Capítulo 1
¿En qué momento dejamos de ser felices juntos? ¿Cuándo fue que todo se volvió tan monótono y sin sentido? ¿Cuándo la adrenalina que nos corría por el cuerpo, incendiando cada rastro de piel, desapareció y nos convertimos en dos cubos de hielo? ¿Qué nos estaba pasando? Nosotros que juramos querernos por encima de todo, nosotros que éramos la pajera perfecta. ¿Qué hice mal? ¿Qué hizo mal él? ¿En qué nos estábamos equivocando?
Puedo recordar cómo la sangre se deslizaba por mis venas a una velocidad insegura, solo de pensar en él. El color rojo teñía mis mejillas cuando me tocaba, por muy pequeño que fuera el roce de su piel con la mía. Era como si cada fibra de mi cuerpo supiera que pertenecía a él. Entonces, ¿Por qué ahora su simple presencia me pesa en el pecho como una piedra? Sé con certeza que lo sigo queriendo, que es la persona que más quiero en el mundo, pero su mera presencia me deja desubicada, odio el silencio que se profana cuando estamos en presencia del otro. El irnos a dormir sin ni siquiera decirnos buenas noches, despertamos y los dos huimos para no estar más tiempo del debido en nuestra presencia y ni hablar de nuestra intimidad, esa palabra no existía en nuestro vocabulario, nos volvimos dos extraños, ya nuestros cuerpos no saben encontrarse, no se rozan por accidente, ya no hay fuego, ni cenizas. Solo frío.
Nos sentamos frente a frente en la mesa del comedor, un espacio que alguna vez fue nuestro refugio, el testigo de nuestra fluida dialéctica, como nos hablábamos, nos contábamos cada detalle de nuestros días por muy mínimo que fuese, como planeábamos nuestros días, reíamos sin parar, nuestros cuerpos se buscaban por debajo de la mesa y no parábamos de tomarnos la mano, de apartar la mira del otro. Ahora es solo un lugar donde se acumulan facturas sin pagar y silencios incómodos. Él mira su teléfono. Yo finjo que el ruido del reloj no me está volviendo loca. Tic, tac, tic, tac. ¿En qué momento nos quedamos sin palabras?
—¿Quieres más café? —pregunto, rompiendo el silencio solo para llenarlo con algo. ¿Los desayunos? Son el peor momento del día, pasaron de ser nuestro momento del día, hacer el más desagradable. Él ni siquiera levanta la vista cuando me responde.
—No, gracias.— continúa teclado a toda prisa, ¿Con quién estará hablando? ¿Será otra? ¿Tendrá una amante? Es eso, por esa simple razón ya ni me mira. Pero me reprocho, me digo a mí misma que no es una simple razón, que si tiene una amante es porque ha dejado de desearme, aunque me siga queriendo y esa afirmación me destroza por dentro. Siento mis ojos llenase de lágrimas, pestañeo y aparto la mirada mientras me limpio la estúpida lágrima que no pude retener.
Es esta interacción vacía, un reflejo de lo que somos ahora, me vuelvo a repetir que yo también lo detesto a veces. Busco en algún rincón de mi memoria, el sonido de su risa y el brillo de sus ojos verdes esmeralda. Ese sonido despreocupado que alguna vez llenó las habitaciones con más vida de la que yo misma podía manejar. Ahora solo hay eco.
Recuerdo la primera vez que me invitó a salir. Me sudaban las manos y las palabras se me trababan en la garganta, como si mi cerebro se hubiera apagado por completo. Él sonreía, esa sonrisa torcida que prometía problemas y aventuras. No podía resistirme y enamorarme de él. Pero ahora, aquí estamos, a los 34 años, compartiendo una casa pero no una vida. ¿Es esto todo lo que queda del amor? ¿Dos extraños en una rutina que ninguno de los dos se atreve a romper?
Recorro la estancia, buscando algo, cualquier cosa que me distraiga de esta versión de nosotros que no reconozco. Afuera, el mundo sigue girando. Los autos pasan, la gente camina con prisa. Y yo me pregunto si alguno de ellos se siente tan perdido como yo.
—¿Qué tienes programado para hoy en el trabajo?— intento preguntar casualmente, mi voz apenas vibrando en el silencio de la habitación.
—Lo de siempre, — responde él, sin levantar la vista del teléfono.
Lo de siempre. Una respuesta que puede significar todo y nada a la vez. Lo miro por un momento, esperando que al menos me dé un detalle, una frase más larga. Algo que rompa esta barrera invisible entre nosotros. Pero nada.
