El avión alcanzó la altura de crucero y el piloto les comunicó que
podían desabrocharse los cinturones de seguridad durante los
cuarenta y cinco minutos que duraría el vuelo hasta Las Vegas.
Samantha apenas había abierto la boca desde que habían
embarcado.
Después de que Samantha accediera a ser su esposa durante
un año, Blake había planeado un viaje relámpago a la Ciudad del
Pecado que incluía una breve visita a una capilla. Estaba convencido
de que una boda romántica en Las Vegas resultaría mucho más
creíble ante los abogados de Parker y Parker que un viaje al juzgado.
Blake se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó del
asiento del jet privado para coger una botella de champán. Cuando
miró a su prometida, se dio cuenta de que Samantha no dejaba de
tocarse las manos. Qué curioso, pensó, él podía perderlo todo y, sin
embargo, era ella la que no podía estar quieta.
—Toma, puede que esto te ayude. —Le dio una copa de
champán y se sentó frente a ella en una de las enormes butacas de
piel del avión.
—¿Tan evidente es?
—Los nudillos blancos te delatan.
Samantha se bebió la mitad de la copa de un trago.
—Nunca he querido ser actriz.
—Pues seguro que muchos estudios estarían dispuestos a
contratarte como dobladora por un dineral.
Ella se encogió de hombros.
—Si me dieran un dólar por cada vez que he oído eso...
Blake estaba seguro de que era así.
—Tienes una voz increíble.
Samantha apartó la mirada y sus mejillas empezaron a teñirse
de un ligero color rosado.
—Creo que esto del matrimonio funcionará mejor si no
encontramos nada increíble en el otro. No es nada personal.
—Seguramente tienes razón, pero recuerda que hemos
acordado ser sinceros el uno con el otro. Y tienes la voz más sensual
que he escuchado en toda mi vida.
Merecía la pena enseñar las cartas solo para ver cómo se removía incómoda ante el cumplido. A esas alturas ya estaba colorada
como un tomate, lo cual era adorable.
Sin apenas darse cuenta, Samantha ya había vaciado la copa de
champán por segunda vez.
—No sé si darte las gracias o pedirte que seas menos
superficial.
—Ay.
—Eres tú quien pedía sinceridad.
Blake la observó mientras se quitaba los tacones con los pies y
escondía las piernas bajo el asiento. Sus dedos empezaban a
recuperar el color. No sabía muy bien cómo tomárselo, pero era
evidente que meterse con él la ayudaba a sentirse más cómoda.
—La única persona que se atreve a llamarme superficial es
Carter.
—¿Tu mejor amigo?
—Mi único amigo de verdad.
—¿En serio? Pensaba que alguien con tu fortuna tendría un
séquito de amigos.
—El dinero atrae a la gente, no a los amigos —respondió él.
—Amén a eso. Supongo que Carter sabe lo nuestro. Lo del
acuerdo, quiero decir.
—Lo sabe.
—¿Y tus amigas? ¿También lo saben?
Ahora le tocaba a él sentirse incómodo. Aunque su matrimonio
iba a ser una farsa, se le hacía raro hablar de sus amantes con la que
en breve se convertiría en su esposa.
—Contárselo a mis amigas, como tú las llamas, sería como
llamar a la Inquisición y concederle una entrevista a doble página.
—Blake apuró el champán y se levantó para rellenar de nuevo las
copas.
—¿No confías en ellas?
—En esto no.
—¿Cómo lo hacéis los hombres?
—¿Qué hacemos?
—Acostaros con mujeres en las que no confiáis. —Samantha le
dio las gracias por el champán y esta vez empezó a beber de su copa
tomando pequeños sorbos.
—Se llama atracción.
—Se llama lujuria —le corrigió ella, riéndose.
—Eso también.
Blake empezaba a sentir una agradable sensación de calidez por
dentro. ¿Cuándo había hablado por última vez con una mujer sobre
las motivaciones masculinas? Nunca. Y, para su sorpresa, le gustaba
hacerlo.
