Valentina
La sangre de la zorra se extendía lentamente por el suelo, formando un charco carmesí a su alrededor.
Levantar la vista hacia la ventana fue instintivo. Y ahí estaba Nicola. Observándome desde su oficina con Lorenzo a su lado. Sus rostros estaban tensos, y por un momento pensé que había visto decepción en los ojos de mi marido. ¿Decepción porque la maté demasiado rápido?
Me enderecé, apretando los dientes.
"Debí haberla dejado viva…" me recriminé en silencio, aunque sabía que no habría servido de mucho. Esa idiota ya había firmado su sentencia con su último aliento.
—Sé que nunca dejaste las armas —había gimoteado la zorra antes de que la bala atravesara su cráneo. Su sonrisa arrogante, incluso en su último segundo, fue suficiente para sellar su destino—. Gennaro está ansiando conocerte, Pantera.
Al principio había pensado que estaba loca, construyendo un romance imaginario con mi marido. Pero esas palabras… esas malditas palabras. Me habían dejado claro que había más en juego. Que ella simplemente era un peón desechable, una carnada para darme un mensaje.
Gennaro. Un nombre que ya conocía, aunque no tenía rostro para asociarlo.
Los rumores no habían demorado en llegar apenas terminó con la vida de los líderes de la Camorra, y en su lugar, este fantasma llamado Gennaro.
No se ocultaba del todo, al menos no su nombre. Pero encontrar algo más que eso había sido imposible. Ni Bianca, con todas sus habilidades tecnológicas, ni Renzo, con sus contactos en las calles, habían logrado descubrir su paradero.
Nicola siempre había sido meticuloso, obsesivo incluso, cuando se trataba de la seguridad. Cambiaba nuestras ubicaciones constantemente, movía los puntos de intercambio, renovaba las oficinas, investigaba hasta la última sombra de sus empleados. Entonces, ¿cómo demonios había llegado alguien como esta secretaria tan cerca de él?
Un fallo. Un maldito fallo que él había permitido, o sencillamente había un traidor más cerca de lo que esperábamos.
Giré mi muñeca para ver el reloj.
Gabriella ya debería haber devuelto el prisionero a la sala de torturas de Nicola. Bianca de seguro ya había llegado con la comida para nuestros maridos.
Eso me daba, ¿qué?, ¿veinte minutos? Tiempo más que suficiente para desquitar mi furia con mi esposito.
Subí sin perder tiempo a su oficina, llena de furia . Allí estaba Nicola Moretti, despreocupado, con esa maldita sonrisa que lograba desafiante, y al mismo tiempo, quebrar mis defensas.
Luego de una breve plática en la que intercambiamos unas cuantas palabras y dejé claro que él era mío.
Y aquí estaba yo ahora, cayendo ante sus encantos.
—Así que, supongo que harías cualquier cosa —jadeé, sintiendo el roce de sus labios en mi cuello, sus dedos embistiéndome con lentitud—, para que me calme...
Nicola levantó la cabeza, su sonrisa arrogante, esa que me hacía odiarlo y desearlo al mismo tiempo... Il Volpe estaba saliendo a jugar...
—Cualquier cosa, amore mio —respondió con su voz grave.
Sonreí, dejándolo que volviera a su trabajo con su mano y su boca. Mis manos se aferraron a su cabello, acercándolo más a mí.
Miré a un lado, y ví que mi marido había pensado en todo. Aunque tal vez nada saliera cómo él quería...
Me separé un poco de él.
—¿Qué estás pensando?
—Estoy pensando… —empecé a decir, dejando que mis dedos trazaran líneas lentas por el borde de su camisa abierta. —…que tal vez deberías dejar de intentar controlar todo, solo por un rato.
Alcancé las esposas con una mano mientras la otra permanecía en su pecho, manteniéndolo en su lugar.
—Valentina… —comenzó, su tono perdiendo parte de la seguridad que siempre llevaba consigo.
—Shhh. —Le llevé un dedo a los labios, deteniéndolo antes de que pudiera decir algo que arruinara el momento.
Lo ví tragar grueso, la duda en sus ojos, pero también el deseo que esto le despertaba.
—¿Confías en mí? —le pregunté.
Ladeé la cabeza, mirándolo con una sonrisa que no ocultaba para nada mis intenciones.
Él soltó una risita, aunque la tensión en su mandíbula era evidente.
—Eso depende. ¿Voy a salir completo de esto?
—Solo si te portas bien. —Incliné mi cabeza hacia él, rozando su mejilla con mis labios mientras susurraba. —¿Te portarás bien, Moretti?
Él asintió, mirándome a los ojos. La comisura de sus labios se levantó con una sonrisa sensual.