—¿Qué te gustaría para cenar esta noche?— insisto, con una sonrisa tensa que sé que él ni siquiera verá.
—No sé, lo que tú quieras está bien.— Su tono es neutral, casi frío, como si estuviera hablando con un cajero en un supermercado y no conmigo. Mi paciencia comienza a resquebrajarse, pero me obligo a mantener la compostura.
—¿Pasta? Hace tiempo que no la hacemos.—
—Ajá, — dice simplemente, esta vez poniendo el teléfono boca abajo y levantándose de la mesa. Me fijo en lo que acaba de hacer y todas las alarmas se disparan en mi cerebro. Es la primera vez que lo veo haciendo algo parecido. Su movimiento parece más un escape que una despedida.
—¿Ajá significa que sí?— pregunto apretando los dientes, intentando, casi desesperadamente, arrancarle algo más.
—Sí, — dice al fin, mientras recoge su taza de café vacía y la deja en el fregadero. —Voy tarde. Nos vemos en la noche.— Lo observo mientras se pone la chaqueta y busca sus llaves. Ni siquiera me mira al salir por la puerta, y cuando finalmente escucho el clic de la cerradura, un silencio ensordecedor llena la casa.
Suspiro y apoyo los codos sobre la mesa, mirando la taza en la que me bebía mi café. Una gota de café se desliza lentamente por el borde, como si incluso ella supiera que no tiene prisa por llegar a ninguna parte.
Después de unos minutos mirando la taza vacía, decido que quedarme sentada aquí no servirá de nada. Subo a mi habitación, me cambio con lo primero que encuentro y me dirijo al gimnasio.
En el camino, conecto mis auriculares y dejo que la música llene mi mente, intentando evitar que los pensamientos se filtren. Al menos aquí, en el ruido controlado de las máquinas y el sonido de las pesas chocando, puedo distraerme de lo que realmente me pesa.
Me subo a la cinta de correr y empiezo a caminar, aumentando gradualmente la velocidad. Frente a mí, un televisor transmite un programa de noticias que no me interesa. A mi lado, una mujer habla con entusiasmo sobre su fin de semana con un amigo que apenas escucha. Me concentro en mis pasos. Uno, dos, tres. No pienses. Solo corre. Cuando termino, mi cuerpo está cansado, pero mi mente sigue inquieta. En lugar de regresar directamente a casa, decido pasar al supermercado. Camino por los pasillos, llenando el carrito con cosas que probablemente ni necesite, pero al menos estoy haciendo algo.
En la sección de pastas, tomo un paquete y lo coloco en el carrito. Pasta. Porque eso es lo que él quiso decir con "ajá", ¿verdad? Suspiro, preguntándome por qué me molesto en intentar cuando ni siquiera sé si él notará la diferencia.
De camino a la caja, paso por el área de vinos y tomo una botella de tinto. Aunque es solo miércoles, me digo que puedo permitírmelo. Que unas copas no me caerían mal. Tal vez a él le caerían bien y se abre un poco conmigo.
Cuando llego a casa, el silencio me recibe como un viejo conocido. Dejo las bolsas en la cocina, ordeno todo con cuidado, como si de alguna manera eso le diera orden a mi mente.
Me preparo un café y me dirijo a mi escritorio, donde está la laptop. Mi trabajo es desde casa, algo que inicialmente pensé sería una bendición. Más tiempo para mí, menos estrés, y, en teoría, más tiempo para estar juntos. Pero ahora parece más una jaula con vistas.
Enciendo la computadora y abro los documentos pendientes. Reviso correos, respondo algunos, pero mi mente sigue divagando. ¿Es esto lo que quería? ¿Lo que soñé cuando tenía veinte años y el mundo parecía tan lleno de posibilidades? ¿Fue este lo que nos arruinó? Que yo no fuera ambiciosa como él, o el que nunca nos propusimos tener hijos y solo fuimos evadiendo el tema como corredores olímpicos cuando nuestros amigos y familiares lo sacan en las conversaciones.
La foto enmarcada en mi escritorio llama mi atención. Es de nuestra boda. Ambos estamos sonrientes, con los ojos llenos de esperanza. Mi dedo roza el borde del marco, y por un momento me pregunto si esa versión de nosotros aún existe en algún lugar, en un mundo paralelo, o si quedó atrapada en una imagen que ahora no reconozco.