—Entonces, ¿qué les has dicho a tus...? ¿Cómo llamas a las
mujeres con las que te relacionas? ¿Amantes?
Amante sonaba demasiado personal.
—Todavía no les he dicho nada.
Samantha arqueó las cejas, perfectamente depiladas.
—Lo que daría por ver una de esas conversaciones por un
agujerito. «Ah, cariño, por cierto, que me he casado este fin de
semana pasado» —se burló, incapaz de contener la risa.
—No creo que se lo diga así. —No sabía muy bien cómo darles
la noticia y, para ser sincero, tampoco es que hubiera pensado mucho
en ello.
—Eres consciente de que te arriesgas a perderlas a ambas,
¿verdad?
—¿Cómo sabes que son dos? —Blake sacudió lentamente la
cabeza y levantó una mano para detenerla—. Da igual. No recordaba
tu trabajo intensivo de investigación. No tienes que preocuparte por
ellas. Ni siquiera las conocerás.
Samantha se llevó una mano al pecho y sonrió.
—Superficial y un poquito iluso.
Dios, ya estaba otra vez metiéndose con él.
—¿Perdona?
—Si tú y yo estuviéramos saliendo y de pronto tú te casaras con
otra, me las ingeniaría como fuera para conocer a esa mujer a cuya
altura, a juzgar por tus acciones, parece que yo no estoy. Y que conste
que me odiaría a mí misma por hacerlo. Las mujeres son criaturas
emocionales, señor Har... Blake. Por mucho que intentara deshacerme
de esa peculiaridad de mi género, lo más probable es que no fuera
capaz de controlar mis impulsos. Dudo bastante que Vanessa y
Jackie...
—Jacqueline —la corrigió Blake.
—Perdón, Vanessa y Jacqueline sean diferentes. ¿A cuál de las
dos es más probable que le rompas el corazón?
Lo de la sinceridad estaba yendo demasiado lejos. Aunque
aquella especie de recorrido por su vida personal sirviese para aliviar
los nervios de su prometida, Blake no se sentía cómodo. Samantha
había subido los pies a la butaca y se mostraba relajada por primera vez desde que se conocían. Su sonrisa no parecía forzada y sus ojos
verdes desprendían un brillo de picardía. Le hubiese gustado llevarla a
ese estado de ánimo sin tener que hablar de las que hasta entonces
habían sido sus amantes, porque ya no lo eran. Pensó por un
momento en qué dirían Vanessa y Jacqueline cuando supieran lo de
su boda. Vanessa seguramente le daría un tortazo y se alejaría
indignada. Jacqueline no sería tan dramática, pero era demasiado
arriesgado prolongar una relación con ella.
—Las dos saben de la existencia de la otra.
—Pero ¿cuál de las dos quiere más?
—No me puedo creer que mi futura esposa me esté preguntando
esto.
—¿Cuál, Blake?
Samantha era implacable.
—Vanessa. Aunque dudo que quisiera verte cara a cara.
Además, vive en Londres y solo viene a Nueva York de vez en
cuando.
—Sí, y Jacqueline vive entre Nueva York y España.
De pronto la voz del piloto anunció por los altavoces del avión
que se acercaban al aeropuerto de Nevada.
—Veo que has hecho los deberes. —Blake volvió a su asiento, al
lado de Samantha.
—Siempre —dijo ella, y parecía orgullosa de sí misma.
—¿Me avisarás si alguna de las dos se presenta en tu casa?
Samantha bajó los pies al suelo y se puso el cinturón de
seguridad.
—Serás el primero en saberlo.
El jet inició el descenso y Samantha desvió la mirada hacia la
ventana. Entre el champán y la conversación, ya no parecía una novia
a la fuga. Blake la cogió de la mano y sintió que se sobresaltaba.
—Deberías intentar controlar esas reacciones —le sugirió.
Samantha clavó los ojos en sus dos manos entrelazadas y
respiró profundamente.
—Lo intento.
