Fóllame como nunca
ELENA
Otra vez esa voz chillona. Apenas sonó por los altavoces, sentí un escalofrío atravesarme de pies a cabeza.
—Señorita Duarte.
No me sorprendió, pero igual solté un suspiro. Clara, con ese tono tembloroso que usa cuando está nerviosa, dijo enseguida:
—Ay no… seguro otra vez te va a regañar.
Lucía no tardó en agregar lo suyo, con los brazos cruzados y la típica mirada crítica:
—¿Otra vez entregaste mal un informe? Siempre te llama solo para echarte la culpa.
Me limité a devolverles una mueca medio cansada antes de levantarme.
—¿Y cuándo no?— solté con sarcasmo. —Un paso en falso y ya me están citando a la oficina.
Clara soltó una risa nerviosa.
—Qué desperdicio… tan atractivo y con ese carácter de porquería.
—Señorita Duarte —repitió él, esta vez más impaciente, casi irritado.
Me puse en pie de inmediato, recogiendo apenas lo esencial. No era buena idea hacerlo esperar.
Damian era todo lo que me intimidaba: perfeccionista, impaciente, controlador. Y aun así…
—¡Corre!— gritaban mis compañeras, empujándome entre risas nerviosas.
No pude evitar sonreír. Siempre hacían lo mismo cuando me llamaban, como si fuera un drama diario de oficina.
Recorrí el pasillo sin apurarme, sintiendo todas esas miradas de lástima que me acompañaban siempre que me dirigía a su despacho. El gran jefe. El hombre que podía romperte con una sola palabra. Entrar ahí era como caminar directo hacia las fauces de un león.
Respiré profundo. Toqué la puerta tres veces y la empujé con suavidad. Apenas entré, lo vi sentado, girando en su silla, con esa mirada fulminante que sabía exactamente cómo incomodar.
Y entonces explotó:
—¿Qué rayos es esto? ¡Este informe es una mierda!
No me inmuté. Solo puse los ojos en blanco mientras cerraba la puerta detrás de mí.
El cambio fue inmediato. Su cara se suavizó y se volvió casi... cálida. Crucé los brazos y lo miré de frente.
—¿Y ahora qué te pasa, Damian?
Se levantó con esa forma suya de acercarse, lento, seguro, como un animal acechando. En segundos ya tenía sus brazos rodeando mi cintura, y su cara hundida en mi cuello.
—Te extrañé— murmuró, su voz ronca acariciándome el oído.
Respiré hondo. Ese hombre era adictivo y pegajoso.
—Recordatorio, señor jefe sexy con hielo en las venas: usted me llama a diario para lo mismo.
Se rió, con esa voz grave que me ponía la piel de gallina.
—No puedo evitarlo. Te deseo.
Su mano subió por mi muslo, deslizándose por debajo de mi falda ajustada. Sentí cómo me estremecía desde dentro. Mi cuerpo le respondía sin que yo pudiera hacer nada. Me mordí el labio.
Él sabía perfectamente cómo tocarme, cómo encenderme sin previo aviso.
Empezó a besarme el cuello, lento, jugando con mi piel. Lamía el borde de mi mandíbula, haciéndome gemir suavemente su nombre.
—Damian…
Y entonces su mano me tocó justo ahí, sobre mi ropa interior ya empapada. Sus dedos encontraron mi clítoris y empezaron a moverse con esa precisión que me dejaba sin aliento. Cada roce me sacudía desde el centro, cada caricia me quemaba por dentro.
—Estás tan mojada… y tan rápido— murmuró, justo antes de besarme con fuerza.
Respondí de inmediato, rodeando su cuello, sintiendo cómo todo mi cuerpo se entregaba al momento.
No pude contener el gemido que escapó de mis labios. El beso se rompió de golpe en cuanto sentí esa nueva presión dentro de mí. La sensación era distinta, más intensa, más aguda. Me apartó la ropa interior con decisión, y su dedo se deslizó en mi interior, haciéndome estremecer.
