Nicola
Desde la ventana de mi oficina, mis ojos seguían a mi mujer, que había salido hecha una psicópata de aquí hacía unos segundos.
Ella caminaba con pasos firmes y una postura tensa, con la imbécil de mi ex secretaria aferrada por el cabello como si fuera un perro al que arrastraban por la correa.
A cada tirón, la mujer lloriqueaba más fuerte, pero Valentina no aflojaba ni un milímetro. Si alguien en el puerto no se había dado cuenta de su furia, pronto lo haría.
—Madonna santa… —murmuré para mí mismo, cruzándome de brazos mientras seguía la escena desde la ventana.
La puerta de mi oficina se abrió de golpe, y Lorenzo entró casi corriendo.
—Nicola, tienes que ver esto —dijo con su respiración agitada.
—Ya lo estoy viendo —respondí, levantando una mano para callarlo —. Y escuchando.
—¿Escuchando? —preguntó confundido.
—Shhh. Mira y escucha —dije, señalando hacia afuera.
Lorenzo se acercó a la ventana, frunciendo el ceño.
—¿Está arrastrando a tu secretaria? —preguntó, mirando incrédulo.
—Así es —respondí, sin apartar los ojos de mi mujer.
—¿Y no vas a hacer nada?
Me giré lentamente hacia él, arqueando una ceja.
—¿Tú crees que soy un suicida?
Lorenzo parpadeó confundido.
—Es tu esposa.
—Exacto. Por eso no me meto —respondí, señalándola con un dedo para enfatizar mi punto—. Ella no necesita mi ayuda. Y si me atrevo a intervenir, lo más probable es que termine siendo su siguiente objetivo.
—No puede ser tan malo… —comenzó a decir, pero había dudas en su voz.
No pude evitar reírme, arqueando una ceja.
"¿No recuerda quien es mi esposa?"
—¿Quieres bajar tú a detenerla? —le interrumpí, acercándome a él con una sonrisa fría—. Adelante. Te espero aquí.
Lorenzo negó con la cabeza, levantando las manos en un gesto de rendición.
—No, gracias. Prefiero mantener mis bolas en su lugar.
—Sabio —murmuré, volviendo a mirar por la ventana.
Lorenzo abrió la boca para replicar, pero la voz de Valentina, cortante y fría, atravesó el cristal como un cuchillo. Ella había parado justo debajo de mi ventana, y si yo podía escucharla, él también.
—¿Qué dijiste? —preguntó con un tono bajo, que, tanto Lorenzo como yo, nos estremecimos.
—El señor Moretti y yo… —respondió la secretaria, con la voz temblorosa pero, para mi sorpresa, cargada de una convicción patética—. Hemos estado juntos durante años. Él me ama.
Mi consigliere y yo nos quedamos congelados. Luego, él dejó escapar un silbido bajo y murmuró:
—¡Ay, madre mía!… ¿Acaso esa mujer no tiene cerebro? Ni modo… ella se lo buscó.
—¡Maldita perra! —dije entre dientes, apretando los puños mientras la furia subía por mi pecho.
Valentina soltó una risa fría, una que conocía muy bien. No era una risa de humor. Era una gesto que anunciaba que alguien estaba a punto de morir.
—¿Muchos años? —repitió, con una calma que era mucho más aterradora que si hubiera gritado.
La mujer intentó retroceder, pero Valentina no la soltó. La obligó a mirarla directamente a los ojos, inclinándose hacia ella.
—Si yo fuera otra mujer —dijo entre dientes—. Me lo hubiera creído. Pero te recuerdo que, soy la señora Moretti. Mi marido no necesita ir por ahí metiéndose entre las piernas de nadie, porque conmigo tiene más que suficiente...
Fue entonces cuando levantó el brazo y el sonido del disparo cortó el aire.
Lorenzo y yo dimos un paso atrás al mismo tiempo. Desde la ventana vi cómo la mujer caía al suelo con un agujero en la cabeza. La sangre empezó a empapar todo a su alrededor.
—¿Por que le disparó tan rápido? —pregunté, dejando escapar un suspiro pesado.
Lorenzo me miró con incredulidad.
—¿Que esperabas?
—Que la tortura un poco y averiguara porque la muy zorra salió con esa estupidez —dije, mi voz, aunque calmada, escondía mi furia—. Llama al equipo de limpieza que dejen todo impecable.
Valentina levantó la cabeza y me miró directo a los ojos. La sonrisa que me dió, fue tan aterradora, que no sabía si esconderme o excitarme. Se giró hacia el edificio y comenzó a caminar de vuelta hacia mi oficina.
Lorenzo me miró, su expresión era una mezcla de miedo y diversión.
—¿Y ahora qué?
—Ahora espero.
—¿Esperas qué? —preguntó, inquieto.
—Que entre aquí, me grite todo lo que le venga a la cabeza y yo le diga que tiene toda la razón.
—¿Eso es todo? ¿No te va a golpear? —repitió, casi riendo.
—Eso es lo único que un hombre cuerdo puede hacer cuando la Pantera sale a jugar —respondí, dejando escapar una pequeña sonrisa—. Te recomiendo que escapes ahora que puedas, además... de seguro me golpeará como una bestia salvaje, mientras me coge para ver quién domina a quién.
