La puerta se cerró detrás de mí, pero el eco de la conversación con ella seguía en mi cabeza. No eran palabras, realmente. Eran fragmentos de algo que se supone debía ser una conversación, pero no lo era. Café, pasta, ajá.
Enciendo el auto y dejo que el ronroneo del motor llene el silencio. Camino al trabajo, escucho las noticias en la radio. Algo sobre un nuevo tratado comercial que podría alterar el panorama de exportaciones. Mi mente intenta enfocarse, pero inevitablemente se desliza hacia otra dirección: ¿Siempre fue así? ¿Siempre hablamos tan poco? No, no éramos así, cambiamos, ahora hay un mar de silencio entre nosotros
Cuando llego al edificio del ministerio, ya hay un cúmulo de personas entrando y saliendo. Miro el reloj: 8:47 a. m. Apenas a tiempo para la primera reunión del día. Cambio el chip de mi mente, estoy en el trabajo, aquí no existen los problemas que tengo en casa. Aquí todo es perfecto.
La mañana transcurre entre saludos formales, apretones de manos y conversaciones llenas de cifras y términos políticos. Como subdirector del Ministerio de Relaciones Exteriores, mi trabajo es coordinar estrategias, revisar acuerdos, asistir a reuniones interminables y, en esencia, estar disponible para todos menos para mí mismo. Me digo a mí mismo que es lo que quiero y que mi futuro no termina aquí, todavía me faltan metas que quiero lograr en el trabajo. Que quiero que las letras debajo de mi nombre en la puerta de mi oficina digan Director y no Subdirector. Necesito seguir esforzándome más, al doble.
Por momentos, dejo que mi mirada vague hacia la ventana. Desde aquí, se puede ver la ciudad en toda su caótica majestuosidad: autos avanzando a paso de tortuga, peatones esquivando motocicletas, edificios alzándose como una promesa de progreso. ¿Qué fue lo último que prometí? ¿A ella, a mí mismo? ¿A nosotros? ¿Cuál fue la última cosa que hicimos juntos?
—¿Estás conmigo, Nicolás?— La voz de mi jefe me saca de mis pensamientos. Todos los ojos en la sala están fijos en mí, esperando una respuesta. Asiento, aclaro la garganta y suelto algo que suena lo suficientemente convincente. Llevamos años en esto. Sé exactamente qué palabras usar para parecer presente, incluso cuando no lo estoy.
La tarde es igual de frenética. Un almuerzo rápido frente a mi escritorio, más correos que responder y más reuniones que parecen alargarse sin fin. Es en una de ellas, justo después de las cuatro, que mi atención se desvía hacia Laura.
Laura, con su pelo rubio recogido en un moño desordenado, sus dedos golpeando frenéticamente las teclas de su laptop mientras presenta un informe. Su voz es firme, segura, pero hay algo en la forma en que inclina ligeramente la cabeza cuando explica un punto que me hace detenerme a mirarla. Por un momento, intento imaginar cómo sería. Cómo sería estar con alguien que aún tiene esa chispa de energía, alguien que parece lleno de posibilidades. La idea me golpea tan rápido como apareció, y me siento como un traidor.
No es que quiera algo con ella, me digo mientras aparto la mirada. Es solo... que no recuerdo la última vez que sentí algo parecido con Sofía. Quiero pararme de la mesa y huir, Huir de mis pensamientos, de lo que acabo de pensar y sentir, ese pequeño escalofrío en la piel que me lleno de energía. Necesito que esta reunión termine, necesito dejar de ver sus uñas perfectamente arregladas, sus labios delineados, sus mejillas sonrojadas por la emoción de lo que está hablando. La camisa de seda que se ajusta a su silueta y ese primer botón desabrochado, exponiendo piel. ¿Es eso? ¿Qué Sofía ya no se arregla para mí? ¿Qué el estar en casa todo el día la volvió menos atractiva? No, no, no me respiro, no es eso, Sofía siempre se ve bien aunque este en casa. Cierro los ojos un segundo y tomo una respiración superficial. Concéntrate, esto es importante.
El día termina mucho más tarde de lo que esperaba. Son casi las nueve cuando finalmente dejo el ministerio. Mientras conduzco de regreso a casa, el cansancio mental me aplasta. Cansancio. Esa palabra parece definirlo todo últimamente. Cansancio en el trabajo, cansancio en mi relación, cansancio de mí mismo. Cuando llego a casa, las luces están encendidas y los olores se mezclan, el olor a limpio de la casa, la comida sobre la mesa, el jabón de limpiar los trastes. Sofía está en la cocina, lavando los trastes.
—Te dije que se haría tarde, — digo antes de que ella pueda hablar, dejando mis cosas sobre el sofá.
—No lo hiciste, — responde, sin mirarme.
—Pero te escribí— vuelvo a decir.