Blake no retiró la mano y decidió repetir el ejercicio a menudo.
¿Se había sobresaltado porque le molestaba que la tocara o porque le
gustaba? Quizá le gustaba y eso le molestaba. Pues tendría que
acostumbrarse.
Mientras el avión descendía sobre la pista de aterrizaje y las
ruedas derrapaban sobre el asfalto, Blake observó las distintas emociones que se iban alternando en el rostro de Samantha. La
sonrisa que hacía apenas unos minutos iluminaba sus labios, rosados
y generosos, se había convertido en una línea recta. Con cualquier
otra mujer, Blake se habría acercado a ella y le habría hecho olvidar
las preocupaciones con un beso. ¿A qué sabrían sus labios? Dulces
como el champán, pensó. Imaginó aquella voz tan sensual
susurrándole al oído, animándolo a no detenerse en un simple beso, y
algo despertó bajo su vientre. Desvió la mirada y le apretó la mano con
fuerza.
Cuando el piloto anunció que ya podían desabrocharse los
cinturones, Blake se volvió hacia Samantha.
—¿Lista para casarte?
Ella movió la mano para poder entrelazar los dedos con los de
Blake.
—Por qué no. No tengo un plan mejor para hoy.
Blake echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas.
Después de un breve trayecto en limusina hasta el hotel más
nuevo de la ciudad, Samantha se plantó frente al altar de la pequeña
capilla, sujetando la mano de su futuro marido. Durante la ceremonia,
ella le entregó la alianza que él mismo había preparado, pero cuando
Blake deslizó en su dedo un diamante enorme de cuatro quilates
rodeado de zafiros, Sam no pudo reprimir una exclamación de
sorpresa.
—Para mi duquesa —le dijo. Hasta el cura abrió la boca al ver el
anillo.
En algún momento entre la limusina y el intercambio de alianzas,
Samantha cayó en la cuenta de que lo más probable era que, al final
de la ceremonia, Blake la besara. ¿Por qué no habría de hacerlo? Los
abogados podían interrogar al cura y a los testigos, por lo que a Blake
le interesaba que creyeran que estaban perdidamente enamorados y
que se habían fugado. De modo que, en lugar de pensar en sus votos
matrimoniales, unos votos que ninguno de los dos tenía intención de
mantener, Sam no podía quitarse el beso de la cabeza.
En la capilla empezaba a hacer calor y a Samantha le sudaban
las palmas de las manos. Repitió sus votos y escuchó como Blake
prometía renunciar a cualquier otra mujer.
—... yo os declaro marido y mujer. Puede besar a la novia.
Samantha tragó saliva.
Estaba segura de que el suelo se abriría bajo sus pies en cualquier momento y se la tragaría. Blake, sin embargo, era la
personificación del autocontrol. Pasó un brazo alrededor de su cintura
y bajó la mirada hasta encontrarse con la suya. Sus hermosos ojos
grises desprendían un brillo especial y en sus labios, tan perfectos, se
dibujaba el principio de una sonrisa.
Samantha se pasó la lengua por los labios e intentó sonreír, pero
se le hizo un nudo en el estómago en cuanto él empezó a acercarse.
Blake utilizó la mano que tenía libre para sujetarle la mejilla y se
detuvo un segundo, dubitativo, sobre sus labios. Samantha sintió la
calidez de su aliento y dejó que su cuerpo se relajara.
Y de pronto sus labios estaban allí, húmedos, firmes y
absolutamente embriagadores. Sintió una descarga eléctrica en el
cerebro que se extendió por todo su cuerpo. Aun con tacones, tuvo
que ponerse de puntillas para devolverle el beso. El brazo de Blake
estrujaba su cuerpo contra el de él, sus pechos aplastaban el busto
firme del que ya era su marido. Samantha abrió la boca sorprendida y
sintió que la lengua de Blake se deslizaba entre sus labios.
