Valentina
El sol del mediodía pegaba fuerte, reflejándose en el agua y en los barcos y botes que estaban por todos lados.
Había mucho movimiento, cosa que no esperaba. No era el mejor lugar para una conversación discreta, pero no teníamos otra opción.
Renzo me esperaba dónde siempre cuando teníamos que hablar.
Desde lejos parecía un arrogante, bueno, aunque en realidad si lo era; apoyado en un contenedor con los brazos cruzados sobre su pecho y cara de pocos amigos.
Aunque llevaba gafas de sol, estaban observando todo a su alrededor con una expresión imperturbable.
Tenía esa facilidad de mezclarse con el entorno, como si fuera una sombra más en cualquier lugar. No era coincidencia que su alias fuera Shadow.
Cuando me vio, levantó la mirada y se enderezó. Se quitó las gafas de sol con un movimiento pausado.
—¿No deberías estar preparando alguna sorpresa para tu maridito? —preguntó bromeándome, como siempre hacía.
Me detuve frente a él, dejé caer mi bolso sobre una caja que estaba a su lado y lo miré fijamente.
—Últimamente estás muy bromista —respondí con una sonrisa ligera mientras abría mi bolso y sacaba una pequeña bolsa de cuero negra. La coloqué sobre la caja y la abrí, dejando a la vista varias cámaras y micrófonos.
Renzo arqueó una ceja, aunque no hizo ningún comentario. Se limitó a observar el contenido de la bolsa antes de mirarme.
—Muelle 16 —le dije, señalando los dispositivos con un gesto de la mano. —Hay un almacén con un techo rojo. Ahí es donde se están reuniendo los traidores. Necesitamos ojos y oídos en ese lugar.
Renzo tomó una de las cámaras entre sus dedos, girándola con cuidado para inspeccionarla. Luego me lanzó una mirada escéptica.
—¿Y por qué no lo haces tú?
Le sostuve la mirada por un momento antes de dejar escapar una risa suave, como si la pregunta me hubiera parecido absurda.
—Renzo, por favor. ¿Me ves a mí escalando contenedores y colocando micrófonos?
—Sí, en realidad sí te veo haciendo eso —respondió, sin inmutarse.
—Qué halagador —dije con sarcasmo, cruzándome de brazos. —Pero no es tan simple. Yo no puedo moverme con tanta libertad como tú. Si alguien me ve, especialmente Nicola, esto podría complicarse.
—Sí, claro. Porque eres tan dócil y obediente.
—Exacto —respondí, siguiéndole la corriente con un tono burlón. —Soy el modelo perfecto de esposa sumisa.
Renzo negó con la cabeza, pero la sonrisa en su rostro dejó claro que entendía el juego.
Habíamos compartido demasiado, sobrevivido juntos a cosas que nadie más podría imaginar. Él sabía que, cuando pedía algo, era porque realmente importaba. Y yo sabía que él no necesitaba más explicaciones.
—Muelle 16, techo rojo. Entendido —dijo finalmente, guardando la cámara en la bolsa.
—Gracias —respondí con sinceridad, aunque mantuve mi tono ligero. —Sabía que podía contar contigo.
—Siempre puedes —dijo, su tono más bajo, casi solemne.
Ambos sabíamos que, a pesar de todo, siempre estaríamos del mismo lado.
—Hablando de Nicola… —cambié de tema, dejando caer el peso de nuestra conversación a propósito. —¿Dónde está el mal marido ese?
—En su oficina, por supuesto. ¿Dónde más estaría?
—Cierto. —Rodé los ojos, pero no pude evitar sonreír.
Me giré para irme, dejando a Renzo con la responsabilidad del espionaje. Él siempre había confiado en mí, del mismo modo en que yo confiaba en él.
Sabía que cumpliría su parte. No porque me lo debía, sino porque éramos lo que éramos: dos piezas de un mismo rompecabezas, marcados por el mismo hombre y unidos por las mismas cicatrices.
Renzo y yo siempre habíamos sido un equipo.
Aunque ahora, ni siquiera él sabía en cuántos tableros estaba jugando.
Cuando llegué al pasillo, la puerta de la oficina de Nicola estaba entreabierta. Fruncí el ceño.
Eso no era normal.
Nicola siempre cerraba su puerta, incluso si estaba solo. Era parte de su manera de imponer respeto, de marcar su espacio.
Me detuve frente a la puerta y, en lugar de entrar, me acerqué lentamente, sin hacer ruido. Algo no estaba bien, lo sentía en el aire.
