Había estado caminando de un lado a otro por la habitación durante lo que parecían horas desde que regresé a casa. El rostro de Serov rondaba mis pensamientos, la oscuridad en sus ojos y la urgencia en su expresión cuando respondió esa llamada misteriosa. Intentó ocultarlo, mantener su fachada estoica, pero desde que nos habíamos acercado más, esa máscara se había vuelto menos efectiva. Sin duda, algo andaba mal. La pesadez en el estómago no desaparecía mientras contemplaba ansiosa lo que podría haber salido mal. Cada minuto que pasaba solo apretaba más la presión en mi pecho. —Si tan solo tuviera un teléfono —pensé—. Podría haber llamado a Serov para saber cómo estaba, para descubrir qué estaba pasando. Pero no lo tenía, y la impotencia me carcomía. Mis pies dolían por tanto caminar y

