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Jefe por error, ex por desgracia

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Descripción

Eliana solo quería una oportunidad. Un trabajo decente, un poco de suerte... y dejar atrás a ese maldito pasado que siempre vuelve. Pero lo que empieza como un lunes empapado, con la camisa blanca pegada al cuerpo y la dignidad en el piso luego de enseñar sus pezones, termina con un café escupido en la cara de su nuevo jefe: Dominic Wexley, el idiota más insoportable y atractivo de su adolescencia.

Ahora, Eliana es su nueva asistente. Él no la reconoce al principio. Peor para él.

Porque Eliana no está allí por casualidad. Tiene un plan. Y un cómplice. Y una deuda que solo se paga con sangre o con justicia. El problema es que, cuanto más tiempo pasa cerca de Dominic, más borrosas se vuelven las líneas entre venganza, deseo y ese pasado que aún arde.

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El misterioso jefe
ELIANA ¡Y justo tenía que llover! ¡Justo hoy! —¡QUE SUERTE MAS DESGRACIADA LA MIA!—espeté mientras alzaba la mirada, empapada, maldiciendo una y otra vez. Y como si no fuera suficiente, volteo y ahí está una señora toda arrugada, mirándome con cara de que no se la cree. —¿Te pasa algo, hija? —me pregunta. —¡Sí! ¡Tú! —le dije. Ya sé que no se le habla así a una viejita, pero llevaba como diez minutos tarde para una entrevista, la lluvia me tenía hecha una sopa y, por si fuera poco, traía puesta una camisa blanca. ¡Blanca! —¡Las juventudes están perdidas! ¡Grosera! —refunfuñó mientras se daba la vuelta… y claro, ella sí, bien tranquilita, con su paraguas. Y yo, pues ahí, de pie como idiota en la parada del bus, empapada hasta los calzones, con mi chaqueta gris chorreando y los pantalones pegados al cuerpo. Menos mal que traía chaqueta, si no ya estaría modelando pezones sin querer. Me la ajusté más al cuerpo, abracé mi bolso y me lancé al borde de la calle a gritarle como loca a un taxi que venía. No sé si les di miedo o qué, pero todos se me quedaron viendo con cara de “esta está loca”. Hasta un bebé empezó a llorar y su mamá me mentó la madre. Pero el taxi frenó justo frente a mí y nadie más se atrevió a acercarse. —¡Wexley Inc. y dale a fondo, que voy tarde! —grité apenas abrí la puerta. Si tú también tuvieras cinco entrevistas fallidas en una semana, ya estarías igual o peor que yo. Así que sin juicios. El conductor, bueno, conductora, arrancó y me aventé un golpe contra la ventana antes de ponerme el cinturón. Me salió un grito de dolor sin querer. —Eso te pasa por acelerada, reina —me dijo. ¿Reina? —¿Eres mujer? —pregunté sobándome la frente. —¿La voz no te bastó? ¿Quieres que te enseñe las tetas o qué? —me respondió con burla, y yo no pude evitar soltar la carcajada. —¡Ya me caíste bien! —le dije, pasándome la mano por el pelo mojado, intentando no parecer una rata mojada. La miré por el retrovisor. Tenía cara de muñeca, ojazos azules, pelirroja, flaquita. —¿Vas tarde al trabajo? —preguntó sin quitar la vista del camino. —Tengo entrevista. Y como siempre, se me olvidó mirar el clima —respondí sin ganas. Se soltó riendo como si le contara el mejor chiste del día. —Soy Celeste, por cierto. ¿Y tú? —Eliana. —En ese momento el taxi frenó frente al edificio de Wexley. Me bajé rápido, saqué mi cartera. —¿Cuánto es? —Diez. Pero quédate con mi tarjeta. Y un consejo: deja de pensar que no vas a conseguir el trabajo. Porque si te lo crees, no te lo van a dar. Y si ese jefe te pone a trabajar horas extra, ya sabes, llámame. Me extendió la tarjeta y antes de que pudiera decirle algo más, ya se había ido. —Bueno, ni modo. —Me encogí de hombros y me lancé corriendo al edificio, escapando de la tormenta. Pero claro, los dioses no habían terminado conmigo: el elevador estaba hasta la pata de gente. Tardó diez minutos