cuerpo me lo dijo antes que tus palabras.
Y con esas palabras, la rompió otra vez. Esta vez no solo por dentro, sino en su percepción de lo que era. De lo que era capaz de sentir. De lo que estaba empezando a odiar... y a necesitar.
—Te reclamo sin nombre, sin rostro… —le escuchó decir en su odio en medio del frenesí de saciarse de ella sin poder parar.
Esa frase, se quedó flotando entre ambos como una profecía.
Y la noche sin rostro se convirtió en un pacto sellado en carne, sangre… y oscuridad.
Nathan no hablaba por hablar. Era un hombre que medía cada frase, y esa la clavó como un hierro ardiente en su columna. Eysi quiso odiarlo, quiso gritarle que se detuviera, que la dejara huir. Pero lo único que salió de su boca fue un nuevo gemido, diferente esta vez. Había dolor, sí… pero también otra cosa. Una ola inesperada, prohibida, caliente como fuego subiendo desde el vientre fluyó hasta la garganta, y su cerebro.
Otra nueva oleada de placer.
Era un placer incomprensible, casi insultante. Su cuerpo comenzó a moverse por sí solo. A seguir el ritmo, a rendirse.
«Mi primogénito…» pensó Nathan mientras cambiaba de posición, girándola con destreza, colocándola de espaldas sobre una de las plataformas acolchadas del cuarto. «Sí. Tú serás la madre. Tu cuerpo me lo dijo antes que tus palabras», se repitió en la mente.
No entendía por qué su pulso se aceleraba más que de costumbre.
No sabía quién era esa mujer detrás del antifaz, pero su piel hablaba un idioma que él creía extinto. Cada estremecimiento de ella, cada contracción involuntaria, lo envolvía en una niebla mental. No era amor. Era posesión pura. La necesidad instintiva de dejar una marca dentro de ella que nadie más pudiera borrar jamás.
—Eres mía —murmuró con los dientes apretados, empujando más profundo, más fuerte—. De ahora en adelante, solo mía.
Eysi no podía hablar. Solo gemía, suplicaba en silencio, resistiéndose a sentir. Pero su cuerpo ya no la obedecía. Las lágrimas no cesaban, aunque ya no sabía si eran de rabia o de miedo. De que siguiera haciendo eso… eso que la rompía y la construyera al mismo tiempo.
El contraste era insoportable. Por dentro ardía. Por fuera temblaba. El dolor de la primera vez seguía allí, vibrante, punzante, pero también una presión dulce entre sus piernas, una humedad que la humillaba. Nathan notó cada detalle. Era un maestro en ese arte oscuro. La giró para que quedara de frente a él una vez más, le sujetó las muñecas contra la base, bajó su cuerpo hasta que sus labios tocaron los de ella, pero no la besó. Solo respiró sobre su boca, rozándola, como si saboreara su rendición.
El centro de Eysi latía con una fuerza descontrolada, y cuando él la giró una vez más, poniéndola sobre sus rodillas en el suelo frente a él, supo que ya no quedaba nada intacto. Su pureza, su voluntad, incluso su desprecio… todo había sido arrastrado por esa marea caliente que Nathan controlaba como un dios sin moral.
Él se arrodilló frente a ella. Aplaudió y las luces se apagaron, y en medio de la oscuridad le quitó el antifaz. Pero no la miró a los ojos. La besó en el cuello, con una suavidad inesperada. Una caricia breve con la lengua. Ella cerró los ojos, y lloró en silencio.
«Nadie ve a la mujer detrás del antifaz, ni siquiera cuando lo retiran, ni siquiera él». ènsó deseando sentir asco por él y todo lo que estaba sucediendo, esperó pero no sentía nada.
Cuando Nathan se apartó, no dijo nada más. Se puso de pie, caminó hasta sus ropas, las tomó en medio de la oscuridad, y caminó hacia un pequeño cuarto donde tomó una bata que se puso y dejó igual abierta, mostrando su desnudez y su virilidad aún vibrante pero visiblemente agotada, y volvió a colocarle el antifaz. Él volvió a ser el espectro. El amo del pacto. El ejecutor del contrato.
Eysi permaneció en el suelo, desnuda, deshecha. Sangrando un poco. Latiendo mucho.
Pensó en su hermana, en Griselda, a quien ya no consideraba su madre, en todo lo que había dejado atrás.
Y luego, como un latido triste, pensó en Nathan. No en su rostro, solo en sus manos, en su voz, y en el hijo que quizá acababa de concebir.
Esa noche su vida cambió para siempre.