Al día siguiente: 7 de octubre
Londres, Inglaterra
La fábrica huele a metal, caucho y concentración.
Ese olor que conozco mejor que el de mi propio apartamento.
Ese sonido de teclas, compresores, herramientas golpeando contra el suelo de concreto. Aquí no hay flashes, no hay sonrisas falsas, no hay mentiras evidentes. Solo trabajo. Solo el coche. Solo el objetivo.
Estamos a una semana y media de Texas, y todo el equipo técnico ya se está quemando las pestañas ajustando simulaciones, analizando datos, corrigiendo al milímetro la aerodinámica para ese maldito circuito que exige velocidad en recta y precisión quirúrgica en las curvas.
Y ella está aquí. Como siempre.
Con su overol gris abierto hasta los codos, el cabello recogido en un moño alto, los ojos grises clavados en la pantalla como si el mundo no existiera más allá del difusor trasero.
Trato de no mirarla demasiado. O al menos de que no se note.
—Te pasaste con la rigidez en el tren delantero —le digo, señalando la gráfica en la pantalla.
—Tú dijiste que querías más entrada en curva sin perder estabilidad en recta. No soy maga, Francesco.
—No, pero te gusta que lo crea.
Una sonrisa rápida se le escapa. No me mira, pero sé que escuchó más de lo que dijo. Esa ha sido la dinámica durante años, trabajar codo a codo, discutir sobre cada detalle del coche como si nuestra vida dependiera de ello. Y en cierto modo, depende.
Pero desde anoche… algo se siente distinto.
Cada vez que me acerco para mirar la pantalla, el espacio entre nosotros pesa más. Cada vez que sus dedos rozan la tableta que yo también estoy usando, mi cuerpo reacciona como si fuera electricidad.
Y no debería. No después de haber ensayado toda una vida para fingir que no siento nada.
—¿Has probado el nuevo mapeo de motor para la curva 11? —pregunto, forzándome a volver al tema.
—Sí. Pero no me convence. Hay un pico de carga que no debería estar ahí. Estoy esperando que el equipo de simulación confirme si es real o error de modelo.
Asiento. Me acerco para mirar más de cerca su pantalla. Ella no se aparta. Y por un segundo, estamos tan juntos que podría girar la cabeza y besarla otra vez.
Pero no lo hago.
No porque no quiera. Sino porque no entiendo qué fue eso anoche. Y si no entiendo lo que siento, prefiero no arruinarlo.
—¿Dormiste? —pregunta de pronto, sin girarse.
—Algo. Tú pareces haber dormido menos.
—Lo normal —miente.
Y yo miento también cuando no le digo que no dejé de pensar en el beso. En la forma en que se quedó quieta frente a mi puerta. En cómo bajó la mirada antes de irse, en cómo no me dijo nada.
Silencio. Solo el sonido del sistema de ventilación. Y nuestros dedos sobre el teclado.
Una parte de mí quiere decirle que nada de esto me parece solo un plan. Que no me importa si fue parte del show, que anoche sentí algo que no puedo ignorar.
Pero me muerdo la lengua. Porque en este lugar, con las paredes llenas de sensores, piezas, monitores y objetivos… no hay espacio para emociones.
Al menos, no aún.
—Texas es nuestra oportunidad —digo finalmente, como si eso pudiera ordenar mi cabeza—. Si todo sale bien, volvemos a estar en la pelea.
Ella asiente, concentrada, aunque sus ojos me dicen que hay algo que no está diciendo.
Y lo peor es que creo que yo tampoco.