en ir, subir, bajar y volver a subir. ¡Doce pisos, no me digas! Cuando al fin se abrieron las puertas en el octavo, salí hecha madre al mostrador de recepción. Ahí estaba una rubia toda formal, con falda entubada y blusita amarilla pastel, hablando por teléfono. Esperé a que terminara. —¿En qué te ayudo? —preguntó sin mucha emoción. —Hola. Soy Eliana Ravens. Vengo por la entrevista. —¿No crees que llegaste un poquito tarde? —dijo alzando una ceja con esa sonrisita. —Sí… pero tenía un asunto urgente que atender —contesté, bien seria. Me escaneó de pies a cabeza y soltó una risa apenas disimulada. —Ya veo. Espera aquí. Volvió a tomar el teléfono, y yo aproveché para mirar alrededor, empapada, nerviosa y con la sensación de que este día todavía no había terminado de empeorar. Apenas entré, lo primero que vi fue una alfombra roja de esas que uno esperaría en una gala, no en una entrevista. Había plantas de verdad, no de plástico barato. Todo olía a dinero. Las paredes iban de gris a blanco, todo pulcro, con puertas de madera oscura alineadas a lo largo del pasillo. No tengo ni idea de qué madera era, a mí no me hablen de materiales finos. Apenas distingo entre algodón y lino, ¿me explico? A un lado, en una esquinita, había una fila de asientos. Y ahí estaban sentadas dos mujeres que, por cómo se veían, no parecía que vinieran a buscar trabajo de asistente personal, sino que estaban listas para modelar en alguna pasarela o salir en una revista de moda. La primera: rubia de catálogo, con un corte pixie todo estilizado. Llevaba una falda lápiz rosa tan corta que si se agachaba, enseñaba hasta el... Encima, traía puesta una camisa blanca tan transparente que no necesitaba lluvia para mostrar lo que llevaba debajo. Y sí, era un brasier rosa. La otra era más sobria, pero igual de impresionante. Falda gris, un poquito más decente en cuanto a largo, un top n***o debajo de una chaqueta gris, y una melena negra brillante. Ojos verdes como esmeraldas, rostro de portada, piel perfecta. ¿Qué hacían estas mujeres buscando un puesto de asistente? Fácil podrían estar cobrando por caminar en tacones o posar en lencería. Yo solo quería esconderme. En eso, la rubia de la recepción, Isadora, según el cartelito dorado en su escritorio, colgó el teléfono y me miró. —Vas a tener que esperar. Llegaste tarde, así que vas después de ellas —dijo sin asomo de culpa. —Gracias —le contesté, dándome media vuelta para alejarme un poco de ese par de diosas. Mujeres como ellas siempre miran a las demás como si fuéramos competencia directa. Aunque seas la más normal del mundo, como yo: cabello castaño miel sin gracia, ojos cafés que no destacan, y un título sacado a puro sudor en una universidad comunitaria con beca incluida. No traigo glamour, traigo ganas. Pero eso aquí no parece valer de mucho. Mientras me quedaba parada, el aire acondicionado me empezó a calar los huesos. Entre la lluvia y la espera, ya estaba tiritando como perrito mojado. No sé si Isadora me notó temblando, o si le di lástima, pero le hizo una seña a un guardia y al ratito me llegó un vasito de café caliente. No del de máquina. Este sabía bien, como recién hecho. —G-gracias —alcancé a decir mientras mis labios seguían medio entumidos, y ella apenas me sonrió antes de volver a lo suyo, tecleando como si nada. Tenía un montón de carpetas apiladas a un lado de su escritorio, y en cuanto salió una de las chicas anteriores de la oficina, ella entró con esa montaña de papeles como si fuera la secretaria de un político en campaña. Tardó media hora en salir. Yo me quedé ahí, echando raíces, tomando café como adicta. Me eché cinco tazas. Ni idea si eso es legal en entrevistas, pero ya me daba igual. Después de casi dos horas, la última candidata salió de la oficina con cara de haber sido atropellada por un camión. Dio un portazo que me hizo