—¡Oh Mi Dios! —exclamo en voz baja.
Nada en el mundo me hubiese podido preparar para lo que ven mis ojos.
El “chico” que Daniel “quería” —según lo que me dijo Sebastian esta mañana al teléfono— es un hombre de treinta y pocos, de más de dos metros de estatura y —por lo menos— unos ciento cincuenta kilos, si es que mi ojo no me engaña y son muchos más.
—¿Listo Mam? —pregunta Sebastian, que en este momento hace de réferi.
Los tres —el “chico”, Daniel y Sebastian— están sobre el cuadrilátero. El “chico” asiente con la cabeza, moviendo los hombros como calentamiento antes de empezar un combate. Frente a él, Daniel —a pesar de su estatura— parece un muñequito.
»¿Daniel? —Sebastian dice su nombre en forma de pregunta, y cuando Daniel asiente, finaliza con—: Juego limpio, chicos. —Y empiezan a moverse.
Todos en el gimnasio rodean el cuadrilátero, todos a la expectativa.
Daniel me explicó mientras se cambiaba, que esto sería una especie de entrenamiento, y que seguiría las reglas oficiales, aunque es más que obvio que su oponente no pertenece a su categoría.
Me va a dar algo, y presiento que no será algo bueno.
—¡¡SÍ!! —gritan eufóricos los chicos de rojo, saltando sobre sus pies una y otra vez. Les digo “los chicos de rojo” a tres chicos de más o menos diecisiete o dieciocho años, ya que todas las veces que he venido, los mismos tres chicos, entrenan juntos, mantienen juntos, y visten de rojo, y no les podría decir a cuál le sienta mejor el color, todos son unos bizcochos… o bueno, bizcochitos.
—Mam es superior en muchos sentidos —comenta un hombre a mi derecha.
Mis conocimientos en boxeo son “algo” limitados, pero aun así tengo que estar de acuerdo con él. Mam es… un nombre curioso para empezar.
—¿Su nombre es Mam? —le pregunto a New, como le digo cariñosamente, o Señor Newton, como le dicen todos, incluidos Daniel y Sebastian, que en este momento se encuentra a mi lado.
New es uno de los entrenadores del gimnasio; un cincuentón grande y muy bien formado, que proyecta tanta simpatía y carisma, que me fue imposible no apegarme a él en estas semanas.
Siempre que vengo —mientras Daniel entrena— permanezco con New, y es tal la amistad que hemos formado, que hasta me ha convencido para dejarlo “entrenarme”, porque como él mismo dice: “Es insólito que la chica del dios no sepa boxear”, sus palabras, no las mías.
Aún no empieza a “entrenarme” porque dice que mi concentración es cuestionable, y no lo voy a desmentir; Daniel entrenando es un afrodisiaco para la vista, y aunque permanezco al lado de New —como ya lo he dicho—, mi mirada va cada dos por tres hacia Daniel. ¿Qué puedo decir? Mis ojos tienen vida propia y les gusta la exquisita imagen que proyecta ese dios.
—No —responde New a mi pregunta, ronco y cariñoso—, le dicen así como abreviación de su sobrenombre.
¡Ja! Tiene un sobrenombre para su sobrenombre. Insólito.
—¿Y ese sería...? —murmuro curiosa.
—Mamut. —Su respuesta es simple, directa, y extremadamente informativa.
Abro la boca para preguntar otra cosa, cuando un guante golpea directamente la mandíbula de Daniel, haciéndolo retroceder, y a mí, dar un grito ahogado.
Estremeciéndome en mi lugar, me tapo la cara con las manos, y escucho mientras los demás gritan en júbilo.
Mi corazón no está diseñado para esto; en este momento camina de un lado a otro preocupado.
Por entre mis dedos veo a Daniel tambaleándose. Mam aprovecha la ventaja para lanzar una serie consecutiva de golpes que impactan en los costados y brazos de Daniel. Lo está arrinconando, es fiero y agresivo, y si Daniel no queda morado después de esto, es porque definitivamente es de acero.
Al fondo suena la campana, indicando que el primer round ha terminado, gracias a Dios, porque Mam lo va a acabar, y tan sólo llevan escasos tres minutos sobre el cuadrilátero.