—Estás completamente loco —dijo caminando hacia la puerta—. De verdad espero que sobrevivas a lo que está por venir.
—No te preocupes. —Sacudí una mano con un gesto despreocupado—. Sé cómo manejar a mi mujer.
Lorenzo soltó una carcajada seca mientras huía por la puerta.
Me pasé una mano por la mandíbula, pensando en lo que iba a suceder en los próximos minutos.
Valentina entraría aquí, me gritaría como si yo fuera el culpable… tal vez me golpearía en las pelotas…
"¡Mierda eso duele mucho!"
Luego encontraríamos la manera de resolver nuestras diferencias.
Pero esta vez…
Abrí el cajón superior de mi escritorio y saqué un par de esposas de metal.
Sabía que el primer impacto de Valentina sería puro fuego.
Pero también sabía algo más: el fuego necesitaba combustible, y yo sabía exactamente cómo alimentar el suyo hasta que ardiera de una manera muy diferente.
Crucé los brazos sobre el pecho y dejé que mi mirada se dirigiera de nuevo hacia la ventana. Estaría furiosa. Y, sin embargo, incluso en su furia, era imposible no admirarla.
Ella era mi tormenta, después de todo.
La puerta se abrió de un golpe, y me aseguré de mantener una expresión tranquila.
Valentina entró hecha una psicópata, con los ojos brillando de rabia y las manos a sus lados, aún sosteniendo el arma.
La cerró de un portazo, haciendo que los cuadros de las paredes temblaran.
—¿Quieres explicarme qué demonios fue eso, Nicola? —espetó, señalándome con un dedo como si estuviera a punto de condenarme.
—¿Eso? —respondí, fingiendo estar confundido mientras me acomodaba en mi silla—. ¿A qué te refieres exactamente, amore mio?
Su ceja se arqueó de inmediato, una señal inequívoca de que no estaba para juegos.
—¡A la maldita zorra de tu difunta secretaria! —espetó, dando un paso decidido hacia el escritorio, su voz vibrando con resentimiento mientras subía apenas un tono—. ¡La encontré tomándose fotos contigo, como si fuera tu amante!
Levanté una mano, intentando calmarla, pero no pude evitar que una sonrisa ligera cruzara mi rostro.
—Amore, por favor. Sabes que no pasó nada. Esa zorra estaba loca, pero no es como si yo…
—¿Crees que no lo sé? —me interrumpió, acercándose aún más al escritorio—. Pero ahí estaba ella, manoseándote como si fuera tu amante...
—¿Y qué puedo hacer yo? —bromeé, llevándome una mano al pecho con un gesto exagerado—. Si soy demasiado irresistible.
Su mirada se endureció. La forma en que apretó su mandíbula me indicó que estaba a nada de saltarme a la yugular.
—Irresistible —repitió, con un tono cargado de sarcasmo. Apoyó ambas manos en el escritorio—. Nicola, te juro que si sigues diciendo estupideces, voy a…
—¿Qué vas a hacer? —La interrumpí con un tono suave—. ¿Vas a dispararme? —dije, pero primero protegí mis bolas con disimulo.
Apretó sus labios y sus ojos ardieron con furia.
—¿Eso quieres?
—Depende... —me recosté en mi silla, dejando que mi sonrisa se hiciera más pronunciada—. ¿Serías tan amable de no apuntar a la cabeza? Sabes que a Vittoria le gusta mi cara —añadí, sin descuidar mis partes nobles.
Rodeó el escritorio y se detuvo justo frente a mí, sus ojos fijos en los míos.
—Eres un imbécil, Nicola.
—Tal vez —respondí, encogiéndome de hombros—. Pero soy tu imbécil.
Soltó un bufido, y se acercó más. Por un momento, pensé que realmente iba a matarme.
—¿Crees que esto es divertido?
Ese tono... solo ella podía hacerlo sonar amenazante y excitante al mismo tiempo.
—Solo un poco —admití—. ¿Tú no?
Con un movimiento rápido, me aferré a su cintura y tiré de ella para sentarla en mi regazo.
—Pero, ¿qué haces?
—Calmarte —respondí besando su cuello.
—¿Crees que esto va a hacer que me olvide de lo que ví?
—No. —seguí besándola, bajando una mano hasta su muslo—. Pero creo que es un buen comienzo...
Ella entreabrió las piernas, dejándome explorarla por encima de la ropa.
—Eres un idiota —murmuró, aunque su tono carecía de firmeza.
En un maldito descuido tomo mis pelotas y las apretó con fuerza.
—Amore no se te olvidé que la única que puede tocarte soy yo...
—Tú eres mi reina —respondí, mientras intentaba recuperar el aliento.
Poco a poco su agarre fue cediendo y aunque mis testículos estaban adoloridos, no me daría por vencido.
Metí mi mano en sus pantalones.
—¿Estamos en paz?
Ella negó con la cabeza, aunque vi cómo sus labios se curvaban apenas en una sonrisa.
—Ni siquiera cerca.
—Entonces tendré que esforzarme un poco más —dije, haciendo que mis dedos se hundieran en su interior.