Escapando.
PRÓLOGO.
«El juez, consultaba repetidamente su reloj de bolsillo. Los invitados, susurraban al oído del otro. Todo lo contemplaba desde la ventana del segundo piso, resguardado tras cortinas de seda, mientras esperaba con calma. Camila, mi asistente personal desde hace cinco años y probablemente la única persona en quien realmente confiaba, llegó con noticias, su expresión era un desastre que estaba por anunciarme.
—Adrián, su padre ha llegado, viene acompañado de su esposa… —se interrumpió.
—Entonces, es momento de bajar —me giré, y vi el rostro de Camila pálido, como si hubiera visto un fantasma— ¿Qué ocurre? —pregunté, sintiendo cómo mi estómago se contraía anticipando la respuesta. Ella presionó los labios hasta formar una fina línea, esquivó mi mirada posándola en el jardín para la recepción que quizás nunca tendría lugar— Cami... habla de una vez porque me estoy irritando más de lo que puedes imaginar.
—Creo que... deberías hablar directamente con sus padres, Adrián. No me corresponde a mí ser quien te diga lo que está sucediendo.
—Dímelo tú. Ahora mismo —exigí conteniendo la ira que amenazaba con desbordarme.
—Ella no ha venido… simplemente no está —confesó—. Sus padres han llegado solos.
Tensé la mandíbula hasta sentir un dolor en las sienes, sin esperar más explicaciones salí precipitadamente de la habitación y bajé las escaleras hasta donde estaban sus padres.
—¿Dónde está ella? —pregunté, sin saludos ni consideraciones que ya resultaban absurdas.
—No lo sabemos —comentó el hombre temblando bajo su traje, incapaz de mantener mi mirada—. Cuando fui a buscarla a su habitación no estaba allí, había desaparecido.
—¿Cómo que no estaba? ¿Le dijiste que hoy se casaba?
—Lo hicimos —intervino la madre con voz entrecortada—. Pero no aceptó la idea.
Suelto bruscamente al miserable que tenía agarrado por las solapas, posé la mirada en aquella mujer que pretendía vender a su hija como mercancía— ¿A qué hora escapó?
—No tenemos idea.
—¿Qué clase de padres son ustedes que ni siquiera se dan cuenta cuando su única hija desaparece? —me reí entre dientes con un desprecio que no me molesté en disimular— Ah, ya entiendo, unos miserables oportunistas que son capaces de venderla al mejor postor para conseguir salir de la ruina que ustedes mismos provocaron —agacharon la cabeza avergonzada como dos miserables sin dignidad—. Supongo que recuerdan lo que va a pasar si ella no aparece antes del final del día según nuestro contrato firmado —volvieron a mirarme con pánico evidente. Él suplicó patéticamente que le diera tiempo para encontrarla—. Te refundiré en prisión por fraude y me quedaré con cada centímetro de tu empresa, hasta el último activo.
—Señor... le prometo que la encontraré y la traeré ante usted... se lo juro por mi honor.
—¡Cállate! ¿De qué honor me hablas si tú no tienes honor? —rugí fulminándole con una mirada—. Yo mismo me encargaré de encontrarla.
Sin más, pasé por en medio de los dos, chocándolos con mi hombro en un gesto de desprecio. Llegué a la salida principal y ordené a mis hombres iniciar una búsqueda, en todos los aeropuertos internacionales, terminales terrestres, estaciones de tren, y no encontramos nada, como si se hubiera desvanecido en el aire de la noche a la mañana.
Regresé antes del anochecer, con las manos vacías y la humillación ardiendo en mi pecho. El juez, los invitados aún permanecían allí, porque así lo había decretado, puesto que ese día me casaría sí o sí, sin importar las circunstancias.
—Camila, siempre dices que eres mi mejor amiga ¿cierto? —le pregunté cuando todos los demás nos daban espacio.
—Lo soy, Adrián, lo sabes muy bien—respondió con sinceridad.
—Bien, entonces quiero que camines junto a mí hasta donde espera el juez, y te cases conmigo...
—¿¡Qué estás sugiriendo!? —exclamó perpleja, como si le hubiera propuesto algo descabellado— No puedes estar hablando en serio.
