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Veintiséis horas después de pronunciar el «Sí, quiero», la prensa
descubrió a Samantha y a Blake desembarcando de su jet privado.
Gracias a Dios, Samantha había tenido la precaución de llevarse unas
gafas de sol bien grandes consigo tras las que poder ocultar el estrés,
que ya era evidente en sus ojos. Los periodistas no habían cambiado
desde la detención de su padre. Les bloquearon el paso, tomaron
fotografías de los dos y les hicieron todo tipo de preguntas.
Blake la guió hacia el exterior del aeropuerto con un brazo
posesivo alrededor de su cintura. Con un poco de suerte, antes de que
llegara el fin de semana muchos ya se habrían bajado del carro,
llevándose los focos a otra parte. De no ser así, tendría que
enfrentarse a los paparazzi ella sola.
Blake dijo unas palabras, más bien pocas, mientras avanzaban.
Cosas como «el amor de mi vida» y «me hizo perder la cabeza».
Parecía tan sincero. Si no estuviera al tanto del plan, Samantha le
habría creído sin pensárselo dos veces. En una ocasión, Blake acercó
los labios a su oreja y le susurró: «Será peor en Europa, así que saca
a la esnob que llevas dentro y sonríe».
Sin dejar de sonreír, Samantha se apoyó en él para montarse en
el asiento trasero del coche que les esperaba. La instantánea del
momento apareció en los canales de televisión más importantes y en
tres revistas del corazón.
El amigo de Blake, Carter, resultó ser toda una sorpresa. Con su
pelo rubio y su apariencia de surfista era el extremo opuesto a su
marido. Siempre bien vestido, era inteligente, pragmático y tenía un
gran sentido del humor. Le dio a Sam su número de móvil y la animó a
que lo usara si necesitaba cualquier cosa mientras Blake estuviera
fuera de la ciudad.
Tal y como habían acordado, Blake le entregó a Samantha una
copia de las llaves de su casa, que estaba en la zona más elevada de
Malibú y cuyas vistas sobre el mar eran espectaculares. La casa era
enorme: mil metros cuadrados en una propiedad de cuatro hectáreas.
El servicio incluía cocinera, asistenta y un equipo de jardineros para
cuidar de la finca. Neil, el chófer de Blake, se ocupaba del personal y
vivía en la casa de invitados. Era tan corpulento que un equipo de
fútbol americano al completo se sentiría intimidado a su lado. Blake le contó que también hacía las veces de guardaespaldas.
Tras desearle un feliz vuelo a su marido, Samantha regresó a su
adosado de alquiler sumida en sus pensamientos. El proceso de
búsqueda de una esposa y su ejecución habían sido movimientos muy
inteligentes por parte de Blake. Ni siquiera una mujer fuerte como ella
podía evitar volver la cabeza y mirar cuando una fortuna como la suya
pasaba junto a ella.
—No quiero ni saber cuánto cuestas —murmuró, admirando el
anillo que brillaba en su dedo y haciéndolo girar. Tendría que
devolverlo en cincuenta y cuatro semanas, pero hasta entonces
disfrutaría de él.
La voz de Eliza gritó un «Sin comentarios» y luego se oyó un
portazo.
—Madre mía, ¿cuánto tiempo vamos a tener que aguantar esto?
—Eliza, más amiga que empleada, descolgó el bolso de su hombro y
lo lanzó sobre la mesa de café.
—Se irán en un par de días.
—Pareces muy segura.
—Lo he vivido antes. El divorcio atraerá todavía a más prensa.
Eliza lanzó sobre la mesa un periódico en cuya portada
aparecían los rostros sonrientes de Sam y Blake.
—Sois muy convincentes.
Samantha sonrió. Se moría de ganas de que la prensa
desapareciera, pero al mismo tiempo le gustaban las fotografías que
les habían hecho. Al fin y al cabo, eran las únicas fotos que tenía de
su boda.
—No hacemos mala pareja.
—¿Mala pareja? Si parecéis felices como dos tortolitos.
—¿Las tórtolas tienen cara de felicidad? —se burló Sam.
—No tengo ni idea. Qué pena no haberlo conocido cuando te
trajo a casa. —Eliza se desplomó en el sofá y apoyó sus largas
piernas en la mesita.
