CAPÍTULO 4

2634 Palabras
NIKOLAY Me apresuro a llegar al área de enfermería de base militar. Necesito saber que ella está bien. Algo dentro de mí ruge, exigiéndome que me apure. Que la encuentre. Que la proteja. Mi padre hará algo. Lo vi en su rostro cuando le dije que la traje conmigo. Un destello de pánico, un atisbo de horror. No es un hombre que se asuste fácilmente, y eso solo significa una cosa: la niña es un problema. Un peligro. Algo que quiere borrar del mapa. Archivo en mi cabeza buscar información sobre mi padre. Sé que algo esconde y que tiene que ver con la niña que he traído conmigo. A decir verdad, no sé ni por qué la traje. No sé por qué el traje conmigo. No sé qué me hizo al mirarme con esos ojos de una violeta imposible, helados como la muerte. Pero desde que la vi, algo en mí despertó. Un instinto primitivo. Una necesidad visceral de mantenerla a salvo. Mi bestia rugió, reclamándola como suya. Aunque no me engaño sé lo peligrosa que es. No es una criatura desprotegida. No es un animalito indefenso. Mató a casi todo un pelotón con precisión quirúrgica. Hombres entrenados en combate cuerpo a cuerpo, estrategia y autodefensa. Y, sin embargo, la conservo. Necesito saber de dónde vino, y que hacia allí. Estaba vestida como un civil, pero sus técnicas de combate me gritan que ha sido entrenada para asesinar, su corte era limpio y letal, perfecto, a decir verdad. Me impresionó la falta de vida y emociones en esos ojos tan extraños que tiene. Nunca había visto a alguien con los ojos violetas, tan claros como una aurora boreal. Por lo que pude averiguar es una mutación genética denominada Síndrome de Alejandría o Génesis de Alejandría. Se dice que cuando nacemos, nuestros ojos se ven un poco más claros y conforme pasa los primeros meses la cantidad de melanina aumenta y color se oscure. En el caso de las personas que sufren el Síndrome de Alejandría, la cantidad de melanina no se incrementa y el iris en un tono azul grisáceo. En los primeros años de vida aparecen pigmentos rojos en el ojo, como parte del Síndrome. La combinación del azul y el rojo provoca que el iris se vea de color violeta. Es maravilloso el color que tiene esos ojos, ella es especial. No solo por sus ojos, si no por todo lo que representa, la falta de humanidad y calidez en esos ojos tan únicos, la forma en que nos observaba a todos, como si fuéramos de otro mundo. Todo de ella me intriga, por eso la conservé. Además, que me recuerda mucho a mi hermana menor. Camino por el campo de entrenamiento. Los soldados están a esta hora en su clase de tiro, otros están en el gimnasio y otros en clases de diferentes tipos. Aquí nos forman desde pequeños, nos dan todo tipo de conocimiento, y cuando llegamos a la edad de 18 años, dependiendo de nuestras habilidades nos asignan a un grupo o a una especialidad. Todos debemos saber varios idiomas, montar y desmontar armas de corto y largo alcance, debemos saber cómo camuflarnos, pero debemos tener una especialidad a la hora de las misiones. Yo quería superar a mi padre, así que desde que tengo uso de razón me esforcé en entrenar, aprender todo lo que debía saber, encontré los vacíos legales a esa regla y la modifiqué a mi beneficio, así que, me dejaron estar en todas las especialidades que quisiera. Tengo varias medallas a mi corta edad de 24 años, soy el primer teniente en el comando que tiene más medallas que un general. Soy poliglota, piloto, tengo una especialidad en armas, también soy cinta negra en artes marciales, soy el mejor francotirador de la base, tengo un doctorado en estrategia militar, una especialización en administración, soy ingeniero biotecnólogo y también ingeniero mecánico. Todos mis méritos me los he ganado a pulso. Me he pasado toda mi vida entrenándome, instruyendo. Queriendo ser mucho mejor que mi padre, y aunque me falta mucho por llegar a donde él está sé que un día soltaré las cadenas que cree tener en mi cuello. Me preparo mucho más, porque le próximo me recibo como capitán. Camino por los pasillos del comando, los solados corren de un lado para otro y cuando me estoy acercando a la enfermería donde dejé a mí la niña siento gritos, alaridos y hay una tropa armada rodeando el lugar. Corro lo más rápido que puedo, queriendo saber que mierda está pasando. Empujo a los soldados que me impiden la entrada y me detengo en seco con la escena que se desarrolla ante mis ojos. Uno de mis soldados está apuntando a la chica de cabello n***o, ahora lo tiene suelo, le cae como un rio de brea por todo su diminuto cuerpo, los ojos violetas están fijos en el soldado, pero no hay vida en ellos, solo oscuridad. Sin pisca de humanidad alguna en ellos. Es como si fuera una máquina. Un robot programado para atacar. La bilis se me sube a la garganta, el estómago se me