Nicola
Mi teléfono vibró sobre la mesa, cortando la paz que tenía está mañana.
Miré la pantalla: un número conocido, uno de mis científicos. Dejé la taza en el platillo con calma y deslicé el dedo para contestar.
—Dime —dije, con mi tono habitual, frío y directo.
Del otro lado, escuché la respiración entrecortada. Su miedo atravesaba el teléfono. Podría jurar que su frente estaba empapada en sudor, y sus manos temblaban mientras intentaba encontrar el valor para hablar.
—Don... —vaciló, su nerviosismo era un insulto a mi tiempo—. Hay… —tartamudeó, mientras mis dedos golpeaban la superficie de la mesa, exasperado por su falta de convicción—. Hay un problema.
Me recosté en la silla, cruzando una pierna sobre la otra mientras escuchaba y seguía el ritmo con mis dedos sobre el escritorio.
—¿Qué problema?
El hombre volvió a tartamudear, y podía escuchar cómo su lengua se estrellaba contra sus dientes en un desesperado intento de encontrar las palabras adecuadas.
Respiré profundamente, un sonido calculado y pesado. Comprendió el mensaje sin necesidad de palabras.
Solo bastó un momento antes de soltarlo todo de golpe.
—Los planos. Han desaparecido, tal como usted predijo
No le respondí. Dejé que el silencio se extendiera entre nosotros. Aunque no pude evitar suspirar, sabiendo que esto iba a ocurrir tarde o temprano.
Llevé la taza de café a mis labios, disfrutando del sabor amargo mientras él se retorcía al otro lado de la línea.
—¿Y qué más esperaba que pasara? —pregunté, dejando la taza en la mesa con un movimiento pausado—. Te dije que alguien de tu equipo estaba jugando para el otro lado.
El científico balbuceó algo, pero lo ignoré.
No me importaba la falta de los planos, esos habían sido el cebo.
Lo único que quería, era saber quién había sido tan imbécil, para creer que saldría impune después de traicionar al Don.
—Escúchame bien —dije tamborileando mis dedos en la mesa—. Quiero que revises cada cámara, cada correo, cada movimiento de tu equipo en los últimos seis meses. Cualquier rastro que encuentres, no importa cuán insignificante te parezca, me lo traes… Ah otra cosa quiero que recojas los pisapapeles de las oficinas y también los traigas todos.
—Sí, señor Moretti, pero…
—No hay “peros” —interrumpí, con un tono más afilado—. Encuentra al responsable. Y cuando lo hagas, quiero que lo detengan y lo lleven a la sala de interrogatorios. Yo mismo me encargaré de él.
El hombre murmuró algo antes de que le colgara.
Dejé el teléfono en la mesa y tomé aire, mi mente ya empezaba a analizar los posibles escenarios.
Sabía que había traidores en mis filas, no solo entre los científicos, si no también entre mis soldados. Esto no era nuevo.
No por eso dejaba de ser frustrante. Aunque claro, ya tenía la tortura perfecta para cuando tuviera a esos hombres en mis manos.
—¡Papi! —gritó mi niña.
Entró corriendo a la cocina, descalza y con la camisa del uniforme todavía sin prender.
No pude evitar que una pequeña sonrisa apareciera en mi rostro al verla. Mi principessa. Con todos era frío, distante, pero con ella… con ella era todo lo contrario.
—¿Qué tienes, principessa?
Se paró delante de mí con las manitos en sus caderas.
—¿Dónde está mami? —preguntó, frunciendo el ceño—. Ella es la que me ayuda a vestirme.
—Mami está con tu tía Bianca —respondí, inclinándome hacia ella—. Hoy me toca a mí llevarte al colegio.
Vittoria hizo un puchero, cruzando los brazos.
—¡Pero mami siempre lo hace!
Sonreí, divertido por su actitud. Incluso en su terquedad, era adorable.
—Ven aquí, principessa —le dije, señalando la silla a mi lado.
Ella se acercó haciendo un pequeño berrinche, y la ayudé a subirse. Tomé la camisa de su uniforme y comencé a abotonarla con cuidado.
—¿Sabes qué? —dije terminando de prender los botones—. Creo que hoy vamos a sorprender a mami.
—¿Cómo? —preguntó mirándome curiosa.
—Vas a estar tan bonita que todos en el colegio se darán cuenta de que tengo la hija más hermosa de todo el mundo.
Vittoria soltó una risita, y el sonido hizo que mi pecho se relajara un poco, como siempre lo hacía.
—Papi, eso ya lo saben —dijo con una sonrisa orgullosa, levantando su rostro con arrogancia. No había duda de que era mi hija.
—Es cierto. —Le devolví la sonrisa mientras terminaba de ajustar la camisa—. Pero nunca está de más recordárselo.
