CAPITULO 2

2410 Palabras
VIOLET 12 AÑOS Toda mi vida ha sido una tragedia. Desde el momento en que nací, supe que no tendría una vida como los demás bebés. No hubo cuna, ni calor, ni cariño. Nunca supe quién era mi padre, y mi madre, una prostituta adicta a la cocaína, me abandonó cuando tenía cinco años. Me dejó en la puerta de una iglesia, bajo una lluvia fría que parecía preludio de lo que sería mi destino. Aún recuerdo sus palabras. Su voz, cargada de desesperación, resuena en mi mente como un eco lejano, distorsionado por el tiempo. —Solo quédate aquí —me dijo, su tono ansioso, sin mirarme a los ojos—. No vayas a ningún lado. Prometo que regresaré por ti. ¿Me estás escuchando? —¿Vas a volver? —susurré, mi voz apenas un hilo de sonido, rota por una mezcla de miedo y resignación. —Claro —respondió, esbozando una sonrisa que se desvaneció en un instante—. No te muevas de aquí. No demoro. Mis ojos se fijaron en mis zapatos gastados, sintiendo que ya conocía la verdad antes de que sus palabras se desvanecieran en el aire. Sabía que no iba a regresar. Siempre era lo mismo. Las noches que pasábamos juntas eran un ciclo de abandono. Se drogaba, se perdía durante días, y yo quedaba sola en una pequeña habitación en uno de los barrios más peligrosos de Londres. No había comida, ni abrazos, ni alguien que cuidara de mí cuando enfermaba. Traía hombres a casa, y aunque no entendía lo que pasaba detrás de la puerta cerrada, los sonidos extraños y sofocados me llenaban de terror. Pero nunca me explicaba nada, nunca me ofrecía más que la indiferencia de alguien que había olvidado cómo ser madre. Esa fue la última vez que la vi. Nunca volvió, nunca llamó, y fue como si la tierra la hubiera tragado. Durante años intenté recordar su rostro, su olor, el sonido de su voz, pero ahora todo es una sombra borrosa en mi memoria. Es como si nunca hubiera existido. Después de eso, la iglesia fue solo un refugio temporal. El padre me trasladó a un orfanato en poco tiempo. Solo duré unos meses allí, hasta que todo cambió. La llegada del Amo le dio un giro brutal a mi historia. Me sacó de ese lugar sombrío, me llevó con él y me hizo parte de algo que no entendía en ese momento. Éramos cinco niños, cada uno igual de perdido, igual de roto. Nos crió no como seres humanos, sino como animales, entrenados para matar, para sobrevivir. Cada uno de nosotros fue moldeado para ser letal, despiadado. No había espacio para debilidades. Cualquier rastro de emociones fue arrancado de nuestros cuerpos como si fuera un defecto. Aprendimos que el cariño era una debilidad. Aprendimos a no confiar, a no sentir. Nos convirtieron en depredadores. Monstruos disfrazados de niños. Nunca supimos quién financiaba el proyecto. Sabíamos que nuestro Amo era un hombre poderoso, pero sus secretos eran demasiado oscuros para que se nos permitiera preguntar. Éramos sus armas, peones en un juego más grande que nosotros, uno que nunca comprenderíamos por completo. Le debíamos todo: nuestra supervivencia, nuestra nueva vida, y a cambio, le entregamos nuestra obediencia ciega, nuestra lealtad absoluta. Éramos sus mascotas, adiestradas para cumplir su voluntad sin cuestionarla. Nunca luché por salir de allí. No había nada afuera que me esperara: sin familia, sin hogar, sin lugar seguro, dejé que el destino me arrastrara. A mis doce años, he eliminado a más personas de las que puedo contar. Soy la mejor de mi grupo, la más temida y la más solicitada por quienes buscan los servicios de L.E.T.A.L.. De pronto, un pitido agudo corta mis pensamientos. El sonido perfora mi cabeza, cada eco del aparato me recuerda la fragilidad del momento. Intento mover mis manos, pero están atadas. Mi cerebro entra en alerta. Algo está mal. Intento recordar... Estaba en una misión. Todo iba según lo planeado, hasta que un escuadrón de las fuerzas especiales irrumpió. El caos fue inmediato. No hubo salida. El lugar se llenó de disparos, gritos y el olor de la muerte. No logré escapar. Fui atrapada en el fuego cruzado. Mi corazón se acelera ligeramente al pensar en lo que sigue. El Amo no tolera los errores. Los fallos no están permitidos. Soy un engranaje en la maquinaria perfecta de su creación. Si me he convertido en una anomalía, si he mostrado debilidad, entonces el destino de los errores es ser eliminados. Mis ojos comienzan a abrirse lentamente, luchando contra la oscuridad que aún se cierne sobre mí. El miedo no está presente, me lo arrancaron hace años, pero mi mente calcula cada detalle con precisión. Estoy en una habitación