Es de noche cuando aterrizamos. Guío a Nora, que está adormilada, fuera del avión y nos metemos en el coche para irnos a casa.
A casa. Es raro pensar en este sitio otra vez como mi casa. Era mi casa cuando era un niño y la odiaba. Lo odiaba todo, desde el calor húmedo hasta el olor acre de la vegetación de la jungla. Sin embargo, ahora que he crecido, me siento atraído por lugares como este, sitios tropicales que me recuerdan a la jungla en que me crie.
Tuvo que venir Nora para darme cuenta de que no odiaba la finca, de que este lugar nunca había sido la causa de mi odio, sino la persona a la que pertenecía: mi padre.
Nora se acurruca cerca de mí en el asiento trasero, interrumpiendo mis cavilaciones, y bosteza con delicadeza sobre mi hombro. El sonido recuerda tanto a un gato que me río y le paso el brazo derecho alrededor de la cintura para atraerla más hacia mí.
—¿Tienes sueño?
—Mmm-mmm. —Frota la cara contra mi cuello—. Hueles bien —murmura.
Y solo con eso, se me pone dura como reacción a sentir sus labios rozarme la piel.
Mierda. Dejo escapar un suspiro frustrado cuando el coche se para delante de la casa. Ana y Rosa están de pie en el porche de la entrada, preparadas para saludarnos, y me noto la polla a punto de explotar. Me hago a un lado, intentando apartar a Nora de mí para que se me baje la erección. Me roza con el codo en las costillas y me tenso por el dolor. En ese momento maldigo mentalmente a Majid con todas mis fuerzas.
No veo la hora de curarme, j***r. Incluso el sexo de hoy ha sido doloroso, sobre todo en el momento final en que he acelerado el ritmo. No es que disminuyera mucho el placer, ya que estoy seguro de que podría follarme a Nora en el lecho de muerte y seguiría disfrutándolo, pero me fastidia. Me gusta el dolor mientras follo, pero solo cuando soy yo quien lo provoco.
El lado bueno es que ya no se me nota tanto la erección.
—Ya estamos aquí —le digo a Nora mientras se frota los ojos y bosteza de nuevo—. Te llevaría hasta el umbral, pero me temo que esta vez no seré capaz.
Parpadea y me mira confundida por un instante, pero luego una enorme sonrisa le ilumina la cara. Ella también se acuerda.
—Ya no soy una recién casada —dice soltando una risita—. Estás libre de culpa.
Le sonrío con una alegría inusual que me llena el pecho y abro la puerta del coche.
En cuanto salimos, las dos mujeres nos avasallan, llorando. O, mejor dicho, avasallan a Nora. Observo asombrado cómo Ana y Rosa la abrazan, riendo y sollozando a la vez. Una vez que han terminado con Nora, se giran hacia mí y Ana solloza con más fuerza al echar un vistazo a mi cara vendada.
—Ay, mijo… —dice en español, como hace a veces cuando está preocupada, y Nora y Rosa intentan tranquilizarla diciendo que me recuperaré, que lo importante es que estoy vivo.
La preocupación del ama de llaves es conmovedora y desconcertante. Siempre he tenido la vaga impresión de que esta anciana se interesaba por mí, pero no me había percatado de que sus sentimientos fueran tan fuertes. Desde que tengo memoria, Ana ha sido una presencia cálida y reconfortante en la finca (alguien que me daba de comer, que limpiaba lo que ensuciaba y que me curaba los arañazos y los moratones). Sin embargo, nunca he dejado que se acercara mucho y, por primera vez, siento una punzada de arrepentimiento por eso. Ni ella ni Rosa, la criada amiga de Nora, intentan abrazarme como han hecho con mi esposa. Creen que no me lo tomaría bien y es probable que estén en lo cierto.
Solo quiero afecto, bueno, ansío afecto, de Nora y esto es reciente.
Cuando las tres mujeres han acabado con la emotiva reunión, nos dirigimos al interior de la casa. A pesar de la hora tardía, Nora y yo tenemos hambre y devoramos la comida que Ana nos ha preparado en tiempo récord. Luego, saciados y exhaustos, subimos a nuestra habitación.
Una ducha rápida y un polvo igual de rápido y me quedo dormido con la cabeza de Nora apoyada sobre el brazo que no tengo herido.
Estoy preparado para volver a nuestra vida normal.