—En realidad no me trajo él. Fue su chófer.
—¿Su chófer? —Eliza tenía unos ojos color chocolate
absolutamente increíbles, unos ojos que se abrieron como platos al
preguntar.
—Es rico. ¿Por qué conducir tú mismo cuando puedes pagar a
alguien para que lo haga por ti? —Samantha se rió y puso los ojos en
blanco, esbozando su mejor mueca de esnob.
—Vaya, vaya, usted perdone. —Pero su amiga se estaba riendo.
El teléfono de la empresa sonó y Eliza saltó del sofá para
cogerlo.
—Alliance.
Samantha escuchó con una oreja mientras su amiga prestaba
atención a la persona que le hablaba desde el otro lado de la línea.
Lo cierto era que no quedaban tan mal el uno junto al otro, a
pesar de que él le sacaba más de una cabeza.
—Sin comentarios —dijo Eliza—. No, no somos un servicio de
señoritas de compañía... Le repito que no vamos a comentar nada al
respecto. —Y con un suspiro de frustración, colgó el teléfono.
—Debería habérmelo imaginado. —La prensa estaría dispuesta
a reducir su negocio a añicos si con ello conseguía beneficios.
—Quizá podríamos redactar un comunicado oficial.
—Buena idea. Escribiré un primer borrador y se lo pasaré a
Blake.
El teléfono sonó de nuevo; otro periodista en busca de
respuestas. Media hora más tarde, Sam y Eliza ya se habían dado por
vencidas y habían desconectado la línea de la empresa. Con un poco
de suerte, pronto la noticia empezaría a perder fuelle. La publicidad
podría atraer a nuevos clientes, siempre que Samantha fuera capaz de
mantener el anonimato, algo que no sucedería mientras toda la prensa
del corazón del país estuviera instalada frente a la puerta de su casa.
Por el momento, no le quedaba más remedio que posponer la
búsqueda de nuevos clientes.
—Esto es una locura —exclamó Eliza mientras corría las
cortinas de la sala de estar. Un grupo de paparazzi había acampado
en la calle y se las ingeniaba para colar los objetivos de las cámaras
cada vez que una de ellas abría las cortinas.
—Prepararé algo para cenar. No te importa quedarte esta noche,
¿verdad? —Eliza había ocupado la habitación libre de la casa hasta
que, seis meses antes, se había ido a vivir con su actual novio.
—¿Esa es tu forma de pedirme que me quede?
—Dios, sí. No quiero estar sola con esa gente en la calle. De
todas formas, te seguirían hasta tu casa —respondió Sam.
—Está bien, pero yo escojo la peli. Dime que tienes vino.
—¿Alguna vez te he defraudado?
Samantha apagó las luces del porche y pasó el cerrojo de la
puerta principal. Se pusieron cómodas, con pantalones de chándal y
camiseta, y se acomodaron frente al televisor con unas porciones de
pizza barata y una buena botella de Merlot.
—Tengo la sensación de que ya no haremos esto tan a menudo
—dijo Eliza entre bocado y bocado.
—¿Por qué dices eso? —Sam estaba tomando algunas notas en
una libreta, intentando dar forma al comunicado de prensa.
—Ahora eres una mujer casada.
—¿Y?
Ambas sabían que solo era de cara a la galería. En aquel
preciso instante, Blake estaría durmiendo plácidamente en la cama de
su avión privado y ni uno solo de sus pensamientos sería para ella.
—Estás casada con un duque, Sam. ¿Tienes idea de lo fuerte
que es eso?
—Es solo un título, como «señor» o «doctor», solo que Blake no
ha tenido que trabajar para conseguirlo.
—Heredó el título automáticamente de su padre cuando este
murió, ¿verdad? —Eliza se había sentado con los pies debajo del
trasero y había colocado un bol de palomitas en el sofá, entre las dos.
Samantha asintió.
—¿Pero necesitaba casarse para heredar las propiedades?
—En la mayoría de los casos, el título y las propiedades van
juntas y las recibe el primer hijo varón del duque y la duquesa, pero el
padre de Blake era un gilipollas de primera categoría. Dejó estipulado
en su testamento que las propiedades fueran divididas, disueltas a
todos los efectos, si Blake no sentaba la cabeza antes de cumplir
treinta y seis años. Uno de sus primos recibiría una parte de las
propiedades, la madre y la hermana tendrían una pequeña asignación
y el resto se destinaría a causas benéficas.