Cuando miré dentro, la sangre me hirvió.
Nicola estaba acostado en el sofá, con la cabeza ladeada y la camisa medio abierta, dejando ver su pecho. Parecía estar profundamente dormido.
Pero no fue eso lo que me hizo apretar los puños. Era la mujer que estaba a su lado. Su secretaria.
La muy descarada estaba recostada junto a él, tomándose fotos con su teléfono.
Y no solo eso: tenía una mano sobre su pecho, tocándolo con descaro. Ella vestía solo en sujetador y unas bragas, cualquiera que viera esas fotos, pensaría que tuvieron sexø.
Mis labios formaron en una línea apretada, y sentí el frío de la pistola en mi costado cuando la desenfundé con un movimiento automático.
La rabia me nublaba la vista, pero mi mente seguía funcionando con precisión.
Levanté el arma, apunté al teléfono que la zorra tenía en sus manos y disparé.
El sonido del disparo retumbó en la oficina, el teléfono se partió en mil pedazos. Ví la sangre saliendo de su mano y sonreí.
La muy idiota gritó y cayó al suelo. Nicola se despertó de golpe, confuso y con la mirada desenfocada.
—¡¿Qué demonios?! —exclamó, parpadeando rápido.
Había logrado sacar su arma y ahora me apuntaba directamente a mí.
Pero yo ya había cruzado la oficina, con mi pistola en mano.
La puta intentó levantarse, pero no le di tiempo. Le agarré las extensiones que tenía en el cabello, antes de que pudiera hacerlo.
—¿Qué mierda crees que estabas haciendo zorra de mierda? —le pregunté jalándole con fuerza el cuero cabelludo.
—¡Yo… yo no estaba haciendo nada! —balbuceó.
Estaba llorando como la maldita cobarde que era, y se sacudía, intentando zafarse de mi agarre.
—¿No estabas haciendo nada? —repetí, apretando los dientes. Tiré de su cabello con más fuerza, obligándola a mirarme. —Tomándote fotos con mi marido mientras duerme y tocándolo como si fuera tuyo no me parece "nada".
Nicola, que ya estaba completamente despierto, se levantó del sofá y levantó las manos, como si estuviera tratando de calmarme.
—Amore, escúchame… no tengo ni idea...
Lo miré con una mezcla de incredulidad y rabia.
—¿Escucharte? —solté una risa fría, que hizo que hasta la puta que tenía agarrada dejara de moverse. —Eres un idiota. No puedes ni siquiera controlar a la gente que tienes trabajando para ti.
Nicola frunció el ceño, pero no dijo nada. Sabía que estaba caminando sobre hielo fino.
—Después trataré contigo —le solté.
Volví mi mirada a la maldita zorra, que ahora estaba bañada en lágrimas y mocos.
—Tú y yo vamos a tener una conversación afuera —le dije, mientras comenzaba a arrastrarla hacia la puerta.
—¡Por favor, señora Moretti! ¡Yo no…! —comenzó a gritar, pero la corté con un tirón que la hizo callar.
—Cierra la puta boca antes de que te dispare aquí mismo —le espeté, mientras la sacaba de la oficina.
Al salir, sentí las miradas de los hombres que trabajaban en el puerto. Algunos fingieron no haber visto nada, pero otros me observaron con sorpresa o temor.
No me importaba. Sabía que el chisme correría rápido, y eso era justo lo que quería.
Arrastré a la zorra hasta la ventana que daba a la oficina de mi esposo. La solté dándole un empujón que la hizo golpear la cabeza contra un contenedor.
—¿Qué demonios creías que estabas haciendo? —pregunté, mi voz baja pero cargada de furia.
La zorra levantó la vista, dejándome ver su patética cara y el maquillaje corrido.
—¡Por favor, señora Moretti! ¡Fue un error! ¡Yo no quise…!
—¿Ah, no? —espeté, agachándome frente a ella. —Entonces explícate.
Tragó saliva y llevó sus manos a su pecho.
—¡Es que…! —balbuceó, con los ojos llenos de lágrimas. —Es que estamos enamorados.
Incliné mi cabeza a un lado. Si bien me había dejado sin palabras, la sorpresa duró menos de lo que ella habría esperado.
—¿Qué dijiste? —pregunté, mi tono mortalmente bajo.
—El señor Moretti y yo… —continuó, su voz temblorosa, pero con una extraña mezcla de convicción que me irritó aún más. —Hemos estado juntos durante años. Él me ama.