Valentina
Bianca se fue directo a la computadora, sentándose frente a la pantalla para empezar a trabajar.
La miré, tan en su elemento, que no pude evitar pensar en lo lejos que había llegado.
Al principio, había intentado convertirla en una asesina como yo, convencida de que la sangre Moretti le daría la habilidad natural.
Pero no había funcionado. Bianca era muchas cosas, pero letal en el campo no era una de ellas.
Sin embargo, su mente era más ágil y mucho más afilada que cualquier arma. Sus habilidades como hacker, combinadas con una creatividad retorcida para diseñar formas de tortura, eran impresionantes, capaces de desconcertar incluso a los más despiadados y fríos hombres.
Gabriella se vistió y entró en la otra sala, donde el hombre que teníamos seguía atado a una silla. Su cuerpo estaba encorvado, con la cabeza casi entre las piernas, apenas respirando.
Cada cierto tiempo, sus dedos se deslizaban hacia su cuello para medir el pulso. Luego ajustaba el goteo del suero intravenoso, asegurándose de que no cruzara ese delicado límite entre la vida y la muerte.
Observaba con inquietante calma cómo su pecho subía y bajaba lentamente, como si estuviera evaluando a un paciente en su consulta y no a un traidor que había cometido el error de cruzarse con los Moretti.
Me acerqué a una mesa cercana, donde había dejado mi máscara. Negra, elegante, con cortes definidos que delineaban mis ojos. Me la puse sintiendo cómo mi mente se ajustaba a la tarea que tenía delante.
—La Pantera nunca se fue —murmuré, girándome hacia el hombre.
—Dime lo que quiero saber —le dije en un tono bajo pero firme.
El hombre no levantó la cabeza. Su cabello oscuro y mojado en sudor y sangre le caía sobre los ojos. Todo su cuerpo temblaba como si el mero acto de moverse fuera un desafío.
Suspiré.
—Sabes cómo termina esto si decides quedarte callado, ¿verdad? —pregunté, inclinándome lo suficiente para que mis palabras llegaran directamente a sus oídos.
No respondió.
Caminé hacia la mesa de herramientas a mi derecha, donde estaban dispuestas en un orden perfecto.
Elegí un cuchillo delgado, uno que se amoldó a mi mano con facilidad. Lo giré entre mis dedos mientras regresaba hacia él, dejando que viera el destello del metal.
—No me gusta repetir las cosas —continué, colocándome frente a él. —Y no tengo tiempo para juegos.
Pasé la hoja por su mejilla, sin aplicar presión, solo para que sintiera el frío del metal contra su piel. Él se estremeció, su respiración acelerándose en el instante.
Gabi colocó dos dedos en su cuello, midiendo su pulso.
—Aguantará... por ahora —me murmuró.
Asentí sin apartar los ojos del hombre.
—Bien —dije, mientras dejaba que la punta del cuchillo trazara un camino lento desde su mejilla hasta el cuello, deteniéndome justo antes de que comenzara a sangrar. —Hablemos de lealtad. ¿Sabes qué significa eso?
El hombre levantó la mirada, lo suficiente para que viera el miedo en sus ojos. Pero no dijo nada.
—Claro que no lo sabes —murmuré, con una sonrisa burlona bajo la máscara. —Si lo supieras, no estarías aquí.
Pasé el cuchillo por su camisa, cortándola de un lado con un movimiento limpio. La tela se abrió, dejando al descubierto su pecho.
—Sabíamos que no era él —jadeó, su voz rota y apenas audible.
Me detuve. Lo miré dejando que mi silencio le indicara que continuara.
—El Don... —Su respiración se cortó un momento antes de seguir. —Sabíamos que no era el verdadero Don...
Sentí una chispa de rabia en mi interior, pero la mantuve bajo control.
—¿Cómo lo supieron?
El hombre tragó saliva, cerrando los ojos como si eso pudiera protegerlo.
—Era... diferente. Hablaba como él, actuaba como él, pero... no era lo mismo.
Me incliné hacia él, colocando el cuchillo justo bajo su mentón, obligándolo a levantar la cabeza.
—¿Y qué hicieron con esa información?
Su mirada se movió hacia la rubia, que permanecía en silencio, observándolo con una calma mortal.
—Nada, al principio... pero... pero el doble...
—¿Qué hizo el doble? —pregunté, mi voz más fría.
—Él nos traicionó. Nos dio las órdenes para desviar el cargamento. Nos dijo cómo hacerlo.
Apreté la mandíbula bajo la máscara. Mi mano se mantuvo firme, y aunque quería apretar más, me contuve.
—¿Por qué? —pregunté.
—No lo sé... tal vez pensó que podía quedarse con el poder, tal vez alguien lo convenció...
