Capitulo 3

1357 Palabras
Sofía El vapor sube lentamente desde mi taza de café, creando pequeñas nubes que se disipan en el aire antes de alcanzar mi rostro. Estoy parada junto a la ventana de la cocina, mirando la calle aún tranquila mientras la ciudad comienza a despertar. Este se ha vuelto mi escape, mirar por la ventana la ciudad que pasa frente a mí. El café está más amargo de lo habitual, pero no lo endulzo. Es como si mi paladar estuviera empeñado en castigarme con cada sorbo. Mis pensamientos son un caos, una maraña de preguntas sin respuesta, de sentimientos enredados que no logro desatar. Que ya no es ninguna novela, es mi estado actual, cuestionarme todo como profesor de filosofía. Hacerme preguntas para las cuales no tengo repuestas. Cuestionamiento de mi vida que me dejan peor con cada pregunta sin repuesta. ¿Cuánto más puedo seguir así? ¿Cuánto más podemos seguir así? Anoche fue una de esas noches en las que la fachada parecía más importante que lo que llevamos dentro. Una cena del trabajo de Nicolás. Su jefe insistió en que debía asistir con su esposa, y ahí estaba yo, con mi mejor vestido y mi sonrisa más brillante, fingiendo que todo estaba bien. Hacía tiempo que no me arregla tanto, no usaba un vestido de gala, y casi olvido lo que se siente al verme así de arreglada, con el cabello ondulado, las curvas de mi cuerpo arropadas por el vestido de seda, mi rostro impecable, no como siempre, no es que no me arregle, siempre voy bien arreglada, maquillada ligeramente, me mataba en el gimnasio para que mi cuerpo no perdiera masa muscular con el paso de los años. Iba a la peluquería una vez por semana, a la manicurista cada dos semanas. Verme bien siempre iba a hacer prioridad para mí, pero aquella noche estaba despampanante. Pero él ni se inmutó al verme, ni un estás bella, ni si iba bien o mal, si era mucho como me había arreglado para su cena. Intente que la decepción no se me notara en la cara cuando baje a la sala donde me estaba esperando y solo pronunciará —¡Al fin!— se diera media vuelta, agarrara su chaqueta del sofá y salir de la casa primero que yo. Esa noche traía el chofer que le era asignado para ocasiones especiales. Ambos iban en la parte de atrás del auto, ambos sentados a cada lado, con un abismo entre nosotros. La velada fue una mezcla de risas falsas y comentarios mundanos. Cada vez que alguien hacía una pregunta personal, Nicolás y yo intercambiábamos miradas rápidas, sincronizando nuestras respuestas como si hubiéramos ensayado para una obra. Pero cada palabra era una pequeña daga, recordándome lo lejos que estábamos el uno del otro. Me detengo un momento en el recuerdo, reviviendo cómo nos veían los demás, como la pareja perfecta. Una ironía cruel. En algún punto de la noche, sentí que estaba actuando en una película de la que no quería formar parte. Cuando alguien mencionó cómo "Nicolás siempre hablaba maravillas de mí en la oficina", quise reírme, pero no de alegría. Cuando finalmente llegamos a casa, ambos estábamos agotados, pero no por la larga velada, sino por el peso de la actuación. Nicolás se dirigió directamente al estudio y cerró la puerta detrás de él sin decir una palabra. Yo subí a la habitación y, mientras me desmaquillaba frente al espejo, sentí cómo una ola de tristeza me arrastraba. Me miré al espejo y apenas me reconocí. La mujer que estaba ahí tenía los ojos enrojecidos y las líneas de expresión más marcadas que nunca. Las lágrimas comenzaron a caer antes de que pudiera detenerlas. No era solo tristeza, era un cúmulo de emociones: frustración, soledad, desesperanza. Quiero gritarle, sacudirlo, hacer que me mire y vea lo que estamos perdiendo, pero la verdad es que tengo miedo de que él ya lo haya visto y haya decidido que no vale la pena