Parte 2
La niebla era un muro que lo devoraba todo.
Elena seguía al extraño sin saber realmente por qué. No conocía su nombre, ni su rostro, ni sus intenciones. Pero algo en sus ojos —dorados, inhumanos— le transmitía una certeza: si se quedaba, no vería el amanecer.
El bosque era una extensión viva, palpitante. Las ramas parecían cerrarse tras ellos, ocultando el camino de regreso. Y aunque sus pasos eran rápidos, no se oía crujir de hojas secas, ni animales. Solo sus respiraciones y el murmullo leve de la niebla, como si les hablara.
—¿A dónde vamos? —preguntó Elena, jadeando.
—A donde no nos puedan seguir. Todavía.
—¿Quiénes?
El muchacho no respondió de inmediato. Se detuvo junto a una formación rocosa cubierta de musgo, colocó la mano en una ranura casi invisible y, con un leve empujón, una puerta de piedra se abrió hacia abajo.
—Aquí —dijo—. Rápido.
Elena vaciló.
—¿Qué es esto?
—Un lugar seguro. O lo más parecido que tenemos.
El olor a tierra húmeda, cera derretida y flores secas la envolvió al descender. La caverna se cerró tras ellos con un susurro de piedra y oscuridad. Una hilera de faroles encendidos creaba un sendero tenue hacia el fondo. Elena siguió al joven a una cámara abovedada, donde decenas de símbolos estaban tallados en las paredes.
Círculos, triángulos, garras, lunas con bocas abiertas, ojos tachados.
Un altar de piedra negra dominaba el centro, cubierto de marcas de sangre seca.
Elena tragó saliva.
—¿Dónde estamos?
—En una cámara de los Vigilantes —dijo él—. Tu madre venía aquí a menudo. Ella y los otros.
—¿Otros?
—Los que quedan del viejo pacto. Los que aún intentan proteger la g****a.
Elena retrocedió un paso.
—No entiendo nada. ¿Qué es la g****a? ¿Qué tiene que ver con mi madre?
Él la miró con pesar.
—Todo.
Se acercó a una de las paredes y pasó la mano sobre una figura. Un símbolo que Elena reconoció: el mismo círculo de dientes grabado en la piedra sobre la tumba de su madre.
—Hace siglos, algo fue encerrado bajo Valdheim. Algo que no puede morir, solo dormir.
—¿Qué cosa?
—Una entidad que no tiene nombre humano. Lo llaman El Que Devora el Silencio. Lo sellaron con cuatro pactos de sangre, uno en cada punto del pueblo. Cada familia guardiana protegía uno. Los Kovac protegían el del bosque.
Elena sintió una punzada.
—¿Mi madre era parte de eso?
—Era la última de su línea. Cuando tu abuela murió, ella heredó el vínculo. Pero algo salió mal. Uno de los otros sellos fue quebrado. Y entonces, vinieron las criaturas.
Elena recordó el aullido. Los ojos en el bosque.
—¿Qué son?
—Sombras de carne. Perros de lo innombrable. No tienen forma fija. Usan cuerpos robados. Se alimentan del miedo, del luto. Cuando murió tu madre, el bosque los dejó entrar.
—¿Por qué?
El muchacho la observó un momento en silencio.
—Porque tú volviste. Y contigo, la sangre del pacto.
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Durante horas, Elena escuchó. Él le habló de los sellos, de la g****a en lo profundo del bosque —un pozo sellado con sal, hueso y palabras antiguas—, de los símbolos que protegían el pueblo y de cómo uno a uno habían ido olvidando, abandonando sus deberes.
—¿Y tú? —le preguntó ella al fin—. ¿Quién eres en todo esto?
—Mi nombre es Adrian. No soy de Valdheim. No exactamente.
—¿Qué significa eso?
—Nací aquí, pero no como tú. Mi madre era humana. Mi padre… no.
Elena palideció.
—¿Eres uno de ellos?
—No. Pero tengo parte de su sangre. Por eso puedo entrar en lugares donde otros no. Por eso puedo sentirlos. Y por eso —dijo, mirándola directo a los ojos—, te encontré antes de que lo hicieran ellos.
De repente, algo resonó sobre sus cabezas. Un golpe sordo. Luego otro.
Como garras arañando piedra.
—Nos encontraron —susurró Adrian.
Elena se giró hacia la entrada. De entre las sombras, una figura descendía por la roca. Sus movimientos eran antinaturales: como si sus huesos estuvieran mal ensamblados. No caminaba. Deslizaba.
Tenía forma humana… pero no lo era. Su rostro era un borrón: ojos vacíos, sin cejas, sin boca. Una especie de neblina negra salía de su piel, y un zumbido llenaba el aire. El zumbido del hambre.
—¡Corre! —gritó Adrian.
Pero Elena no podía moverse. El zumbido llenaba su mente. Recordó a su madre, la sangre, el cuaderno… y el espejo. Sus propios ojos, negros. Como los de esa cosa.
Entonces, algo se rompió dentro de ella. Un fuego rojo le subió por el pecho. El símbolo del cuaderno brilló en su memoria. Extendió la mano… y la criatura se detuvo.
Por un instante, el tiempo pareció congelarse.
Adrian la miró, sorprendido. La criatura tembló… y retrocedió.
Elena bajó la mano, sin entender lo que acababa de hacer.
—¿Qué fue eso? —susurró.
Adrian respiró con dificultad.
—El comienzo.