—Qué frialdad. ¿El padre no lo dejó todo arreglado para que su
propia mujer pudiera quedarse en la casa que ha sido su hogar
durante tantos años?
—Supongo que no.
Eliza se inclinó hacia delante.
—Qué imbécil.
—Blake dice que un título sin las propiedades asociadas es
como un rey sin país. Lo de la realeza es que me deja alucinada.
El móvil de Samantha vibró y en la pantalla apareció el nombre
de Blake. Una descarga de emoción le recorrió la espalda.
—Hola.
—Quería hablar contigo antes de que te fueras a la cama —dijo
Blake. Parecía cansado y el ruido de fondo le impedía escucharle con
claridad.
—Y yo que pensaba que estarías a veinte mil pies. ¿Dónde
estás?
—El vuelo se ha retrasado, estoy en Nueva York. Salimos de
aquí en menos de una hora.
El día para ellos había empezado muy temprano y no parecía
que fuese a terminar pronto. Samantha se sintió mal por él.
—Oye, aquí la prensa se ha vuelto loca. He pensado que
podríamos hacer circular un comunicado de prensa. Para quitármelos
de encima —sugirió Samantha.
—¿Estás bien? No te estarán acosando, ¿no? —preguntó Blake
con una nota de preocupación en la voz.
—No, estoy...
—Me gustaría que te quedaras en mi casa.
—Ya hemos hablado de esto. Estoy bien aquí. —De fondo se
oyó el sonido de un megáfono anunciando vuelos—. ¿Qué te parece
esto? «El señor y la señora Harrison les ruegan que respeten su
privacidad mientras se ajustan a los rápidos cambios que están
experimentando sus vidas. Tanto su noviazgo como el posterior
matrimonio han sido una sorpresa para ellos tanto como para el resto
del mundo. En estos momentos se está organizando una recepción
para presentar a la pareja y revelar los detalles de su matrimonio por
amor.»
—¿Matrimonio por amor?
Fue lo único que Blake cuestionó.
—Eso suena cursi. Ya pensaré en otra cosa.
Blake se rió al otro lado del hilo.
—La única otra cosa que tienes que cambiar son nuestros
nombres.
—¿Qué?
—Sí —respondió él con voz entrecortada—. Tiene que poner
lord y lady Harrison, duque y duquesa de Albany. Escucha, tengo que
dejarte. Te llamaré por la mañana. Llama a Carter o a Neil si necesitas
algo.
La línea quedó en silencio.
Un pavor incontrolable se desplomó sobre ella como el telón de
un teatro.
—Oh, Dios mío...
—¿Qué? —Eliza dejó de meterse palomitas en la boca a
puñados y miró a Samantha con los ojos abiertos de par en par.
—Esto me sobrepasa. —¡Duquesa! Era duquesa de verdad. El peso del título le había bloqueado la capacidad para pensar con
claridad.
—No has utilizado las tarjetas de crédito.
Esas fueron las primeras palabras que salieron de la boca de
Blake tres días más tarde.
Samantha estaba haciendo ejercicio por la playa con un manos
libres con Bluetooth colgando de la oreja. La prensa había empezado
a desaparecer de la puerta de su casa, pero las llamadas no cesaban.
Finalmente había decidido darle a Eliza unas vacaciones más que
merecidas y escapar de su casa tan a menudo como le fuera posible.
—Hola a ti también. —Redujo la marcha para poder hablar
cómodamente.
—Parece que te falta el aliento. ¿Qué estás haciendo?
—Correr.
—Vaya. —Parecía sorprendido—. ¿Qué es ese ruido?
—El viento. Estoy en la playa. —Samantha esquivó unas rocas y
continuó su camino.
—¿Es seguro? ¿Hay alguien contigo?
Ella se rió.
—Sí, es seguro, detective Dan, y no, no hay nadie conmigo.
