A la mañana siguiente, Katherine se levantó, se lavó la cara y se puso un sencillo vestido verde, dentro del cual encontró la ropa interior cuidadosamente doblada. Se calzó unas botas marrones, ató su cabello en una trenza y, antes de salir de la habitación, se colocó la capa. Todo lo hizo con movimientos precisos, aún cargados de la molestia de la noche anterior.
Daniel la esperaba en el pasillo. Katherine, todavía enfadada, pasó frente a él sin dirigirle la palabra, como si no existiera.
La reacción le causó gracia a Daniel, acostumbrado a provocar ese tipo de respuestas. Con su habitual ligereza, rompió el silencio:
—¿Aún sigues enfadada por lo de anoche? Fue solo una broma, no te enfades.
—Yo no le veo la gracia a tus bromas.
—Lo siento, prometo no volver a hacerlo. ¿Me perdonas?
Daniel la miró con expresión suplicante, exagerando un poco, como solía hacer cuando quería salirse con la suya. Katherine pensó que se veía tan guapo que estuvo a punto de perdonarlo, pero su orgullo se impuso. No estaba dispuesta a ceder tan fácilmente. Daniel era un idiota al que le gustaba burlarse de ella, aunque, en el fondo, sabía que no era mala persona. Sin familia, sin dinero y sin un lugar al cual regresar, él era lo único cercano a una compañía que tenía. Aun así, no iba a dárselo tan sencillo.
—Lo pensaré. Aún no sé si perdonarte.
Bajaron las escaleras y se sentaron en la barra. Daniel pidió el desayuno y encargó dos macutos con provisiones para el camino, hablando con la naturalidad de quien está acostumbrado a tomar decisiones prácticas sin dar demasiadas explicaciones.
Después de desayunar, preguntó si había una herrería en el pueblo. Al parecer, había una cerca de la posada. El posadero les entregó los macutos y ambos salieron en esa dirección.
—¿Qué necesitas de la herrería? —preguntó Katherine, intrigada.
—Yo nada, pero necesitamos algo para ti.
—¿Para mí?
Daniel había decidido hacía tiempo que Katherine no podía seguir dependiendo solo de él. Con lo imprudente que era, estaba convencido de que acabaría metiéndose en algún problema serio, y no siempre estaría allí para sacarla de él.
—Sí, para ti. Te enseñaré a usar la espada. Estamos lejos del palacio y no creo que nos encontremos con muchos soldados buscándonos, así que no tenemos que escondernos tanto. Además, tus heridas han mejorado; podrás empuñar una espada sin problemas.
Los caminos que tenían por delante serían más peligrosos. Había bandidos, y Daniel lo sabía bien. No podría protegerla todo el tiempo, por mucho que quisiera, así que enseñarle a defenderse era una necesidad más que un capricho.
Caminaron por una calle estrecha, flanqueada por casas amontonadas, hasta llegar a la herrería. Al entrar, vieron a un hombre de hombros anchos, piel morena y cabello castaño, que parecía rondar los treinta años. Trabajaba concentrado, martillando un trozo de metal al rojo vivo antes de devolverlo al fuego. Al escuchar la puerta, levantó la cabeza apenas un instante.
—En estos momentos estoy ocupado. Si queréis algo, tendréis que esperar.
Como no había otra herrería cerca, no tuvieron más opción que aguardar. Daniel asintió con paciencia.
—No te preocupes, esperaremos.
—Gracias. Podéis echar un vistazo; cuando termine, os atenderé.
Daniel recorrió el lugar con ojo crítico, observando las pocas espadas colgadas en la pared entre herramientas de cultivo. Sabía que en un sitio tan apartado no había mercado para las armas, por lo que no esperaba gran cosa. Aun así, probó varias, pasándolas de una mano a otra, atento al peso y al equilibrio. Ninguna le parecía adecuada para Katherine.
Cuando el herrero terminó su trabajo y se acercó, preguntó:
—¿Qué es lo que buscabais?
—Busco una espada para mi amiga.
—Como podéis ver, no tengo muchas. ¿Os interesa alguna?
Daniel volvió a examinarlas y negó con la cabeza.
—¿Estas son todas las espadas que tienes?
El herrero recordó entonces una que no tenía expuesta, demasiado cara para el pueblo.
—Tengo una más, pero no está a la vista. Es más cara que las demás y aquí no hay nadie a quien le interese ni que pueda pagarla. ¿Te gustaría verla?
Aquello despertó el interés de Daniel, aunque se mantuvo prudente.
—Sí, me gustaría verla.
El herrero regresó con un baúl del fondo del local. Dentro, la espada estaba cuidadosamente envuelta. Al desenvolverla, Daniel se quedó inmóvil.
Era una espada corta, con una funda negra finamente grabada. La tomó entre sus manos con respeto, la desenvainó y examinó la empuñadura, la hoja afilada, las letras grabadas en el metal. No tuvo dudas.
Era una espada Kiniry.
Resultaba imposible que aquel herrero la hubiera forjado.
—Es una espada excelente. ¿Tú la forjaste?
—No. Me la vendió un viajero hace un tiempo. Parecía desesperado por deshacerse de ella. Cuando la vi, me llamó la atención lo elaborada que era, así que se la compré.
Daniel no dudó.
—Me la llevaré.
—Es más cara que las demás. ¿Estás seguro?
—Sí. Es perfecta. ¿Qué precio tiene?
—Ocho monedas de plata.
Daniel se sorprendió. Sabía muy bien lo que aquella espada valía.
—¿Ocho monedas?
—Es una espada cara, por eso no la tenía expuesta. Si no puedes pagarla, puedes elegir otra.
Daniel aceptó sin dudar. Habría pagado más sin pestañear.
—Está bien. Me la llevaré, pero incluye también una ballesta por el mismo precio.
—De acuerdo.
Al salir de la tienda, Katherine frunció el ceño.
—Me parece que ese hombre te ha estafado.
Daniel sonrió apenas.
—He pagado un gran precio, pero lo vale.
—¿Tan valiosa es?
—Sí. No es fácil encontrar una espada como está. Son únicas. Llévala contigo en todo momento y no la pierdas.
Katherine tomó la espada con cuidado, recorriendo la funda y la empuñadura con los dedos. Aunque no sabía mucho de armas, comprendió que no era algo común.
—Tranquilo, cuidaré bien de ella.
—Eso espero.
Regresaron a la granja donde habían dejado el caballo y retomaron el viaje.
Cabalgaron hasta dejar el pueblo atrás y se detuvieron bajo un árbol, junto al camino, para comer.
—¿Es seguro parar tan cerca del camino? —preguntó Katherine.
—Sí. No nos buscarán tan lejos.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—No lo estoy —respondió Daniel con franqueza—, pero si nos escondemos cada vez que paramos, no llegaremos nunca. Además, cuanto más lejos estemos, mejor.
—¿Falta mucho para llegar?
—Depende de si no tenemos problemas. Unos cinco o seis días. Será mejor que sigamos; necesitamos un lugar donde pasar la noche. No hay pueblos cerca, así que acamparemos afuera.
Continuaron cabalgando hasta que la luz comenzó a escasear. Pasaron la noche junto a unas grandes rocas que los protegían del viento. Encendieron una fogata, cenaron y durmieron por turnos para mantener el fuego encendido, ya que en la zona había lobos y el fuego era lo único que los mantenía alejados. Por suerte, no tuvieron problemas esa noche. A la mañana siguiente, desayunaron y continuaron su camino.