Prólogo: El Rugido de la Sombra
La luna llena se clavaba en la piel de Elara Vargas como un cuchillo andino, fría y traicionera, mientras corría por la puna brumosa, el corazón latiéndole como un bombo en una fiesta de San Juan.
—¡No jodas, no esta noche! —masculló entre dientes, su voz cusqueña ronca por el pánico, el sudor pegándole el pelo n***o a la frente.
La maldición ardía en su pecho, ese tatuaje lunar que la bruja le había grabado diez años atrás, cuando su manada se tiñó de rojo en una emboscada que olía a traición y plata codiciosa. Su viejo, el Alfa Ramiro, cayendo con un aullido que aún le retumbaba en los sueños:
—¡Corre, mi luna, corre!
Y ella corrió, dejando atrás cuerpos destrozados y un juramento de venganza que la bestia dentro de ella lamía como miel envenenada.
Ahora, los cazadores la pisaban el talón: cuatro cholos armados con rifles oxidados y ojos de avaro, merodeando las vetas místicas que daban poder a los lobos como ella. Un disparo silbó cerca, astillando un ceibo centenario. Elara tropezó, el barro chupándole las botas, y la transformación la golpeó como un rayo: huesos crujiendo, uñas alargándose en garras, el hambre rugiendo en su garganta.
—¡Maldita seas, luna perra! —gruñó, medio humana, medio sombra, lanzándose al primero con un zarpazo que le abrió el cuello como una sandía madura.
Sangre caliente salpicó su cara, y por un segundo, el sabor la mareó, no de asco, sino de un placer oscuro que le robaba el alma.
Pero eran demasiados. El segundo la acorraló contra un risco, rifle alzado, riendo con acento limeño:
—¡La bruja del bosque! Te vamos a colgar de las bolas en Cusco.
Elara aulló, el sonido ecoando como un lamento quechua, y saltó: pelaje n***o desplegándose, colmillos brillando plateados. Lo derribó, pero una bala le rozó el flanco, fuego puro que la hizo rodar cuesta abajo, el mundo un remolino de niebla y dolor.
Chocó contra una barrera invisible: el yermo de los Silverfang. El aire se cargó de aullidos coordinados, un coro feroz que le erizó el pelaje.
—No, carajo, no aquí —pensó, sabiendo las historias.
Kai Blackwood, el Alfa de hierro, un hijo de puta que destripaba intrusos sin pestañear, viudo de una traidora que le dejó el corazón hecho trizas.
Demasiado tarde. De la bruma surgió él: alto como un dios aimara, chaqueta de cuero raída sobre músculos tensos, ojos ámbar que la taladraron como flechas. No miedo en ellos, sino algo peor: hambre. Reconocimiento.
—¿Qué mierda eres? —rugió Kai, su voz un trueno grave que vibró en las venas de Elara, despertando un tirón en su pecho, como si la luna les hubiera atado un lazo invisible.
Extendió la mano, no para matar, sino para atrapar; pino y tormenta en su olor, cicatrices serpenteando por su cuello moreno.
Elara retrocedió, garras listas, sangre goteando.
—Nadie, Alfa. Solo una sombra que la luna escupió.
Pero el vínculo latió, un pulso ardiente que le robó el aliento, susurrando profecías prohibidas: Hierro y sombra se funden en caos, o en llamas que queman el mundo.
Los cazadores irrumpieron, balas cortando la noche, pero Kai se transformó en un instante: lobo gris imponente, un torbellino de plata y furia. Cargó, y Elara, hipnotizada, se unió; garras sincronizadas en una danza mortal que gritaba mía.
El último humano cayó gorgoteando, y el silencio se impuso como una losa, roto solo por jadeos compartidos.
Kai volvió humano, jadeante, y la miró fijo, el lazo tirando como cadenas.
—Has cruzado mi línea, sombra. ¿Traes salvación... o la plaga que devora manadas?
Elara sonrió, lobuna y letal, el flanco ardiendo, el destino mordiéndole los talones.
—Pruébalo, cabrón. La luna ya decidió.
Y en ese instante, con la profecía rugiendo en sus cabezas y la sangre tiñendo la niebla, supieron que el infierno romántico acababa de empezar: traiciones acechando, pasiones aullando y un secreto de sangre que podía romperlos antes de unirlos. ¿Sobrevivirían al primer beso... o al primer mordisco?