—Se burlaba de él, pero en el fondo le gustaba que se preocupara por
ella. Sam no recordaba la última vez que a alguien se había
preocupado por que ella anduviera sola por la calle—. Seguro que no
has llamado para saber los detalles de mi rutina de ejercicios. ¿Qué
pasa?
—Quería asegurarme de que has rellenado los impresos del
pasaporte.
—El martes me pasé seis horas en la comisaría. Cambio de
nombre, pasaporte, el lote completo. Les pedí que se dieran prisa,
pero dicen que tardará un mínimo de diez días laborables.
Mientras corría, el pelo se le pegaba a la cara, húmedo por la fría
brisa y la niebla de la mañana. Le encantaba aquella hora del día.
Había algunos corredores y una docena de surfistas. Intentaba ir a la
playa al menos una vez a la semana para correr. Los días que no
podía, hacía una ruta por el vecindario. Lo cierto era que la zona por la
que corría cada vez era menos fiable, así que a veces prefería coger
el coche y buscar un recorrido más seguro o un parque. ¿Cómo sería
correr en la playa frente a la casa de Blake?
—Diez días es demasiado. Haré un par de llamadas para que agilicen las cosas.
—Ya les he insistido yo y solo he conseguido que el proceso se
reduzca de un mes a diez días. Según dicen, no puede hacerse más
rápido. —Respiraba entre jadeos, pero aun así no se detuvo.
—Ya me ocupo yo —insistió Blake, y a Samantha aquella actitud
tan decidida le pareció divertida.
—¿Acaso alguien se atreve a decirle que no al gran y poderoso
Blake Harrison? —se burló.
—Solo tú. ¿Por qué no estás por ahí de compras? Te dije que
fueras generosa. —Había algo que no le hacía feliz, podía notarlo en
su voz.
—Deja que lo adivine. Has visto una foto de mí en las revistas
con unos pantalones viejos y una camiseta.
Por un momento, Blake vaciló.
—Es eso, ¿no? —Samantha rompió a reír y tuvo que dejar de
correr para recuperar el aliento—. Vamos, Blake, déjalo ya.
—Ve de compras, Samantha. La recepción congregará a altos
dignatarios y a varias familias muy influyentes. Iremos al teatro, a ver
partidos de polo... Lo que te apetezca.
—¿Mis tejanos cortados no sirven? —preguntó ella, a punto de
llorar de la risa.
—Hasta yo he visto Pretty Woman. ¡Ve de compras!
La idea de Blake viendo una comedia romántica solo sirvió para
avivar su risa.
—Espero que la mujer valiera la pena.
—¿Qué mujer?
—La que te arrastró al cine a ver Pretty Woman.
Blake se rió y el sonido de su voz llenó la cabeza de Samantha
de imágenes de su hermoso rostro y de aquellos ojos grises que ya
había empezado a echar de menos.
—Fue mi hermana.
—Eso lo explica todo.
—Ganó una apuesta. Tenía que llevarla al cine o perder su
respeto. —De pronto, la voz de Blake parecía más relajada y la
conversación siguió su curso. Siempre sucedía así tras unos minutos
al teléfono con ella, hasta el punto de que Sam esperaba sus llamadas
diarias con ilusión—. ¿Has dejado de correr? —preguntó Blake.
Samantha observó la playa desierta y apoyó una mano en la
cadera.
—Sí —respondió entre jadeos.
Blake gruñó.
—¿Qué pasa?
—¿Quieres que sea sincero?
—Siempre. —Se volvió cara al viento y concentró todos sus
esfuerzos en respirar más despacio.
—Entre la respiración acelerada y esa voz que tienes, me está
costando lo mío estarme quieto.
Samantha se mordió el labio inferior, mientras el corazón le daba
un vuelco dentro del pecho.
—Bueno, pues entonces será mejor que no te explique qué llevo
puesto o qué pintas tengo para no arruinarte la fantasía.
Él soltó una carcajada.
—Estoy seguro de que los paparazzi andan por ahí y que
mañana por la mañana tendré una foto de ti sobre la mesa.
Sam miró a su alrededor pero no vio a nadie con una cámara.
—Quizá.
—Antes de dejarte, otra cosa: he llamado a tu casa pero la línea
estaba fuera de servicio.