revuelve. La ira va subiendo a niveles cósmicos y la saliva se me agria en la boca. No entiendo está sensación, ver que ella puede resultar herida me irrita, saca lo peor de mí, aquello que por mucho tiempo he intentado enjaular en lo más profundo de mí, araña las paredes de la jaula en donde lo guardo, deseando salir. Saco mi arma y le apunto a el sargento que le apunta a la niña. Me acerco con sigilo y le clavo cañón mi glock 9 milímetros en la parte de atrás de su cabeza. La ira burbujea en mi torrente sanguíneo como un veneno que se esparce por todo mi organismo. Las ganas de destruir algo me abruman. Solo pensar que algo puede lastimarla me enferma. Mi voz sale baja, peligrosa. —El que la última vez… lo mato. Todos los hombres que la estaban apuntando bajan sus armas. Todos, excepto mi soldado. Me energva su desafío, el descaro de ignorar una orden directa. —Teniente, ella… —intenta justificarse. Eso solo aviva más mis ganas de enterrarle una bala en la cabeza por desacato. —Si se te suelta un solo tiro y las últimas… —mi voz es un gruñido contenido, mis músculos se tensan como cables de acero y el dolor en mis mandíbulas se intensifica por la presión de mis dientes—. No te alcanzará la vida para pagarla. ¡Baja la puta arma! Deslizo la mirada hacia la chica que mantiene a la psicóloga entre sus brazos, el bisturí firmemente presionado contra su garganta. Es un movimiento limpio y eficiente. No hay vacilación en sus dedos. Si alguien da un paso en falso, no dudará en rebanarle el cuello. La violeta de sus extraños ojos choca con el verde de los míos. No veo miedo, ni furia. No veo nada. Lo he dicho antes: es como un animalito salvaje. Uno que no tiene dueño ni ataduras, que reacciona por puro instinto. Un depredador que aún no decide si debe atacar o huir. Rompe el contacto visual y comienza a escanear la sala. Sus pupilas se deslizan de un punto a otro, analizando cada posibilidad. Me divierte verla calcular rutas de escape, estrategias, debilidades. Es inteligente. Eso no se le puede negar. Solo estaba buscando una distracción, pero en su afán de huir, no razona que puede llevarse por delante a muchos soldados, y antes de que llegue a la salida del comando tendrá una bala en la cabeza. Oliver finalmente cede y baja el arma. Yo hago lo mismo, pero con él ajustaré cuentas después. Doy un paso, sin brusquedad hacia la fierecilla que tengo delante. Sophia me suplica con la mirada, su respiración es errática. Pocas veces la he visto perder la compostura. Asiento apenas, indicándole que no se mueva. Que no luche. Las lágrimas que inundan sus ojos me fastidian más de lo que deberían. No porque me importe de una forma sentimental. No, nuestra historia no es así. Ha estado en mi cama más veces de las que suelo permitirle a una mujer, y siempre ha sabido cuál es su lugar. Sin exigencias. No pide. Me gusta la simplicidad de nuestro acuerdo. Las mujeres son complicadas muchas veces. Puedes ser claros con ellas, pero en su afán de retenerte se vuelven intensas. Así que encontré en Sophia una amante que no exige, que solo acepta lo que puedo darle. Me siento bien con ella, cómodo, puedo hablar, y relajarme cuando lo necesito. Ella sabe que solo puedo darle placer unas cuantas noches, y tiene claro que una mujer y una relación formal no son mi prioridad por ahora. Pero ahora está en peligro. Y eso me jode. —Malyshka —mi tono es bajo, controlado—. Suéltala. La niña me mira y ladea su pequeña cabeza. Hace un gesto que solo la hace ver más adorable, pero no te dejes engañar. La niña es capaz de acabar con tu vida en un abrir y cerrar de ojos. —Baja el arma, Malyshka —repito, usando un tono más suave, menos autoritario—. No voy a hacerte daño. Pero necesito que la dejes ir. Ella me mira con una intensidad abrumador. Como si estuviera evaluando mis palabras, estudiando si debe creer en ellas o no. Y tiene razones para dudar. La última vez que le dije que no la lastimaría, terminó clavándole una aguja con sedante. Doy otro paso. Luego otro. No rompo en ningún momento el contacto visual. En mi periferia veo que alguien intenta acercarse también, pero hago señas que no lo haga. Necesito que ella confíe en mí y si ve que alguien más se acerca lo tomará como una amenaza y cortará el cuello de Sophia. —Vamos, fierecilla… —mi voz es una invitación, no una orden—. Baja esa arma. Confía en mí. No voy a permitir que nadie te lastime, pero la estás lastimando a ella y no es justo. Algo en su mirada me atrapa. No sé qué es, pero me mantiene anclado en el lugar, con la mano extendida hacia ella. La hoja de bisturí sigue peligrosamente cerca del cuello de Sophia, y veo una delgada línea carmesí deslizarse por su piel. Con cautela estiro la mano y le pido nuevamente que me del arma. Ella observa mi mano con cautela y regresa