Solté un jadeo que me hizo arquear el cuerpo, incapaz de quedarme quieta. Mis dedos se aferraron a su cabello, tirando de él mientras los gemidos salían sin freno de mi garganta. Entraba y salía de mí con el dedo, y yo no podía hacer nada más que rendirme al temblor que me sacudía. Mis piernas se abrieron solas, mi respiración era errática.
—Ah... joder... —gemí, sin poder controlar mi voz.
Él sonrió, satisfecho.
—Tus gemidos son mi debilidad, nena —susurró con esa voz rasposa, mientras me follaba con los dedos sin piedad.
Cada vez que me penetraba, otro quejido escapaba de mí. Mi cuerpo se movía por instinto, mis caderas siguiendo un ritmo que solo nosotros entendíamos. A cada movimiento más fuerte, más profundo, una oleada de calor me recorría. Me sentía como si su dedo hubiera sido parte de mí desde siempre. Estaba al borde, a punto de venirme, cuando de pronto lo sacó. Solté un grito de frustración.
—¡Damian! —chillé, agotada y furiosa. Me dolía la ausencia de su contacto.
Él solo me miró con esos ojos que me devoraban. Se inclinó hasta mi oído, y comenzó a lamerlo con lentitud, volviéndome loca otra vez.
—Tardaste cinco minutos en venir cuando te llamé —dijo sin dejar de provocarme.
Fruncí el ceño, desconcertada, mientras él se sentaba en su silla, desabrochándose el cinturón con una sonrisa que sabía exactamente lo que hacía.
—Si quieres correrte, vas a tener que montarme tú, preciosa —dijo burlándose, mientras bajaba la cremallera.
Se reclinó y me miró con descaro, mordiéndose el labio inferior. Negué con la cabeza, sin creer cómo habíamos llegado hasta ahí. Se suponía que todo esto había empezado por él.
Sentí su mirada sobre mí cuando me quité la ropa interior con calma. Me acerqué a él, deteniéndome justo antes de tocarlo. Vi cómo su cuerpo se tensaba, cómo sus ojos se oscurecían. Sonreí. Le bajé los boxers y sujeté su polla. Palpitaba en mi mano. Aún hoy me sorprendía lo grande que era… y pensar que alguna vez lo había tenido entero dentro.
Me monté encima y froté mi v****a contra su dureza. El gemido que soltó me arrancó una risa. Su rostro se contrajo de placer. Por fin sentía lo que él me había hecho pasar.
Entonces me agarró del trasero, haciéndome soltar un jadeo. Era demasiado sensible ahí.
—Déjame entrar —murmuró, con la voz áspera de deseo.
Negué, y lo besé despacio, sabiendo que lo estaba torturando. Seguí frotándome contra él, dejándole sentir lo mojada que estaba. Él gemía, se estremecía, hasta que su control se rompió.
—¡Mierda! ¡Vas a pagarme esto, perra! —gruñó, levantándome de golpe y bajándome sobre él con fuerza, clavándose dentro sin avisar.
Su polla me llenó de golpe y me hizo gritar. Mis manos se clavaron en su espalda. El dolor era placentero, punzante. Él palpitaba dentro de mí, y el calor se extendía por todo mi cuerpo.
Apenas podía respirar cuando volvió a tomarme del trasero, moviéndome hacia arriba y hacia abajo, haciéndome sentir cada roce por dentro.
—Sí… más profundo… —murmuraba sin parar mientras él me embestía más fuerte, más rápido. Sus manos recorrieron mi cuerpo con hambre, arrancándome la camiseta.
Me desabrochó el sujetador y gruñí cuando empezó a chuparme los pezones con fuerza.
Estaba ardiendo, completamente encendida por cada uno de sus movimientos. Cada caricia era como una chispa que me hacía temblar. El corazón me latía salvaje. No podía dejar de gemir.
Cuando el placer se volvió insoportable, le susurré al oído:
—Estoy cerca…
Me dejé caer sobre él con fuerza, frotando mis caderas contra sus testículos.
—Más rápido —ordenó, dándome una nalgada.