—Se oía un ruido de fondo. Hoy por la mañana vendrán unos
técnicos a arreglarla. He contratado un servicio de reconocimiento de
llamada para controlar cuándo se trata de prensa. —Sam dio media
vuelta y retomó la carrera de regreso al coche.
—Un plan muy sólido. Mañana te llamo.
—Ah, y Blake... —añadió ella, solo por diversión y con una
sonrisa en los labios.
—Dime.
Bajó el tono de voz todavía más de lo normal y respiró con
fuerza contra el auricular del manos libres.
—Tengo mucho calor y estoy sudada.
—Grrrr. —El gruñido de Blake hizo vibrar el manos libres que
llevaba en la oreja.
Después de colgar, Samantha se preguntó si hacía bien al
tontear con su marido. La sonrisa que le iluminaba la cara amenazaba
con dejarle unos hoyuelos grabados para siempre en las mejillas, así
que decidió olvidarse de cualquier preocupación y disfrutar de que por
fin un hombre se interesara por ella como mujer.
A pesar de que ese hombre era su marido.
La prensa se había rendido, pensó Samantha mientras subía las
escaleras que llevaban a su casa. No quedaba ni uno solo de los cuarentones que, cámara en mano, se escondían entre los arbustos o
la enfocaban con el zoom desde alguna esquina. Entró en casa, tiró
las llaves sobre la mesa de la entrada y se dirigió hacia las escaleras.
Cuando sonó el timbre, se dio la vuelta y abrió la puerta por
impulso. A medio movimiento, se dio cuenta de que seguramente
estaba provocando una fotografía no deseada, una fotografía que
haría que al día siguiente Blake se tirara de los pelos.
Pero la persona que esperaba tras la puerta no era un periodista
ni un fotógrafo a la caza de dinero fácil.
Peor que eso.
Vanessa.
La mujer que la miraba fijamente era todo lo que Samantha no
era. Tenía el pelo rubio —tan puro que no podía ser artificial—, los
pómulos muy marcados y los ojos de un azul brillante. Un par de
piernas largas y delgadas asomaban bajo la falda, una pieza de seda
hecha a medida que nunca había colgado de la percha de un centro
comercial.
Bueno, al menos Blake tenía buen gusto con las mujeres, eso
era innegable.
—Ya sabes quién soy.
Vanessa van Buren no parecía la típica amante despechada
capaz de presentarse sin avisar, o al menos así lo había creído
Samantha. Desde la distancia quizá, pero para llamar a la puerta se
necesitaban agallas. Ella habría apostado por Jacqueline, que era una
mujer mucho más escandalosa.
Pero se equivocaba.
—Y tú sabes quién soy yo.
Vanessa miró a Sam de arriba abajo y una sonrisa le rozó las
comisuras de los labios. Vanessa vestía de Gucci mientras que ella lo
hacía de Target. Una vez, cuando Samantha era más joven, antes de
la caída en desgracia de su padre, una amiga le había dado un
consejo. Le dijo: «No te metas en batallas sin tener un arsenal
completo». Por aquel entonces, Samantha y una de sus enemigas del
instituto estaban intentando captar la atención del mismo chico. Desde
aquel día, nunca salía de su casa sin maquillar o sin una etiqueta de
marca colgando de la espalda.
Samantha bajó la mirada, vio los pantalones cortos de algodón
que llevaba y la camiseta con el lema «Los corredores mantenemos el
ritmo» y no pudo reprimir una mueca.
—¿Me vas a invitar a entrar?
Ni en un millón de años.
—No veo para qué.
Vanessa dio un paso al frente y entró de todos modos.
Samantha consideró la opción de detenerla, pero para ello habría
tenido que retenerla físicamente. Una imagen así en la portada de las
revistas no era precisamente lo que Blake y ella necesitaban.
Samantha cerró la puerta y le bloqueó el paso para que no
avanzara.
—Hasta aquí es más que suficiente.
—No tardaré mucho. —Vanessa miró a su alrededor. A pesar de
la situación, aquella mujer era capaz de mantener un control férreo
sobre la ira que se desprendía de su voz—. ¿Qué puede haber visto
Blake en ti?
Sam se cruzó de brazos.
—¿Siempre llevas las garras puestas? ¿O te las quitas por la
noche?
—Muy lista. ¿Sabías que se acostó conmigo no hará ni dos
semanas?