sus ojos a mí. Joder es difícil persuadirla. No puedo leer nada en ella. Y soy bueno leyendo a la gente. Pero con esta niña no sé qué esperar. No veo nada en esos hermosos ojos. No hay inocencia, no hay piedad, no hay emociones. Son violetas si, brillantes como una aurora boreal, pero a la vez vacíos, como un gran pozo donde la oscuridad es la abraza. Mi fierecilla no aparta sus ojos de los míos, observando cada detalle, cada gesto. Sabe que no le quitaré la vista de encima, y ​​aún así evalúa su entorno, buscando una posible vía de escape. Joder, es inteligente. Demasiado para su edad. —Vamos, Malyshka —suavizo mi tono, como si intentara calmar a un animal acorralado—. Déjala ir. Algo cambia en su expresión. Es mínimo, apenas perceptible, pero está ahí. Un destello extraño en sus ojos. Luego, sin más, suelta a Sophia. La mujer corre hacia mí, desesperada. La atrapo entre mis brazos y el sujeto con firmeza mientras solloza contra mi pecho. Su cuerpo tiembla, su respiración es errática. No suele perder el control, pero el filo del bisturí en su garganta le recuerda que la muerte siempre está más cerca de lo que creemos. Levanto la vista. La niña nos observa con una expresión vacía. Vacía y oscura. Sus pupilas devoran poco a poco la violeta de sus iris, como si la sombra dentro de ella se expandiera y consumiera lo que queda. Así que decido que es mejor dejar que otro soldado cuide de Sophia mientras yo me encargo de mi fierecilla. Dejo que Oliver se lleve a Sophia, para que le traten la herida, No es algo grave, solo un corte superficial. —Fuera. Todos— Ordeno sin quitarle los ojos de encima a la niña que me mira como si yo fuera de otro mundo. Espero que todos salgan de la habitación. Y cuando me quedo a solas con ellas, mi corazón late tan fuerte que siento como golpea mis costillas. El pulso se me acelera, el estómago se me revuelve al contemplar a la niña que yace sentada, con el cabello suelto, y ojos grandes mirándome fijamente. —Todo va a estar bien —le prometo— Ahora todo va a estar bien. No sé si se lo digo a ella, o me lo digo a mí mismo. La necesidad de protegerla, de cuidarla, de que nada la lastime nuevamente, de meterla en una puta caja de cristal y no compartirla con el mundo me abruman. No entiendo de donde viene este sentimiento de posesividad, pero lo que tengo claro es que no voy a permitir que nada, ni nadie la dañe. También tengo ese gusano de la curiosidad por saber de dónde viene. Quien la ha entrenado, por qué no habla, por qué mira como si todo fuera nuevo para ella, como si estuviera en una realidad alternativa. Tomo asiento en la orilla de la cama, con movimientos medidos, sin romper la distancia. Ella no se mueve, solo ladea la cabeza en ese gesto tan suyo, analizando, absorbiendo cada detalle. —¿Cómo te llamas? —pregunto, manteniendo la voz firme, pero sin dureza. Ella solo me mira un ladea la cabeza, la he visto hacer eso. Varias veces, como si estudiara cada cosa que le digo, como si fuera nuevo, me mira con curiosidad, como si intentara aprender cada cosa de mí. —¿No tienes un nombre? Su silencio es mi única respuesta. Le sonrío, suave, sin mostrar los dientes. Quiero ver cómo reacciona. Ella niega con la cabeza, pausada, como si estuviera decidiendo si la pregunta merece una respuesta. —Bueno… —miro esos ojos, tan extraños, tan irreales—. Eres una niña muy hermosa. Y con unos ojos únicos. Así que... te llamaré Violet. ¿Te gusta? Frunce el ceño como si estuviera evaluando si es adecuado el nombre que le acabo de dar. Espero pacientemente a que me dé una respuesta. Luego de unos segundos de mirarme fijamente asiente. Le sonrío. Sus ojos se abren con sorpresa, como si nunca antes hubiera visto algo parecido. Como si mi sonrisa fuera una anomalía en su mundo. Y entonces se mueve. Lentamente, con cautela, alza su pequeña mano y extiende un dedo, tocando la comisura de mis labios. Pincha mi sonrisa con la yema, y ​​su boquita se abre en una pequeña “O”, fascinada. Me maravillo al ver un brillo en sus ojos, como si cobraran vida por unos instantes. No me muevo. No respiro. La dejo explorar. Sigue con la yema de sus dedos, el arco de mis cejas, la línea de mi nariz, el contorno de mi boca. Sus movimientos son tan suaves, tan deliberados, que casi me parecen irreales. —¿Te gusta el nombre que te di? —pregunto en voz baja, sin alterar la quietud del momento. Ella sigue trazando mi rostro con sus deditos, midiendo cada textura, cada forma. Luego se aleja y, esta vez, asiente con más seguridad. —Te llamaré Violeta. Ladea la cabeza. Otra vez ese gesto suyo. Un animalito curioso, observando, absorbiendo información, tratando de entender lo que tiene enfrente. Si. Esto será interesante. Ella va a ser un desafío. Y me encanta.
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