brincar, y pensé: si ni a esas dos hermosas las contrataron… ¿qué hago yo aquí? —Sigues tú —dijo Isadora en tono neutro. Me levanté. El corazón me latía como tambor de guerra. No sé si era el café o los nervios. Tal vez ambas. Pero en ese momento, mientras ponía mi mano en el picaporte de esa puerta, me sentí la persona más fuera de lugar del mundo. Wexley Inc. era una megaempresa textil. Y yo, Eliana, era la definición ambulante de “normalita con suerte”. Me paré, apretando mi café con una mano como si me aferrara a la última fuente de calor que me quedaba, y con la otra agarré mi portafolio. Respiré hondo y traté de caminar con dignidad hacia esa puerta que se sentía como la entrada al matadero. Entré… y todo lo que quedaba de mi confianza se fue directo al carajo. Si afuera el frío del aire acondicionado ya me estaba congelando los ovarios, aquí adentro parecía que estaban almacenando c*******s. Esta cosa era un congelador con ventanas. Seguro los pingüinos vendrían a vacacionar aquí. No era una simple oficina: era una sala de juntas gigante, con una mesa larga que parecía hecha para reuniones de Illuminatis, y una pared completa de vidrio que daba a la ciudad. En la cabecera de la mesa, de espaldas a mí, estaba sentado el que asumí que era el famoso Señor Wexley, mirando por la ventana. —Pasa y siéntate. No pierdas más tiempo mirando como si nunca hubieras visto una oficina —dijo una voz grave, masculina, sin siquiera voltear. ¡Qué cabrón más agradable! Tuve que tragarme la respuesta sarcástica que se me subió a la lengua. Mi ceño se frunció, sí, pero me callé. Lo necesitaba más de lo que él me necesitaba a mí. Así que me acerqué, y sin tener ninguna indicación específica, me senté justo a su lado. —¿Y por qué elegiste esa silla? —preguntó otra vez, sin emoción. Esa voz… había algo en ella que me hacía ruido. Como un déjà vu, pero con voz. Pensé rápido y respondí sin dudar: —Bueno, si voy a ser su asistente personal, lo lógico es que esté cerca, ¿no? Para cuando necesite algo, para tomar notas o tenerle datos a la mano —dije, con mi voz más profesional. —Señor —agregué, solo para que sonara más bonito. —¿Y qué te hace pensar que tú te vas a quedar con el puesto? —Porque creo en mí. Si viniera pensando que no tengo oportunidad, ya habría perdido desde el principio —dije, citando mentalmente a Celeste. Gracias, reina. —Ajá... —murmuró mientras, sin que lo viera directamente, empezaba a teclear algo. Seguro traía una laptop en el regazo. —Aquí dice que saliste de un centro técnico. Yo he entrevistado a gente de Harvard para este mismo puesto. ¿Qué te hace especial? Harvard. ¿De verdad? ¿Para ser asistente personal? Yo sabía que este tipo era de esos millonarios que salían en portadas de revistas con el título “El soltero más codiciado” como si fuera un trofeo. Pero no pensé que se lo tomara tan a pecho. —Pues... ¿no le parece que si alguien se mata estudiando en Harvard, buscar un trabajo de asistente es... no sé... como matar moscas con lanzallamas? —respondí con una media sonrisa. —¿Perdón? ¡RAYOS! Mi boca, siempre metiéndome en líos. Yo y mi falta de filtro, otra vez. Me llevé la taza a los labios para dar un sorbo y no soltar una idiotez más. Necesitaba calmarme, porque claramente acababa de arruinar cualquier mínima oportunidad de quedarme con el empleo. Pero lo que no vi venir fue lo siguiente. El tipo se giró para mirarme, así, de golpe. Y cuando le vi la cara, mis ojos casi se me salen del cráneo. —¡¿QUÉ?! —grité sin pensar, justo al mismo tiempo que él gritaba: —¡¿QUÉ MIERDA?! Y fue ahí, en ese exacto momento de impacto emocional y shock mental, que el trago de café que tenía en la boca salió disparado como un aspersor. Directo a su traje. Y a su cara. Silencio absoluto. Yo tragando saliva. Él con café en la cara.

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