A Samantha se le ocurrieron un montón de respuestas, pero
consiguió controlarse.
—Blake y yo nunca hemos querido hacerle daño a nadie. —Sam
concentró todas sus fuerzas en evitar la imagen de Blake y Vanessa
bailando un tango desnudos sobre la cama.
—Blake siempre hace daño a todo el mundo... antes o después.
Lo descubrirás pronto.
—Creo que deberías irte. —Samantha se moría de ganas de
dejar de ser educada. Aquella no era una mujer enamorada, era una
serpiente preparándose para atacar.
—¿Sabe lo de tu padre? ¿Lo de la sórdida familia que has
escondido en el pasado?
Sam apretó los dientes y hundió las uñas en la carne de sus
brazos.
—Blake lo sabe todo.
Por la mirada fría y calculadora de Vanessa, era evidente que
sabía algo.
—¿Todo? ¿Estás segura de eso?
No tenía nada que esconder... Bueno, casi nada. Samantha
había enterrado sus pecados a tanta profundidad que ni siquiera sus
contactos serían capaces de encontrarlos.
—Hablas como una mujer desesperada, Vanessa, y he de decirte que no te favorece.
La sonrisa de la otra mujer se desvaneció.
—No hay nada en mí que se parezca remotamente a la
desesperación. Tú, en cambio, eres la viva imagen.
—Ding, ding. Fin del asalto. —Samantha abrió la puerta de par
en par, sin importarle quién tomara la foto—. Muévete o te pateo los
Prada con mis Nike.
El corazón le iba a cien por hora, tanto que le apetecía propinarle
una buena patada.
—Ten cuidado, no sabes con quién estás tratando.
Samantha se acercó a ella tanto como pudo sin llegar a tocarla.
—Señorita, no tienes ni idea de qué soy capaz. Y pensar que
cuando Blake me habló de lo vuestro, sentí pena por ti. Qué pérdida
de tiempo. No sé en qué estaría pensando Blake.
Los ojos de Vanessa rezumaban veneno. Sin mediar palabra, dio
media vuelta, se puso unas gafas de sol oscuras y salió disparada
hacia el deportivo rojo que la esperaba aparcado en la calle.
Samantha no estaba dispuesta a aceptar cuánto le había
afectado aquella conversación, así que, en lugar de dar un portazo,
cerró la puerta tras ella y se apoyó en el marco. Cuando la violencia
del encuentro se filtró en su torrente sanguíneo, las manos empezaron
a temblarle descontroladamente.
Oyó el sonido de la gravilla bajo las ruedas de un coche.
—Muy bonito.
Se apartó de la puerta y fue a buscar el bolso. No le apetecía
hablar, así que cogió el móvil, escribió un mensaje y se lo mandó a
Blake.
«¿Gano algo si tengo razón?», le preguntó a su marido.
Mientras esperaba una respuesta, cerró la puerta con llave,
subió las escaleras y se dirigió hacia la ducha.
El móvil vibró justo en el momento en que pisaba el último
escalón.
«¿Razón en qué?»
«Acabo de conocer a la víbora rubia. No sé qué pudiste ver en
ella además de lo obvio.» Y puesto que no estaba segura de poder
hablar, añadió: «Me meto en la ducha, hablamos después».
Sam tiró el teléfono encima de la cama y se dirigió al lavabo.
Poco a poco, empezaba a recuperar la compostura. Observó su
imagen reflejada en el espejo del lavabo. La niebla de primera hora de
la mañana había causado estragos en su pelo y encima todavía tenía las mejillas coloradas.
—Qué desastre.
Oyó el sonido del teléfono en el dormitorio pero lo ignoró. Luego
se quitó la camiseta y la metió en la cesta de la ropa sucia. Las
palabras de su amiga del instituto resonaban en su cabeza: «Arsenal
completo».
—¿Sabes qué, Blake? Creo que te haré caso con lo de la tarjeta
de crédito.
Con mujeres como Vanessa plantándose en la puerta de su
casa, lo mínimo que podía hacer era vestirse adecuadamente para la
batalla. Había nacido en una familia pudiente y conocía las normas del
juego, solo que había escogido no participar.
Hasta ahora.