Con cuidado, tomé sus manos y las llevé detrás de su espalda. Nicola no ofreció resistencia, aunque su respiración se volvió un poco más lenta. No tuve consideración a la hora de apretar las esposas.
—¿Esto es necesario? —preguntó, su tono ligero, aunque su voz tenía un toque más grave.
Me incliné hacia él, dejando que mi nariz rozara la suya antes de hablar.
—¿No dijiste que harías cualquier cosa para que me calmara? —respondí, con una sonrisa.
—Si… —murmuró, aunque sus ojos me decían otra cosa—. Pero no era necesario apretar tanto.
—Demasiado tarde. —Pasé una mano por su cabello, enredando mis dedos en él mientras lo obligaba a mirarme directamente a los ojos. —Ahora, eres mío.
Me paré frente a él, sin apartar mis ojos de los suyos. Lentamente, comencé a sacarme la ropa, dejándola caer a un lado.
Me acerqué de nuevo a él, terminando de desabotonar su camisa, abriéndola para ver su perfecto torso. Me arrodillé entre sus piernas y lamí cada músculo, subiendo hasta su cuello.
La presión en sus pantalones se veía inaguantable.
"Esto es un castigo" me recordé, "por sus mentiras y errores..."
Desprendí su cinturón y sus pantalones, liberando su hinchado miembrø. Pero apenas lo toqué, sus caderas se agitaron ante el deseo.
—Vamos, amore —susurró con necesidad—. Trágalo todo... como te gusta...
Sonreí al ver lo urgido que estaba, ya podía sentir como cada fibra de su entrepierna clamaba por mi atención. Pero no caería tan fácil en su juego.
Me levanté con lentitud, pronunciando cada uno de mis movimientos. Giré su silla para que quedara frente al escritorio, dónde me senté con las piernas abiertas.
—¿Esto es lo que quieres? —dije pasando un dedo por mi entrada.
Él asintió, acercándose un poco más a mí.
Seguí jugando conmigo, deslizando mis dedos por mis jugos, masajeando mi clítøris mientras mis gemidos comenzaron a aumentar.
Nicola se acercó aún más, con la mandíbula tensa y su miembrø palpitando. Coloqué mis pies a ambos lados de su cabeza, buscando apoyo en sus hombros.
Él aprovechó el momento para besar mis piernas, acercándose cada vez más a mi centro.
Estaba tan excitada que no sabía si continuar con la tortura o dejar que me comiera el coño.
Metí dos dedos en mi interior, observando como eso lo volvía loco.
—¿Quieres un poco?
Levanté los dedos para ponerlos cerca de sus labios. Sin apartar su mirada de la mía, los lamió antes de meterlos en su boca y chuparlos.
—Ven aquí —gemí agarrando su cabeza y llevándola a mi centro.
Su lengua recorrió mi sexø antes de que su boca se cerrara sobre mi clítøris para succionarlo. Me devoró con ansias y una destreza que solo él podría tener sin usar sus manos.
Se levantó de la silla, sus labios subiendo por mi piel hasta mis pechos. Su mirada se encontró con la mía, segundos antes de apretar mi pezøn con sus dientes. Podía sentir su dureza contra mi entrada, y con un movimiento de mis caderas, sentí la cabeza encajar en mí.
Ambos dejamos escapar un gemido cuando se enterró por completo en mi interior. Se quedó así por unos segundos, jadeando sobre mi pecho.
—Te mueves... —jadeé aferrándome a su cuello—. O te mueres.
Nicola sonrió, pasando su lengua por mis labios antes de responder.
—No tienes que decirlo dos veces.
Comenzó a mover sus caderas, enderezándose para ver cómo entraba y salía de mí. Podía observar cómo su rostro se contraía, mientras se contenía...
—Más te vale que te corras... —lo amenacé.
Bajé una mano y estimulé mi clítøris mientras él seguía penetrándome con embestidas controladas.
—Amore... —dije en voz baja, pero con un tono cargado de amenaza
Sabía lo que quería evitar.
Y eso no iba a pasar.
—Amore enti...
—O me llenas la taza de leche hasta que se desborde... —volví a amenazarlo, mi voz entrecortada y mi cuerpo suplicando—. O buscaré a otro que lo haga.
Una pobre mentira. Una clara provocación.
Y sin embargo, él cayó redondito.
Inclinó su cuerpo sobre el mío, perdiendo el control de sus embestidas. La agresividad en sus movimientos pélvicos me llevó al límite, su voz, grave y cortante, me dejó sin aliento.
—Atrévete a repetir eso —gruñó en mi oído, su voz rasgada y peligrosa—, y serás la razón por la que cada hombre en Palermo caiga muerto.
Con una última estocada y un gemido animal que revertebró en mis huesos, llegó a su liberación, llenándome por completo e incluso derramándose.
—Buen chico...