salvarlo y solo no sepa como decírmelo. El ruido de pasos en la escalera me saca de mi ensoñación. Sé que es Nicolás, que ya está listo para salir al trabajo, como cada mañana. Me giro y lo veo entrar en la cocina con el ceño ligeramente fruncido, ajustando la corbata. —Buenos días, — dice, con un tono más funcional que afectuoso, mientras busca algo en el refrigerador. —Nicolás, — digo, mi voz más seria de lo que esperaba. Él levanta la vista, sorprendido. —¿Podemos hablar un momento antes de que te vayas? —¿Ahora? Estoy un poco apurado, — responde, mirando su reloj, pero se detiene. Algo en mi expresión parece convencerlo de quedarse. —Quiero que nos tomemos unos días. Tú y yo, solos. Podemos ir a la casa en el campo, desconectar de todo… intentar encontrar lo que perdimos, —digo, con las palabras temblando apenas en el aire. — reconectar un poco. — las últimas palabras casi me atragantan. Él se endereza, pasa una mano por su cabello y suspira. —Sofía, sabes que no puedo. Estamos en una temporada difícil en el ministerio. Tengo reuniones importantes, proyectos en marcha…— lo interrumpo. —Siempre es el trabajo, Nicolás, — lo interrumpo, la frustración brotando antes de que pueda detenerla. —Siempre hay algo más importante que nosotros. ¿Te das cuenta de que hace meses no hacemos nada juntos? Ni una cena, ni una salida, ni… ni siquiera hemos sido íntimos. Es como si ya no existiéramos como pareja.— las lágrimas aparecen en mis ojos, por un momento su rostro se contrae, pero cambia al mirarme. Su rostro endurecido ahora. —¿Y qué quieres que haga? ¿Dejar todo tirado? ¿Arriesgar mi posición porque tú piensas que unas vacaciones mágicamente resolverán todo?— no sé qué dolió más; sus palabras o la forma en la que las dijo. —¡No es eso!— alzo la voz, sintiendo cómo mi pecho se aprieta. —Es que si no hacemos algo, Nicolás, vamos a perdernos por completo. Y no sé si podré soportar eso.— El silencio se instala entre nosotros, pesado, impenetrable. Él aparta la mirada, apretando la mandíbula. —Tal vez lo que necesitamos no son unas vacaciones, — dice finalmente, con una frialdad que me corta como un cuchillo. —Tal vez lo que necesitamos es tiempo. Tiempo separados, para pensar, para… entender qué queremos realmente.— como tiene la capacidad para decirme algo así, para sugerirlo. —¿Tiempo?— repito, mi voz apenas un susurro. —¿Eso es lo que crees que nos va a salvar? ¿Alejarnos más de lo que ya estamos? —No lo sé, Sofía, — responde, exasperado. —No sé qué más hacer. Esto… esto no está funcionando. Ambos lo sabemos. —¡No está funcionando porque no intentas que funcione!— Mi tono es más alto ahora, y puedo sentir las lágrimas amenazando con salir. —¿De verdad crees que alejarnos es la solución? ¿Qué va a arreglar eso? Nicolás cierra los ojos por un momento, como si intentara encontrar paciencia, pero cuando los abre de nuevo, su expresión es dura, distante. —Tal vez nos demos cuenta de que esto ya no tiene sentido, o puede ser todo lo contrario, que descubramos que no podemos vivir sin el otro — dice, casi como si hablara consigo mismo. Sus palabras me golpean como un puñetazo. El aire se queda atrapado en mis pulmones. —¿Todavía me amas, Nicolás? — pregunto finalmente, mi voz rota, mis manos temblando mientras sujeto la taza de café como si fuera lo único que me mantiene de pie. Él baja la mirada al suelo. El silencio que sigue es peor que cualquier palabra. Es una confesión sin decirlo, una sentencia. Cuando finalmente habla, lo hace en un tono bajo, casi inaudible. —No lo sé. La taza tiembla en mis manos, y dejo que el café se derrame sobre el piso mientras mis piernas amenazan con fallarme. No sé qué duele más: sus palabras o el hecho de que las esperaba.
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