Fue entonces cuando se olvidó del cura, de los testigos, y se
dejó llevar por el placer que Blake Harrison despertaba en lo más
profundo de su cuerpo. Habían pasado siglos desde la última vez que
la habían besado, y ninguno de aquellos besos podía compararse ni
remotamente. Quizá era porque estaba conociendo una nueva faceta
de él, o tal vez fuera el hombre en sí mismo, quién sabe. ¿Y si todos
los duques besaban como aquel?
Alguien carraspeó y Samantha y Blake se separaron. Un halo de
confusión se había instalado en los ojos de él. ¿Era posible que Blake
hubiera sentido aquel beso con la misma intensidad que ella?
Samantha pensó en las dos mujeres a las que su marido tendría que
dar explicaciones y decidió que era imposible que el beso le hubiera
afectado tanto como a ella. Blake, su marido, era un jugador nato. A
partir de ahora tendría que tenerlo siempre presente.
—Felicidades, señor y señora Harrison. Si son tan amables de
seguirme para firmar un par de papeles, podrán empezar su luna de
miel enseguida. —El cura los llevó desde la pequeña capilla hasta un
despacho en el que Samantha estampó su firma en el certificado
oficial junto a la de Blake.
Y, sin más, se convirtió en una mujer casada.
Blake no estaba seguro de cómo había imaginado su noche de
bodas, pero lo que sucedió la noche anterior no se le parecía en nada.
A pesar de haber reservado una suite nupcial en un lujoso hotel y
casino de Las Vegas, al final había acabado durmiendo en el sofá,
oyendo a su esposa dar vueltas por la habitación hasta que se fue a
dormir sobre la una de la madrugada.
El recuerdo del beso aún le resultaba desconcertante. Había
empezado como una pantomima, una muestra de afecto en público
que, en caso de ser necesario, podría llegar a oídos de los abogados.
Pero desde el momento en que Samantha y él habían abandonado la
capilla, solo podía pensar en repetirlo. La forma en que el rostro de
Samantha se había iluminado y su incapacidad para mirarle a los ojos
eran pruebas irrefutables de que había sentido lo mismo que él.
Mierda, no debería desear a su mujer, una esposa de conveniencia, la
persona que le hacía sonreír a menudo y por quien se cuestionaba su
filosofía de donjuán y sus pasatiempos superficiales.
Ella misma le había aconsejado que controlara «sus instintos
más básicos», o algo parecido. Tenía que alejarse de la señora
Harrison y hacerlo cuanto antes, o controlar sus instintos acabaría
convirtiéndose en una tarea imposible.
Blake guardó la manta y la almohada que había utilizado la
noche anterior y esperó a que la luz que entraba por las ventanas del
dormitorio despertara a Samantha. Ya había enviado una nota a la
oficina de Londres sobre su boda «relámpago» con la mujer de la que
se había enamorado «a primera vista». La noticia no tardaría en
extenderse. Lo más probable era que tuviera que presentar a su
esposa en sociedad al cabo de un par de semanas para convencer a
todo el mundo de que aquella boda era sincera y real. Invertiría ese
margen de tiempo en mantener su libido bajo control con unas buenas
vallas. No le preocupaba lo que le pudiera pasar a su corazón, pero si
rompía el de Samantha se arriesgaba a perderlo todo. Y ese era un
riesgo demasiado peligroso.
Un suave golpe en la puerta lo alertó de que el servicio de
habitaciones había llegado. Blake abrió la puerta y le indicó al joven
uniformado que esperaba tras ella que dejara el carrito en el centro de
la estancia. El rico aroma del café despertó sus sentidos y le hizo la
boca agua. Mientras el camarero le entregaba la cuenta, se abrió la
puerta del dormitorio y apareció la figura aún medio dormida de su
esposa, envuelta en una bata blanca.
—¿Huele a café? —La voz de alcoba de Samantha le atravesó
el cuerpo sin previo aviso, arrancándole un gruñido. Incluso el chico
del servicio de habitaciones olvidó lo que estaba haciendo y se volvió hacia ella.
—He pedido el desayuno.