Levanté el cuchillo, pasándolo con lentitud por su ojo derecho. Un movimiento y tendría su globo ocular en mi mano.
—¿Quién más estaba involucrado?
El hombre tembló, sudando aún más.
—No lo sé... no sé nombres. Pero... se reunían...
—¿Dónde? —lo interrumpí.
—Un almacén... al sur del puerto.
Me enderecé, mirando a Gabriella de reojo.
—¿Puedo seguir? —pregunté.
Sabía lo que iba a decir antes de que abriera la boca.
—Está estable —dijo, volviendo a comprobar el pulso del hombre. —Pero no lo lleves más allá, a menos que quieras terminar con él.
La verdad era que sí quería terminar con él. Quería hacerlo aquí y ahora, acabar con la tarea y borrar esta amenaza de nuestras vidas.
Pero no era mi decisión.
Este era un prisionero de Nicola y tenía que devolvérselo, no por misericordia, sino porque no quería exponer a Gabi.
Mi marido prefería extender su sufrimiento, por eso le pedía a Gabriella que los mantuviera con vida. Era su forma de demostrar poder, de aplastar cualquier atisbo de traición.
Lo que él no sabía, es que nosotras trabajábamos para él, desde las sombras. Así que este hombre tenía más heridas internas de mi tortura que externas, no quería que mi marido desconfiara de mi agente doble.
—Está bien —le dije a mi amiga, levantando las manos en señal de rendición. —Puedes llevarlo de vuelta.
—Y tú... —le dije, señalándolo en el pecho con un dedo, mientras mantenía mi tono bajo y letal— si no quieres que tu familia se vaya primero al infierno, es mejor que no digas nada.
El hombre asintió, sus ojos llenos de lágrimas mientras su cuerpo temblaba más fuerte.
Fue entonces cuando lo vi. Un pequeño charco comenzó a formarse bajo la silla. Se había orinado encima.
—Qué decepción —murmuré, enderezándome mientras sacudía la cabeza.
Gabriella agarró una jeringa de su maletín, con algo para calmarlo lo suficiente como para transportarlo sin que hiciera mucho ruido.
Mientras ella lo inyectaba, yo salí de la sala y entré donde estaba Bianca tecleando como loca.
—¿Ya lo tienes? —pregunté quitándome los guantes y dejándolos a un lado.
Ella me miró dándome una sonrisa que me decía todo.
—Claro que sí —respondió, girando la pantalla para mostrármelo. —Muelle 16. Almacén con techo rojo. Tendremos que dejar algunas cámaras y micrófonos, pero será fácil.
—¿Fácil dices? —preguntó Gabi, entrando detrás de mí mientras se limpiaba las manos con un paño. —Si nuestros maridos nos ven en el puerto, pondrán el grito en el cielo.
Nos miramos las tres y nos echamos a reír. Era cierto.
Nicola, Lorenzo y Renzo no eran precisamente fans de que nos acercáramos al puerto, en especial con todo lo que había estado pasando las últimas semanas.
—A menos que... —comencé a decir, dejando que las palabras se deslizaran de mis labios.
—¿A menos que qué? —preguntó Bianca, arqueando una ceja.
—A menos que les llevemos un almuerzo de paz.
Gabriella dejó de limpiar sus manos y me miró con incredulidad.
—¿Un almuerzo?
—Sí, un almuerzo —respondí, encogiéndome de hombros. —Nada demasiado elaborado. Unas pastas, tal vez un postre. Un menú sencillo que supuestamente has aprendido a preparar en tus cursos de cocina —ellas se echaron a reir.
—Llegamos como las esposas perfectas que creen que sus hombres están trabajando demasiado —añadí.
—Es una locura —murmuró la rubia terminando de sacarse su uniforme.
—Es una locura brillante —corrigió mi cuñada—. Debo llamar a mi profesora para que lo preparé
—Si hacemos esto, tenemos que ser rápidas —dije, mirándolas a las dos—. Entramos, instalamos el equipo y salimos antes de que sospechen algo.
—¿Y si se dan cuenta? —preguntó la rubia—. ¿Y si la excusa no es suficiente?
—Entonces... —respondí—. Les hacemos un escándalo. Una escena de celos, un reproche por la falta de atención, sé que será convincente. De última se las mamamos y todo se les olvidará.
Bianca se echó a reír, girándose hacia mí con una sonrisa.
—Siempre tienes una respuesta para todo, ¿verdad?
—No sería yo si no la tuviera.
Gabriella suspiró, aunque había un brillo de diversión en sus ojos.
—Bien. Hagámoslo. Pero si Nicola, Lorenzo o Renzo sospechan algo, esto fue idea tuya.
—Siempre lo es —respondí, con una sonrisa.