blanca, aséptica. El olor a desinfectante impregna el aire, mezclado con algo metálico, como el rastro débil de la sangre. A mi alrededor, hay monitores que miden mi pulso. Me he despertado en una especie de sala médica. Escaneo el lugar, como me han enseñado. La luz proviene de una lámpara en el techo, iluminando el cuarto sin dejar sombras. La ventana está cerrada; las cortinas blancas caen rectas y bien colocadas. A mi izquierda, hay una mesita de noche y un sillón a unos pasos de la cama en la que estoy atada. Los aparatos conectados a mi cuerpo miden mis signos vitales. Todo parece demasiado tranquilo, lo que me inquieta aún más. Necesito saber dónde estoy. Necesito saber quién me tiene capturada. La confusión es pasajera, pero la ausencia de información me irrita. Recuerdo los últimos momentos antes de perder el conocimiento. El hombre alto, de ojos verdes como las esmeraldas, su presencia fue... desconcertante. Su voz resonaba dentro de mí, tan poderosa, tan llena de autoridad. Tenía algo que me desarmó. Era como estar frente a una versión más joven y fuerte de mi Amo. Un aura de grandeza y control absoluto. Su imagen reaparece en mi mente, esos ojos verdes intensos, como un bosque oscuro lleno de secretos. Sentí que me atrapaba sin esfuerzo. Estaba tan perdida en la profundidad de su mirada que ni siquiera noté cuando me clavó la aguja. Lo último que vi fue su expresión, una mezcla extraña entre seriedad y algo casi cálido, una emoción que no supe descifrar. Y entonces, todo se apagó. Siento los pasos acercarse y la puerta se abre. Una mujer entra, vestida con una bata blanca, con una gran sonrisa en su rostro. Ladeo la cabeza, observándola. No estoy acostumbrada a las personas. En el lugar donde nos tienen, nos mantienen alejados de todo. No hablamos, no socializamos. Nos tratan como animales, entrenados para cumplir con un solo propósito. —Mira qué hermosa eres —dice con una voz dulce. Permanezco quieta. Es muy hermosa, con una melena rubia que le cae hasta la cintura, grandes ojos color miel y labios gruesos. A simple vista, parece frágil, pero hay algo en la forma en que se mueve que me hace pensar lo contrario. No me fío de las apariencias. Me han enseñado que todo puede ser una trampa. —Hola. Soy Sophia Miller, psicóloga del MI6. Has sido rescatada, ya no tienes de qué preocuparte —continúa, mientras se acerca lentamente, como si temiera asustarme—. ¿Me puedes decir tu nombre? MI6. Esa palabra la he escuchado antes. Es el servicio de inteligencia del Reino Unido, trabajan junto con el MI5. Pero ¿Qué hacían en el lugar donde estaba yo? No deberían intervenir cuando el amo nos envía a misiones. Nada de esto tiene sentido. No le respondo. No hablo, ni siquiera con permiso. Y aunque pudiera, no sé qué decir. No puedo contarle de dónde vengo, no puedo explicarle lo que estaba haciendo allí. Mi voz no tiene importancia. Solo mis acciones importan. Sophia sigue mirándome, esperando una respuesta que nunca llegará. No entiendo por qué está sonriendo. Las sonrisas en mi mundo no significan nada bueno. Son una fachada. Mis ojos recorren la habitación, buscando cualquier posible salida, cualquier detalle que me ayude a entender dónde estoy y qué planean hacer conmigo. Mis manos siguen atadas a la cama, pero no siento pánico. Me han entrenado para mantener la calma bajo cualquier circunstancia. —¿Me puedes decir tu nombre? —insiste Sophia, acercándose un poco más, con ese tono suave que parece estar intentando tranquilizarme. Mi nombre... Para mí, no es importante. No es relevante. Los nombres no significan nada donde vengo. Lo único que importa es mi lealtad, mi habilidad para completar la misión. Pero ahora, atrapada aquí, tengo que calcular cada movimiento, cada palabra. No puedo permitirme confiar en ella. No puedo permitirme confiar en nadie. Sigo sin decir nada, no me gusta hablar, y además también lo tengo prohibido. Igual ¿Qué puedo decirle? No puedo decir de donde vengo, ni mucho menos que hacia allí. Ella me mira de una manera que no sé cómo interpretar. No soy buena leyendo las emociones humanas, nunca lo he sido. Pero algo en mi instinto me dice que no busca hacerme daño. Que, tal vez, es una buena persona. —¿Sabes qué hacías en ese lugar? —su voz es suave, pero intento mover las manos. —¡Oh! No hagas eso —me interrumpe, su tono cambia, casi implorante—, vas a lastimarte. Lo siento. Tuvimos que sedarte y... amordazarte. Su disculpa flota en el aire, pero no la registro del todo. Me sigue observando, y yo continúo en silencio, inmóvil. Un error