—Qué bien, me muero de hambre. —Sam atravesó la estancia
descalza. Con cada paso, una pequeña abertura en la bata dejaba al
descubierto sus delicadas piernas.
Al camarero se le escurrió el platillo de la cuenta de entre las
manos. Blake se interpuso en su campo de visión para proteger la
intimidad de Sam, y el chico, colorado como un tomate, recogió la
cuenta y se la entregó. Blake la firmó rápidamente y lo acompañó
hasta la puerta.
Antes de darse la vuelta, Blake inspiró profundamente y se
cuadró de hombros, aunque sabía que esta vez su fanfarronería
habitual no le serviría para nada. En cuanto vio a Samantha
levantando con una mano las campanas plateadas que cubrían los
platos, mientras con la otra se sujetaba la melena alborotada, sintió
que el vello de la nuca se le ponía de punta. Aquella mujer era la viva
imagen de la sensualidad.
Sam cogió la jarra de café y llenó dos tazas.
—¿Cómo te gusta?
Él cerró los ojos y apartó las imágenes de cuerpos desnudos de
su mente pecaminosa.
—Solo.
Se acercó a la mesa y ocupó una de las sillas. Samantha le dio
su taza en silencio y luego se puso azúcar en el café. Cuando el
primer trago rozó sus labios, se apoyó en el respaldo de la silla y
suspiró. Fue un sonido ronco, casi gutural, que envió una segunda
onda expansiva contra la piel de Blake. Tenía que largarse de Las
Vegas como fuera o ya podía ir olvidándose de sus intenciones de no
acostarse con su esposa.
Ajena al efecto que provocaba en él, Samantha levantó las
piernas y apoyó los pies en la silla que tenía delante. La bata se abrió,
revelando una nueva porción de muslo.
Fue como si el cuerpo de Blake se vengara de él. La erección
alcanzó niveles cercanos al dolor y tuvo que cambiar de posición
sobre la silla para que Samantha no se diera cuenta.
—¿Qué tal has dormido? —le preguntó ella, sin molestarse en
cubrir su piel del color del alabastro.
—Bien —mintió Blake, intentando con todas sus fuerzas apartar
la mirada de sus piernas.
—¿En serio? Yo no he parado de dar vueltas. Esto del matrimonio me preocupa más de lo que pensaba.
¿Por qué no contarle que él sentía lo mismo? Claro que
entonces parecería que no tenía la situación bajo control. Blake tenía
que manejar las riendas de su vida con mano de hierro, incluido su
matrimonio.
—Seguro que acabarás acostumbrándote, sobre todo cuando yo
me vaya a Londres.
Samantha se inclinó hacia delante y cogió una tostada.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana.
—¿Mañana? —repitió ella, aparentemente sorprendida.
—Te llevaré de vuelta a Los Ángeles y te presentaré a Carter y a
mi equipo antes de prepararlo todo para mi marcha.
Samantha mordisqueó la tostada.
—¿No parecerá sospechoso que te vayas tan pronto estando
recién casado?
—Puede que sí, así que tendremos que esforzarnos para que
todo parezca normal. Llamadas diarias, algo que demuestre que
hablamos a menudo. Los abogados de mi padre no tienen escrúpulos.
Cuando iba a la universidad, contrataron a varios detectives privados
para que le informaran de mis fechorías.
—¿Hasta ese extremo?
—Mi padre les ofrecía sobornos, sobornos muy lucrativos, por
cada lío que descubrieran. Dudo que haya cambiado algo desde su
muerte. —De momento, no tenía intención de ahondar más en la
historia de su familia, así que preguntó—: ¿Tienes pasaporte?
—No desde que se lo quedaron los federales cuando tenía
veinte años. No creo que tenga problemas para sacármelo otra vez.
De todos modos, sería una buena excusa para explicar por qué no voy
contigo.
Lo dijo sonriendo, por fin despierta gracias a la primera taza de
café del día. Blake estaba convencido de que Samantha se había
dado cuenta de la brusquedad con la que había cambiado de tema,
pero prefería guardarse las preguntas para sí misma.