Cada uno va a su esquina. Mam apenas ha empezado a sudar, en cambio Daniel brilla, su pantaloneta se pega a sus piernas, y su pecho está agitado.
—¿Esto es legal? —pregunto con un hilo de voz, mirando fijamente a Daniel.
En ese instante su rostro se dirige hacia mí un segundo, y cuando nuestros ojos se conectan, me es imposible no esbozar una pequeña sonrisa. Tiene mi apoyo, mi fuerza y mi energía. Me devuelve el gesto segundos antes de ponerse en pie y caminar hacia el centro del cuadrilátero.
—¿A qué te refieres? —pregunta New.
Sebastian indica el inicio del segundo round, y a mí se me olvida de lo que estábamos hablando. Me quedo de pie ahí, en silencio, mirando sin parpadear.
Mam se abalanza, ni una pizca de incertidumbre, él va a lo que va, y parece que va a matar. No lo soporto. Un golpe más y empezaré a gritar histérica.
Ambos hombres danzan sobre el cuadrilátero, sus pies yendo y viniendo, brazos levantados, puños directos.
Aprieto las manos con fuerza, enterrando las uñas en mis palmas. Muerdo mi labio inferior para no gritar, y mi pie derecho sube y baja contra el piso. Ansiosa, angustiada, estresada… no sé ni cómo me siento.
Todo en el gimnasio son gritos, movimiento, adrenalina, y, aunque no la siento mucho que digamos, diversión.
Uno de los celulares suena en mi bolsillo, y digo uno porque tengo en mi poder los dos celulares de Daniel y el mío, y con toda la algarabía que hay, no logro identificar el tono de llamada, solo sé que está sonando porque siento la vibración contra mi cuerpo.
Empiezo a buscar cuál es… y es el mío.
El nombre de Demmi aparece en la pantalla, así que, apelando a todas mis fuerzas, doy un último vistazo al cuadrilátero, me doy la vuelta, y camino por entre los chicos, que apenas ven que estoy tratando de alejarme, se mueven para darme paso, sin siquiera rosarme.
—¿¡Hola!? —Hablo fuerte una vez que llego a una esquina, para superar el ruido de los gritos.
—¿Margy? —responde Demmi extrañada—. ¿Dónde estás? ¿Por qué hay tanto ruido?
—No te preocupes —le digo—. Estoy en el gimnasio. —Ella sabe a cuál gimnasio me refiero—. Daniel está peleando contra un Mamut.
No entenderá la última parte, pero tengo que admitir que a mí me causó risa, aligerando mis nervios, porque literalmente está peleando contra un Mamut, porque el sobrenombre del “chico” es Mamut, ¿Ven? Dios, cuando uno explica el chiste pierde la gracia, en fin...
—¿Qué? —pregunta con incertidumbre—. ¿Está peleando con qué?
—Olvídalo —murmuro—. ¿Me llamabas para…? —Trato de dar un vistazo hacia el cuadrilátero por encima de las cabezas de los gigantones que entrenan aquí, y nada, no veo nada.
Suspiro pesadamente ante mi infructuoso intento mientras espero la respuesta.
Demmi resopla, creo yo, exasperada porque no le expliqué mi comentario, pero ya qué.
—Mañana a las tres —dice simplemente.
—¿Mañana a las tres? —repito en forma de pregunta, porque eso no me dice nada.
Resopla de nuevo, y habla con obviedad.
—La cita.
Espera… ¿Qué?
Frunzo el ceño.
—¿Cuál cita? —pregunto, más perdida que embolatada.
—¡Ay no! —exclama, impaciente—. ¿En qué planeta vives? —me pregunta, pero es más retorica que otra cosa porque no espera mi respuesta, que obvio sería “en el planeta Tierra, ¡duh!”, sino que continua—: La cita que me pediste el favor que te consiguiera con el ginecólogo hace una semana.
¡Ay Dios! Sí, esa cita.
Mátenme, no hay cosa más horrorosa que ir al ginecólogo, excepto claro, al dentista… Ay no, mentiras… saben qué, dejémoslo en cincuenta, cincuenta.
Voy cada año, y para esta fecha se cumple —más o menos, porque faltan dos meses— el tiempo de mi última consulta, y ya que el ritmo de Daniel es intenso —y no me quejo, me encanta—, es mejor prevenir que curar, y no quiero que absolutamente nada se interponga en esa parte de nuestra “relación”, que, por cierto, aún no definimos cuál es, aunque tampoco es que haga falta.
—Ah, ya recordé —comento—. ¿Qué dijo Dereck?
Así se llama el doctor, y es muy amigo nuestro —de las tres, Demmi, Nat y yo—, no sólo por ser nuestro doctor —de las tres—, sino también porque es fiel al restaurante donde Demmi trabaja. Hemos cenado en varias ocasiones, y no está de más aclarar que ese “hemos” nos involucra a Demmi, a Nat, a Dereck y a mí.
—Está bien —me contesta, el ruido de la multitud disminuye drásticamente, permitiéndome escucharla mejor—. Se sorprendió cuando le dije que querías una consulta, pero aceptó dichoso hacerte un espacio mañana.
Él es así, un amor. Lo molestamos mucho con Dereck Shepherd, el personaje de Grey`s Anatomy, aunque sólo por sus rasgos físicos —y su nombre—, porque sus especialidades difieren enormemente.
—Sí —digo—, debió extrañarle. Pero bueno, mañana tendré tiempo para hablar con él. —Dirijo la mirada al cuadrilátero porque tanto silencio me desconcierta—. Gracias por… —Dejo la frase a la mitad cuando me doy cuenta de que el único que está de pie sobre el cuadrilátero es Mam—. Tengo que… —Doy un paso al frente, y me quedo callada de golpe cuando veo a New pasar por entre las cuerdas y arrodillarse—. ¡DANIEL!
Mi corazón… cuando de señales de vida les aviso.
El celular desaparece de mis manos, y si me moví… bueno, tengo que haberme movido, porque que yo sepa no puedo tele trasportarme, ya que hace un segundo estaba en el rincón más alejado, y ahora estoy rezando al lado del cuadrilátero, sin atreverme a subir, tan sólo por la angustia de ver a Daniel en la lona, inconsciente.
Mis manos tiemblan, mi cuerpo se estremece, y se me olvidó cómo respirar.
—¡Stuck! —grita Sebastian, levantando la mirada para buscar a… ¿Stuck? ¿Quién es ese? Da igual. Cuando inclina la cabeza para mirar de nuevo a Daniel, nuestros ojos se encuentran a mitad de camino, y se quedan trabados por un pequeño segundo, el tiempo suficiente para verlo vocalizar—: Tranquila.
A nadie va a engañar con esa petición. Su mirada no es una de tranquilidad. En sus ojos se puede ver la preocupación que siente. Y si él está preocupado, yo por ahí pasé, y di varias vueltas.
Mi corazón vuelve a la vida —o eso creo—, ya que un segundo retumba, al siguiente se petrifica, vuelve a retumbar, y a petrificarse, y pasa de un estado al otro una y otra vez.
—Aquí —murmura New, quien ha estado revisando a Daniel—. Mírame…—Palmea su rostro—. Así… —El leve movimiento en la cabeza de Daniel me indica que ha despertado, haciendo que me vuelva el alma al cuerpo, o bueno, por lo menos un poquito—. Hey, sigue aquí. —Chasquea los dedos delante de su rostro para mantener su concentración.
Dios… Aprieto una mano contra la otra, retorciendo mis dedos en busca de un poco de distracción, porque estar aquí abajo, sin poder hacer nada más que mirar, me tiene en la lista de espera del manicomio.
Un hombre —que la verdad no había visto antes— sube al cuadrilátero y se arrodilla junto a New, al lado de Daniel, obstaculizándome la vista.
Quiero morir.
Si la angustia no era suficiente, la incertidumbre se suma a la pelea.
Alguien —ve tú a saber quién— me entrega un vaso de agua, del cual, gracias a mi tembladera, boto casi la mitad antes de poder acercarlo a mis labios. El agua es bien recibida, por los cuatro segundos que me demoro en tomármela.
—¿Bien? —le escucho preguntar a Sebastian.
—Aparentemente está bien —dice el hombre que subió de ultimo—, pero hay que revisarlo minuciosamente.
¿Revisarlo minuciosamente? ¿Este hombre no conoce la palabra consideración?
—Dios… —murmuro por décimo… millonésima vez, apoyando mi rostro en mis manos.