de mi parte me puso aquí. No vi el ataque venir. Estaba distraída, algo que nunca me permito, y ahora me siento expuesta, atrapada. Quiero que me deje en paz. No quiero hablarle.Nunca hablo con nadie más que con mi amo.Esto me incomoda. Todo este lugar. Su presencia. —Tienes unos ojos muy hermosos —dice, mientras estira la mano hacia mi rostro. Mi cuerpo reacciona por instinto, me muevo rápidamente, esquivando cualquier contacto. Todo en mí se alerta. —¡Oh! Perdón, de nuevo. Solo... es que nunca había visto unos ojos violetas. No puedo decirle de dónde heredé el color de mis ojos. Ni yo lo sé. Los recuerdos de mi madre son débiles, desvanecidos como un sueño que ya no puedo alcanzar. Vengo de la nada. Fui creada para ser un arma, un recurso que los poderosos usan para eliminar obstáculos. Nada más. La impaciencia se arrastra por mi piel como un insecto. Necesito salir de aquí. Mis ojos se posan en las esposas que rodean mis muñecas. Puedo abrirlas. Solo necesito una distracción. Los pasos en el pasillo son firmes, cercanos. Cuento cada uno, como si fueran un reloj que marca el momento exacto para actuar. Hay un bisturí en una mesa, a unos pasos de distancia. Eso es todo lo que necesito. Mientras la mujer de ojos miel sigue hablando, contándome cosas que no me importan —sobre mis padres, sobre cómo me van a ayudar—, mi mente diseña un plan. La pulsera metálica que llevo desde el día que ingresé al programa. Eso me servirá. —No tienes que tener miedo —sigue diciendo, pero sus palabras son ruido distante. Unos minutos después, las esposas se sueltan. Mi mano ya ha encontrado el bisturí antes de que ella lo note. En un movimiento rápido, la sujeto por la muñeca y giro su brazo, obligando su espalda contra mi pecho. No soy alta, pero esta posición me favorece. Su grito corta el aire y, como un eco, la puerta se abre de golpe. Varios hombres irrumpen en la habitación, uniformados, con armas alzadas. Todos me apuntan. Solo me toma un segundo contar a cada uno, fijarme en sus rostros. Estoy mareada, pero mi cuerpo ya no me duele. Puedo moverme. —Suéltala —exige uno de ellos. Un rubio. Su voz es firme, pero veo la duda en sus ojos. No voy a soltarla. Ladeo la cabeza ligeramente, paso mi lengua por los dientes. Mis pensamientos viajan al sótano. Él estaba ahí también. Llegó con su equipo, buscando civiles. No me vio. Nunca me ven. Apagué las luces antes de eliminarlos a todos, uno por uno. No supieron lo que los alcanzó hasta que las luces volvieron a encenderse. Pero ya era tarde. Soy pequeña, sí. Solo una niña de doce años. Sin curvas, sin presencia, la más menuda de mi grupo. Pero también la más letal. —No se muevan —la mujer que tengo atrapada está temblando ahora. Puedo sentirlo. Su cuerpo es rígido, tenso, y la respiración se le acelera. —Suéltala —repite el rubio, pero esta vez su voz tiembla apenas. Él también lo sabe. Esto no va a terminar bien. Puedo oler su miedo. Por más que intente mostrarse firme, su voz lo delata. Él me teme. Ya me vio matar a sus compañeros, y esa imagen lo ha marcado. La primera lección que nos dio el amo fue aprender a controlar nuestras emociones. El animal de caza puede oler el miedo en su presa, con solo mirarla sabe cuánto le teme. El depredador se alimenta de ese miedo, lo disfruta, lo saborea. Lo impulsa a jugar con la mente de su víctima, a prolongar el sufrimiento antes del golpe final. Presiono un poco más el bisturí sobre el cuello de la mujer. Un pequeño hilo de sangre brota de su piel, cálido y espeso. El olor metálico de la sangre comienza a inundar mis sentidos, y todo a mi alrededor se apaga. El mundo se vuelve lejano, irrelevante. Mi mente grita una sola orden: matar. Todos son una amenaza.Las amenazas deben ser eliminadas. El rojo invade mi visión, una mancha que crece con cada segundo. Todo en mi interior comienza a vibrar, mi instinto de cazadora se activa, el pulso se acelera. Solo puedo pensar en la sangre.Goteo.Goteo.Goteo.Debo matar. Hace mucho tiempo que dejé de ser humana. Lo sé. Soy un animal salvaje, una máquina de matar. No hay compasión ni duda. Solo un objetivo: eliminar las amenazas. —¡Derríbenla! —es lo único que escucho entre el caos. Mi cuerpo se prepara para el siguiente movimiento, para acabar con los obstáculos que me separan de mi amo. Mi brazo se tensa, el bisturí listo para abrir más carne. Pero entonces, una voz irrumpe en la habitación, cortante, fría, cargada de autoridad. —El que la lastime... le vuelo la cabeza. Todo se detiene.
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR