NARRA DIMITRI
—Era su ex... No puedo creerlo —le digo a Marcus, sintiendo cómo la rabia me quema la garganta. Ethan me pidió que cuidara de ella, que velara por su seguridad. ¿Y ahora resulta que era su ex? Siento que algo se me clava en el pecho, algo que no sé si es celos, traición... o simplemente miedo.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta Marcus, manteniendo la compostura que yo he perdido.
—Ella misma me lo confirmó —respondo, aunque mi voz suena más rota de lo que me gustaría. Parte de mí quiere creer que me mintió, que nada de esto tiene sentido. Pero la otra parte... la que la ha mirado a los ojos, sabe que no mentía.
—Es mentira, Dimitri. Tiene que serlo —dice Marcus, bajando la voz—. Ethan y ella tienen un vínculo familiar. Investigando descubrí que Ethan pidió un análisis de sangre entre ambos—
Lo miro, sintiendo que el mundo se detiene. Marcus calla. La tensión me aplasta el pecho.
—Marcus... —susurro, mi voz cargada de amenaza contenida—. No me hagas perder la paciencia. Dímelo—
—Ethan... es su padre —dice finalmente. Dos palabras que me atraviesan como un cuchillo.
—¿Qué... has dicho? —pregunto, aunque he escuchado perfectamente.
—Su padre, Dimitri —repite, su mirada llena de dudas. Mi mente queda en blanco unos segundos, intentando recomponerse. Ethan, su padre... ¿cómo no lo vi? ¿Cómo no lo sospechamos?
—¿Entonces él nunca supo que ella era su hija? —mi voz apenas me sale.
—No lo sabemos. Si pidió la prueba, probablemente ya lo sospechaba. Pero esto abre un agujero aún mayor. Si era su hija, ¿por qué no heredó nada? ¿Por qué nadie de la familia la reclamó? Además, la madre biológica de Elizabeth murió de la misma manera que Ethan... y últimamente alguien ha intentado atacar a la familia de Ethan. Hay algo muy turbio detrás de todo esto—
Me paso las manos por el pelo, intentando pensar con claridad.
—¿Y qué pasa con el dinero?—
—La mayor parte de su fortuna se desvió a otra cuenta. Todo apunta a que está a nombre de Elizabeth. Si es así, ella sería dueña de un porcentaje importante del casino, aunque tal vez no lo sepa—
—Tal vez ni siquiera sepa que Ethan es su padre—
—Ella sabía que era adoptada, Dimitri —dice Marcus, tendiéndome unos documentos. Paso las hojas rápidamente: no comparten apellido, consta en el registro que no es hija biológica.
Suspiro. Mi cabeza retumba con mil preguntas.
—Y el hombre que quiso comprarla... ¿quién era? —pregunto, temiendo la respuesta.
—Alexander Fronsic —dice Marcus, y me muestra unas fotos. En una, Elizabeth y Alexander tienen el mismo tatuaje: lealtad, fidelidad y dolor. Ella lo lleva en el costado de la cintura; él, en el cuello.
Un escalofrío me recorre.
—¿Qué eran ellos? —pregunto en voz baja, temiendo la respuesta.
—No lo sé. Pero Alexander le lleva bastantes años. Hay algo que no encaja. Además, si la enfrentas directamente, puede que no te diga toda la verdad. Déjame investigar un poco más antes de que actúes—
Asiento, aunque por dentro solo quiero salir corriendo a buscarla, abrazarla, exigirle respuestas... y a la vez, protegerla del mundo entero.
Después de hablar un poco más con Marcus, salgo de allí sintiendo que me falta el aire. Conduzco demasiado rápido, intentando acallar las voces en mi cabeza. Cada pregunta me golpea con fuerza: ¿Por qué Ethan nunca lo dijo? ¿Por qué Elizabeth lleva el mismo tatuaje que Alexander? ¿Qué secretos me está ocultando?
Pero todo eso se desvanece en cuanto llego a casa.
Elizabeth está en el salón, pálida como un fantasma, encorvada por el dolor, las manos sobre el vientre. Su respiración es irregular, entrecortada.
—¿Qué ha pasado? —pregunto a Rosa, mi voz cargada de un miedo que no puedo ocultar.
—Su madre vino poco después de que usted se fuera —dice Rosa, temblando—. Discutieron. Escuché que su madre le gritaba que no te merecía... y Elizabeth la acusó de haberla empujado por las escaleras—
—¿Mi madre hizo qué? —pregunto, la rabia mezclándose con un terror absoluto.
—Sí... —dice Rosa, con los ojos vidriosos—. Su madre le gritó que solo quería arruinaros la vida... pero no entendí más—
—¡DIMITRI! —escucho su voz débil desde arriba. Subo las escaleras de dos en dos, el corazón latiéndome a un ritmo salvaje.
Elizabeth apenas puede mantenerse en pie. Su cara está desencajada del dolor, las lágrimas le corren por las mejillas.
—Necesito... que me lleves al hospital... duele demasiado —susurra.
La alzo en brazos, siento lo frágil que está, cómo tiembla contra mí. Su cabeza se apoya en mi pecho, sus cabellos pegados a la frente por el sudor.
—¿Fue mi madre la que te empujó? —pregunto, la voz rota. Ella no dice nada, pero asiente levemente.
Un temblor me recorre. Quiero gritar, romper algo, pero solo la abrazo más fuerte.
—Lo siento tanto... —susurro contra su pelo.
—No quiero que te enfrentes a ella... —dice entre sollozos—. Si pierdo al bebé... tal vez nunca más pueda quedarme embarazada... No quiero perderlo, Dimitri—
Sus palabras me destrozan. Me muerdo el labio hasta saborear la sangre.
—No va a pasar nada, amor. Te lo prometo. Todo saldrá bien —le digo, limpiando sus lágrimas con el pulgar.
—Cuando me llamas "amor"... siento que todo el dolor se apaga... siento que todo tiene sentido —susurra, y se aferra más a mí.
—Te lo repetiré mil veces, Elizabeth. Amor... amor... —le susurro mientras bajamos las escaleras.
En el coche, ella sigue retorciéndose, apretando mi brazo con fuerza. Sus lágrimas me calan hasta los huesos. Me siento impotente, el hombre más poderoso de la ciudad... y aun así incapaz de quitarle el dolor.
Al llegar al hospital, la entrego a los médicos casi arrancándola de mis brazos. Me quedo mirando cómo se aleja en la camilla, mi corazón marchándose con ella.
Las luces frías del hospital me rodean. Camino de un lado a otro del pasillo, las manos cerradas en puños. Cada segundo parece una eternidad.
Recuerdo la primera vez que la vi, con esa mirada desafiante, rota, pero llena de fuego. Recuerdo cómo me derritió con una sola sonrisa, cómo me hizo sentir que por fin había algo puro en mi vida.
Y ahora, pensar que puedo perderla... que puedo perder al hijo que ni siquiera hemos visto aún... me destruye.
Me apoyo contra la pared, cierro los ojos y dejo que por un momento me venza el miedo. Solo un momento. Porque por ella... por los dos... tengo que mantenerme en pie.
Un médico se acerca. Lo miro, el corazón detenido.
—Dígale a Elizabeth... que la amo más que a mi vida —susurro, aunque no sé si me escucha. Solo quiero que ella lo sepa.
Sigo esperando. Y mientras espero, solo rezo —algo que no he hecho en años— para que ambos salgan de ahí con vida.