—Empezaré con el papeleo el lunes.
—Me parece bien.
—Ayer por la noche, mientras intentaba quedarme dormida,
estuve pensando en si debería adoptar tu apellido o no. Muchas
mujeres mantienen el suyo incluso después de casadas. Así sería más
fácil. —Se inclinó hacia delante y se sirvió una ración de huevos revueltos.
A Blake no le gustó como sonaba aquello. Tendría que
preguntarle por sus motivos, aunque más adelante.
—Si nos hubiéramos casado por amor y no por conveniencia,
¿habrías adoptado mi apellido?
—Pero no ha sido así.
—¿Pero si lo hubiera sido?
Samantha bajó la mirada hasta el anillo de herencia familiar que
Blake le había puesto en el dedo el día anterior.
—Sí, seguramente sí.
Blake se terminó la taza de café con ánimo renovado tras haber
conseguido la respuesta que buscaba.
—Pues entonces tendrás que cambiar de apellido. No quiero que
nadie se haga preguntas innecesarias, sobre todo teniendo en cuenta
que, para empezar, querrán saber por qué vivimos la mayor parte del
año en continentes diferentes.
Samantha quería discutir pero se conformó con un suspiro.
—Seguramente tienes razón.
—Antes de irme, abriré una cuenta a tu nombre y te daré las
llaves de mi casa. —La imagen de Samantha paseándose por su
dormitorio vestida únicamente con una bata blanca le arrancó una
sonrisa.
—No hace falta.
—No estoy de acuerdo —dijo él, mientras se servía un plato de
huevos, salchichas y tostadas—. No dejaré a mi esposa sin recursos.
—Como quieras, pero no los usaré. No necesito tu dinero, ya no,
ahora que te has ocupado de Jordan. Y tengo mi propia casa
—respondió ella, mientras masticaba la comida lentamente antes de
tragársela.
—Todavía te debo el veinte por ciento. Utiliza el dinero de la
cuenta, Samantha. Es lo que haría mi esposa. Además, no quiero que
la gente vaya diciendo que no te cuido.
Ella dejó caer una mano sobre la mesa.
—No arruinaré tu imagen, Blake.
—Sí lo harás si vas por ahí conduciendo un coche viejo y
escatimando en gastos menores. No digo que te compres un yate,
solo que no te vean en centros comerciales. —Se imaginó a la prensa
fotografiándola en un Walmart y no pudo reprimir una mueca de
disgusto.
—Eres consciente de lo clasista que suena eso, ¿verdad?
—Me da igual. Mis novias compraban en tiendas de
diseñadores, así que mi esposa no puede ir vestida de rebajas.
—Blake notó que Samantha apretaba los dientes y se preparó para
una discusión.
—¿Pasa algo malo con mi forma de vestir?
Vaya por Dios... Acababa de meterse en un campo de minas y
sin chaleco de plomo.
—Yo no he dicho eso.
—Sí, sí que lo has dicho.
Blake dejó el tenedor sobre la mesa.
—Sabes que tengo razón en esto.
Samantha apretó los labios, pero no le llevó la contraria.
—Vale.
—Bien. —«He ganado.» Dios, ¿alguna vez había discutido con
una mujer porque ella se negara a gastarse su dinero? Notó que se le
escapaba una sonrisa.
—¿Qué es tan divertido? —A Samantha le brillaban los ojos de
pura ira contenida; era una visión maravillosa.
—Creo que acabamos de tener nuestra primera pelea de
casados.
Samantha se relajó y sus hombros se empezaron a contraer de
la risa.
—Creo que sí.
—Y he ganado yo —puntualizó Blake.
Samantha lo miró con los ojos encendidos.
—No esperes que se repita a menudo.
No, murmuró él. No era tan tonto como para creer que siempre
se saldría con la suya. Sin embargo, ganar aquel primer encontronazo
había sido como echar un poco de nata montada en lo alto del pastel
de bodas.