—No, no lo hiciste— me controlo, lo pensé, juro que le escribí de que llegaría tarde.
La tensión entre nosotros es tan palpable como el silencio que se instala después. Me siento a la mesa mientras ella deja un plato frente a mí. Comemos en silencio. Y mientras mastico, me pregunto si es posible encontrar el camino de vuelta a lo que éramos. O si, como el trabajo, el amor también tiene fecha de caducidad.
La cena transcurre entre sonidos de cubiertos chocando contra los platos y el crujido ocasional del pan. No me atrevo a romper el silencio, pero Sofía finalmente habla.
—¿Cómo estuvo tu día?— pregunta mientras revuelve la pasta en su plato. Su voz es calmada, sin entusiasmo, pero el simple hecho de que intente llenar el espacio vacío me toma por sorpresa.
—Agitado, como siempre, — digo, encogiéndome de hombros.
Ella levanta la vista y arquea una ceja. —¿Eso significa reuniones, correos o algo interesante?—
Mastico despacio, buscando las palabras. —Reuniones. Laura presentó un informe sobre las nuevas estrategias comerciales con Sudamérica. Fue… eficiente.— intento quitarle importancia.
—¿Laura?— pregunta ella, con un tono neutro, pero sus ojos se estrechan ligeramente.
—Una de las analistas. Lleva un par de años en el ministerio.— me lleno la boca de comida para no seguir hablando.
Ella asiente lentamente, pero no dice nada más. Me doy cuenta de que mi respuesta no era lo que esperaba, pero tampoco sé qué añadir.
—¿Y tú? ¿Qué tal estuvo tu día?— pregunto por cortesía, aunque mi mente ya está demasiado dispersa.
—Bien, — responde, casi tan escueta como yo. —Fui al gimnasio, pasé por el supermercado… Trabajé un rato.— Asiento, y ambos volvemos a concentrarnos en la comida. Quiero preguntarle algo más, tal vez sobre su trabajo o el gimnasio, pero las palabras se quedan atrapadas en mi garganta. Es como si todo lo que pudiera decir ya no importara, como si cualquier intento de conversación fuera una tarea más que algo que nos conecte.
Cuando terminamos de cenar, ella se levanta primero, recoge los platos y los lleva al fregadero para volver a lavarlos. Quiero ofrecerme a ayudar, pero me quedo sentado, mirando la botella de vino que no abrimos. Mi celular vibra sobre la mesa, lo levanto y miro el correo que me acaba de llegar.
—Voy a subir, — dice ella desde la cocina, secándose las manos con un paño.
Asiento en silencio, aunque no me vea, deslizo el dedo por la pantalla del teléfono y abro el correo, y aunque, es un correo de trabajo, ver quién me lo envía me pone eufórico. Finalmente, me pongo de pie, la sigo escaleras arriba y me preparo para la noche.
Más tarde, ya en la cama, intento leer un libro que he tenido en la mesita durante semanas. Las palabras parecen bailar en las páginas, pero no logro concentrarme. Mi mente regresa al ministerio, a Laura. La imagen de ella inclinando la cabeza mientras hablaba en la reunión aparece sin invitación. Intento desviar mis pensamientos, pero no puedo evitar preguntarme cómo sería. No solo estar con alguien como Laura, sino sentir algo de nuevo. Esa chispa, esa emoción que parece tan lejana ahora.
Dejo el libro a un lado y levanto la vista.
Sofía está sentada frente al tocador, con la luz amarillenta del dormitorio iluminando suavemente su rostro. Su rutina nocturna es meticulosa: aplica crema en las manos, luego en el rostro, y finalmente en las piernas. La bata de seda que lleva puesta se ha abierto ligeramente en el pecho, dejando entrever su piel, la curva de sus senos, como podía pasarme horas, haciéndolos míos, reclamándolos y llevándola al extremo. ¿Cuándo fue la última vez que hice algo así?
Antes, esta imagen habría sido suficiente para hacer que mi corazón latiera más rápido, para llenarme de deseo. Pero ahora… nada. La observo, no como su esposo, sino casi como un extraño, como si estuviera mirando un cuadro que ya no me conmueve. Y entonces me golpea la culpa. ¿Cómo es posible que el cuerpo que antes deseaba más que el aire ahora no despierte nada en mí? ¿Qué cambió?
Cierro los ojos un momento, pero en la oscuridad regresa la imagen de Laura. Su sonrisa rápida, la energía en su voz. Esa chispa que me hizo preguntarme, por un breve momento, si podría sentir algo así de nuevo.
Cuando vuelvo a abrir los ojos, Sofía está apagando las luces del tocador y se dirige a la cama. Me deslizo bajo las sábanas y cierro los ojos antes de que ella se acueste, fingiendo que estoy más cansado de lo que realmente estoy. Pero la verdad es que no quiero mirarla más. No cuando tengo estos pensamientos.