Me agaché para buscar sus zapatos debajo de la mesa, encontrando uno metido entre las patas de la silla. Cuando volví a mirar, Vittoria ya tenía una media puesta y estaba luchando con la otra.
—Deja que te ayude —dije tomando el calcetín para ponérselo.
Cuando terminé, se levantó de la silla y se dió una vuelta exagerada, mirándome con una sonrisa brillante.
—¿Cómo estoy?
—Perfecta —respondí, inclinándome para besar su frente—. Ahora, ve a buscar tu mochila mientras termino mi café.
***
Vittoria iba sentada a mi lado en el asiento trasero del auto. Estuvo todo el tiempo saltando de emoción hablando sobre la fiesta.
—Papi, ¿sabes qué habrá muchos juegos hoy? —preguntó con una sonrisa enorme.
—¿De verdad? —respondí, fingiendo una seriedad que sabía que la haría reír.
—¡Sí! ¡Carreras de bolsas! —gritó, levantando las manos—. Y también carreras de tres pies.
—Carreras de tres pies, ¿eh? —levanté una ceja, mirándola con una sonrisa ligera. —¿Eso significa que tú y yo vamos a estar atados?
—¡Sí, papi! —respondió riendo. —Pero no te preocupes. Voy a ser la más rápida, y vamos a ganar juntos.
—¿Ah, sí? —me acerqué a ella para besar su coronilla.
—¡Claro! —dijo, inflando el pecho con orgullo—. Soy la mejor corriendo en mi clase.
—Eso no lo dudo, piccola —respondí, dejando que mi sonrisa se ensanchara un poco más.
Ella siguió hablando de otros juegos que tenían planeados, de cómo algunos de sus compañeros hacían trampa en las competencias y de cómo le había dicho a sus amigos que ella iba a ganar porque "su papá era el más fuerte y el mejor."
Me reí entre dientes, preguntándome si los otros niños sabían que no era solo fuerte, sino también el hombre más temido de Palermo.
El auto se detuvo frente al colegio. Desde la ventana, ví el patio lleno de puestos decorados.
—¡Ya llegamos! —gritó Vitto, abriendo la puerta del auto antes de que el guardia pudiera hacerlo por ella.
—Despacio, principessa —le dije, bajando del auto detrás de ella.
El guardia y el chofer se quedaron cerca, observando el lugar como siempre lo hacían, mientras yo tomaba la mano de Vittoria. Caminamos hacia el patio, buscando a nuestra persona especial.
Valentina estaba en el puesto de dulces, organizando las bandejas. Asumo que, en su mente, aquellas golosinas no eran más que armas en un campo de batalla. Las colocaba por tamaño y color con una precisión magistral, como si estuviera diseñando una estrategia perfecta para una batalla.
Su cabello estaba levantado en un moño, algunos mechones rebeldes caían alrededor de su rostro, dándole ese aire sensual y peligroso que nunca dejaba de atraerme.
Me acerqué a ella, ignorando las miradas de las otras madres que estaban en el puesto. Llegué a su lado y pasé un brazo alrededor de su cintura acercándola a mí.
—Nicola —dijo ella, con una sonrisa que se extendió por su rostro, pero su mirada decía otra cosa: un desafio.
Dejó los dulces en la mesa y envolvió sus brazos alrededor de mi cuello.
No dije nada. Incliné la cabeza y la besé. Fue un beso lento, pausado, pero cargado de deseo. Pude sentir cómo su cuerpo se relajaba contra el mío, y en ese momento, todo estaba bien.
Cuando nos separamos, ella me miró con una expresión suave, casi tímida, algo poco común en mi mujer.
—Te extrañé mucho —murmuró, sus dedos jugando con los mechones de cabello en la base de mi nuca—. No me gusta pelear contigo.
Sonreí, dejando mi frente sobre la suya.
—Yo tampoco, amore mio —respondí, mi voz baja para que solo ella pudiera escucharme—. Te amo.
Sus labios se curvaron en una sonrisa radiante.
—Y yo a ti —dijo, dándome un beso rápido en los labios.
Desde algún lugar detrás de nosotros, escuché la risa de Vittoria. Me giré para verla señalándonos con un dedo mientras se cubría la boca con la otra.
—¡Están besándose! —gritó, riendo a carcajadas.
Valentina y yo nos miramos antes de soltar una pequeña risa.
—Y vamos a seguir haciéndolo si no vas corriendo a jugar con tus amigos —dije, levantando una ceja hacia ella.
—¡Está bien! —respondió, girándose para correr hacia un grupo de chicos.
Valentina apoyó su cabeza en mi pecho mirándola alejarse.
—Es igualita a tí —murmuré, sintiendo el calor de su cuerpo mezclarse con el mío.
—Lo sé. Por eso nunca podrás controlarla —respondió, con una sonrisa traviesa.
Solté una risa baja, abrazándola más fuerte.