—Este tipo de descuido en la pelea oficial le costará el título —comenta alguien.
—Estaba peleando bien —dice otro hombre—. Pero un segundo y su concentración estaba en las nubes. —Se puede escuchar el reproche en su voz.
—No creí llegar a ver al dios noqueado —murmura otro más detrás de mí.
Y mientras interiorizo todos estos comentarios, el silencio se vuelve a asentar en el ambiente.
Levanto la mirada, y veo que están ayudando a Daniel a ponerse de pie, New por un lado, y el hombre —que aún no sé quién es— por el otro.
Sebastian está de pie hablando con Mam, quien asiente repetidamente sin dejar de mirar a Daniel.
Varios hombres los ayudan a bajar del cuadrilátero, sosteniendo las cuerdas abiertas, y una vez en el suelo, caminan hacia los camerinos.
Sé que creen que estoy corriendo detrás de Daniel, que estoy a su lado para ayudarlo y apoyarlo, pero la verdad es que estoy —casi que literalmente— clavada al suelo.
No soy capaz de ordenar a mis pies moverse, y mis piernas no es que cooperen mucho.
Veo la espalda de Daniel desaparecer de mi línea de visión, y sigo ahí, de pie, inmóvil, casi sin respirar.
Miedo no es una palabra lo suficientemente grande. Terror se va acercando más a lo que sentí al verlo derribado en la lona.
Sebastian termina de hablar con Mam y se dispone a bajar del cuadrilátero; una vez abajo, en vez de caminar hacia los camerinos, camina hacia mí.
—¿Margaret? —me llama con el ceño fruncido.
Es increíble todo lo que puedo percibir de él en mi estado actual.
Mis labios están sellados. Quiero decir algo —de verdad que quiero—, pero como con mis pies, no logro forzar a mi boca a pronunciar palabra.
Sebastian se detiene frente a mí, y sus manos inmediatamente sujetan mis brazos.
»Estás helada —murmura, la preocupación invadiendo sus rasgos nuevamente.
Por alguna extraña razón soy capaz de mover la cabeza, y bajar la mirada para ver el lugar donde sus manos tocan mis brazos. Hago el movimiento porque sé que sus manos están ahí, pero no logro sentirlas.
»Margaret —demanda mi atención—. Mírame.
Es tan autoritario su tono, tan... Daniel.
Levanto la cabeza de golpe para mirarlo, y todo se viene abajo.
Si antes temblaba, ahora estoy sufriendo un terremoto, y puedo decir, casi con total seguridad, que se parece mucho a un ataque de pánico.
Jadeo mientras un escalofrió me recorre entera.
Sebastian me atrae hacia su cuerpo, envolviendo sus brazos a mí alrededor.
Calor, necesito calor.
Mis manos empuñan su camiseta a cada lado, y hundo mi rostro en su pecho, luchando por obtener un poco de su calor.
»Tranquila —susurra, apretándome fuerte en un intento por controlar mis temblores—. Él va a estar bien. —Trata de calmarme, y sé que es verdad, una parte de mí sabe que Daniel va a estar bien, que está bien, pero mi corazón se rehúsa a estabilizarse, y mi mente no quiere tomar el control.
Creo que nos hemos quedado ahí parados por lo que son horas, no sabría decirlo a ciencia cierta, cuando la voz de New llega fuerte y clara.
—Stuck terminó el chequeo. —Creo percibir una sonrisa en su tono, o pueden ser mis nervios jugando conmigo—. Dice que estará bien. Más allá del impacto que lo derribó, no hay ninguna consecuencia —resopla divertidamente—. Creo que Mam lo noqueó de pura suerte.
¿En serio? ¿Lo noqueó de pura suerte? ¿Él diciendo eso tan tranquilo y yo aquí muriéndome?
—¿Escuchaste eso? —me pregunta Sebastian en voz baja—. Nuestro chico es de acero.
Sonrío en medio de mi estado al recordar el comentario que me hizo hace semanas donde decía que soy kryptonita para Daniel, porque más que su debilidad, quiero ser su sol, y llenarlo de energía.
»Ven —me pide después—, vamos a verlo.
Mi corazón deja de tambalearse, y dos, tal vez tres minutos después, aflojo el agarre de mis manos, y lo dejo ayudarme a caminar.