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Nora
—Julian, ¿podemos hablar?
Entro en el despacho de mi marido y me acerco a su escritorio. Alza la vista a modo de saludo y me quedo maravillada una vez más por lo muchísimo que ha avanzado su proceso de recuperación durante las últimas seis semanas.
Ya le han quitado la escayola y los vendajes. La verdad es que Julian había afrontado su curación de la misma forma en que suele acometer cualquier otra ambición: con una obstinación implacable y una gran convicción. En cuanto el doctor Goldberg dio el visto bueno para quitarse la escayola, le faltó tiempo para ir a rehabilitación. Se había pasado los días ejercitándose durante horas para restablecer la movilidad y el funcionamiento del lado izquierdo del cuerpo. Sus cicatrices se notan cada vez menos, por lo que hay días en los que casi olvido que estuvo gravemente herido y que pasó por un infierno del que había salido relativamente ileso.
Incluso su implante ocular ya no me choca tanto como antes. Nuestra estancia en la clínica de Suiza y todas las operaciones le habían costado millones —había visto la factura en su bandeja de entrada—, pero los médicos habían hecho un trabajo fenomenal con su rostro. El implante encaja a la perfección con el ojo auténtico de Julian, tanto que cuando me sostiene la mirada resulta casi imposible ver que es un ojo de pega. No tengo ni idea de cómo se las han apañado para conseguir esa tonalidad exacta de azul, pero el caso es que lo han hecho; han imitado cada estría y cada variación natural del color. La pupila falsa incluso se encoge bajo la luz intensa y se dilata cuando Julian se entusiasma o se excita, gracias a un dispositivo de biorretroalimentación que lleva en la muñeca. Como si fuese un reloj de pulsera, le mide el pulso y la conductividad de la piel y manda la información directa al implante, permitiendo que produzca una respuesta lo más natural posible. Lo único que el implante no hace es reproducir el movimiento ocular normal… ni permitir que Julian vea con ese ojo.
—Esa parte, la conexión con el cerebro, tardará unos años más en desarrollarse —me había comentado Julian hacía un par de semanas—. Están investigándolo actualmente en un laboratorio de Israel.
Sí, el implante es increíblemente realista. Julian está aprendiendo a hacer que no parezca tan extraño que solo pueda mover un ojo girando la cabeza por completo para enfocar la mirada de frente, como está haciendo conmigo ahora mismo.
—¿Qué pasa, mi gatita? —pregunta, esbozando una sonrisa. Sus atractivos labios están curados del todo y las pálidas cicatrices que surcan su mejilla izquierda le dan un toque peligroso y atrayente. Es como si una pizca de su oscuridad interna se reflejara en su rostro; algo que, en lugar de echarme para atrás, me atrae aún más hacia él.
Quizá sea porque en este mismo instante siento la necesidad de esa oscuridad. Al fin y al cabo, es lo único que logra mantenerme en mis cabales.
—Don Bernard me ha contado que tiene un amigo que estaría interesado en exponer mis cuadros —explico, intentado hacer como si estuviera acostumbrada a que me diesen esas noticias todos los días profesores de arte de renombre mundial—. Al parecer es el dueño de una galería de arte en París.
Julian arquea las cejas.
—¿En serio?
Asiento, sin apenas poder contener mi entusiasmo.
—¡Sí! ¿Te lo puedes creer? Don Bernard le envió fotos de mis últimos trabajos y el propietario de la galería dijo que eran exactamente lo que había estado buscando.
—Es maravilloso, cariño. —La sonrisa de Julian se ensancha y él se acerca para tirar de mí hasta sentarme en su regazo—. Estoy muy orgulloso de ti.
—Gracias.
Tengo ganas de ponerme a saltar, pero me conformo con rodearle el cuello con los brazos y plantarle un beso ilusionado en la boca. Naturalmente, en cuanto nos rozamos los labios, Julian coge las riendas del beso, convirtiendo mi gesto espontáneo de gratitud en un asalto prolongado y sensual que me deja aturdida y sin aliento.
Cuando finalmente puedo volver a coger aire, tardo un segundo en recordar cómo he acabado en su regazo.
—Estoy muy orgulloso de ti —repite Julian con suavidad mientras me mira. Noto el bulto de su erección, pero no da un paso más allá. En su lugar, me dedica una cálida sonrisa y añade—: Voy a tener que agradecer a don Bernard que hiciera esas fotos. Si el dueño de la galería acaba exhibiendo tu trabajo, puede que hagamos una escapada a París.
—¿De verdad?
Lo miro boquiabierta. Es la primera vez que Julian insinúa la posibilidad de salir de la finca. ¿Escaparnos a París? Apenas puedo creer lo que estoy oyendo.
Él asiente, sin dejar de sonreír.
—Sí. Al-Quadar ya no es una amenaza. Al menos, no más de lo que lo ha sido siempre, así que no veo por qué no podemos visitar París dentro de poco. Sobre todo, si hay una razón de peso para hacerlo.
Esbozo una amplia sonrisa, intentando no pensar en cómo Al-Quadar ha dejado de ser una amenaza. Julian no me ha dado muchos detalles sobre la operación, pero lo poco que sé es suficiente. Cuando el equipo de rescate que vino a por nosotros irrumpió en el solar en obras de Tayikistán, descubrieron una increíble cantidad de información valiosa. Después de volver a la finca, acabaron con todas las personas que habían tenido algún tipo de conexión —por remota que fuese— con la organización terrorista. Algunas murieron rápidamente, mientras que otras sufrieron una agonía lenta y dolorosa. No sé cuántas muertes se han producido en las últimas semanas, pero no me sorprendería que el número de c*******s alcanzara las tres cifras.
El hombre que me tiene entre sus brazos ahora mismo es el responsable de lo que se suele calificar como una masacre. Y aun así sigo queriéndolo con todo mi corazón.
—Sería fantástico viajar a París —digo y aparto de mi mente todo lo relacionado con Al-Quadar. En su lugar, me concentro en la posibilidad alucinante de que mis cuadros puedan acabar expuestos en una galería de arte de verdad. Mis cuadros… Me resulta tan difícil de creer que no puedo evitar hacer una pregunta a Julian con voz cautelosa—: No le habrás dicho tú a don Bernard que hiciera esto, ¿no? ¿Ni habrás sobornado a su amigo?
Desde que Julian había aprovechado su tirón financiero para colarme en el selectísimo programa online de la Universidad de Stanford, no me extrañaría en absoluto que todo esto fuese cosa suya.
—No, cariño —responde Julian, sonriendo aún más—. Te prometo que no he tenido nada que ver. Tu talento es auténtico y tu profesor lo sabe.
No me cuesta creerlo, aunque solo sea porque don Bernard lleva semanas encantado con mis cuadros. La oscuridad y la complejidad que advirtió en mi arte desde el principio se manifiesta ahora de una forma incluso más evidente. Pintar me ha ayudado a lidiar con las pesadillas y los ataques de pánico. El dolor s****l también, pero eso ya es otro tema.
Como no quiero dejarme llevar por ese estado psicológico de mierda, salto del regazo de Julian.
—Voy a contárselo a mis padres —le digo alegremente al dirigirme a la puerta—. Les hará mucha ilusión.
—Estoy seguro de que sí. —Me regala una última sonrisa antes de volver a concentrarse en la pantalla del ordenador.