La miré hasta que tragó gruesa saliva, comprendiendo que no había ni un ápice de broma en mi proposición.
—¿Dejarás que tu mejor amigo pase la peor vergüenza pública de su vida profesional y personal?
—No —aseguró, después de un momento de reflexión dijo—. Me casaré contigo, Adrián».
CAPÍTULO 1
Estaba en la habitación vestida de novia, contemplando mi reflejo en el espejo mientras las lágrimas amenazaban con arruinar el maquillaje.
El vestido blanco, elaborado con fina seda y encajes importados, pesaba sobre mis hombros como una cruz. Esperaba con el corazón acelerado el momento en que mi padre viniera por mí para llevarme hacia el hombre con quien me casaría, en una ceremonia de transacción comercial.
Debo confesar que no era mi decisión casarme con ese hombre, sino la de mi padre, quien había decidido mi destino sin consultar mis deseos o sentimientos.
Según me charlaron, estaban en quiebra total y la única salida para evitar la ruina completa era esa: venderme al mejor postor como si fuera una mercancía más en el inventario familiar.
No esperaba nada más de mi padre, ya que durante toda mi vida nunca me ha amado como un padre (y tío) debe amar a su hija, tratándome más como una inversión a futuro que como su propia sangre. Menos podía esperar de mi madre, una mujer sumisa y apagada quien hace todo lo que el señor de la casa decide, sin atreverse jamás a contradecir sus órdenes o defender a su única hija.
Sin embargo, después de noches enteras de insomnio y lágrimas silenciosas, he decidido escapar, irme lejos de esta jaula dorada porque esta no es la vida que quiero, no es la vida con la que sueño cada noche cuando cierro los ojos. Ni siquiera conozco a mi futuro esposo, no sé cómo es su rostro, su voz, su manera de ser, si será bueno o malo conmigo. Imagino que no es tan bueno como para estar dispuesto a comprar una esposa como quien compra un objeto. No es alguien de admirar ni respetar.
Con manos temblorosas, tomo mis cosas más esenciales, mi pasaporte y algunos preciados recuerdos de mi abuela, quien fue la única que me cuidó y me dio amor verdadero durante mi infancia. Me crie junto a ella en otro estado, para ser exactos en California, donde viví los años más felices de mi vida, rodeada de su amor incondicional y sus sabios consejos. Pero cuando mi abuela partió de este mundo, dejando un vacío imposible de llenar, tuve que regresar a vivir con mis padres, para que dos años después, cuando apenas cumplía la mayoría de edad, me vendieran como mercancía a un hombre que había prometido sacarles de la ruina financiera que ellos mismos habían provocado.
Regresé a California, usando una identidad falsa. Una identidad que me permitiera comenzar una nueva vida, reinventarme desde cero, sin el peso del apellido familiar ni las expectativas aplastantes de una sociedad que ve normal vender a sus hijas. Sin complicaciones, ni obligaciones impuestas por otros, solo yo y mis sueños por cumplir.
Sueño con casarme, sí, tener muchos hijos que crezcan rodeados de amor verdadero, correcto, pero con alguien a quien yo elija libremente, ame con toda mi alma, y sepa en lo más profundo de mi corazón que me hará feliz cada día de mi vida. Alguien que me vea como su igual, no como una propiedad adquirida.
Encontrar trabajo con solo haber terminado la preparatoria y sin un nivel de universidad fue un desafío enorme, pero no imposible para quien tiene la determinación de progresar y construir su propio camino.
Las puertas se cerraban una tras otra, pero mi espíritu no se quebró ante los rechazos.
Había una empresa italiana, una corporación prestigiosa en el corazón de la ciudad, en la que se solicitaba empleados para servicio de mantenimiento. No era un trabajo del que mi abuela estaría orgullosa, ya que ella siempre soñaba en verme convertida en alguien tan importante como ella misma lo fue, liderando el negocio familiar, ese imperio que, tras su muerte, mi padre se apoderó con artimañas legales y en tan solo dos años lo llevó a la ruina total con sus malas decisiones y su avaricia sin límites. Pero era un trabajo decente, honrado, el que me mantendría con vida y me daría la independencia necesaria en lo que encontraba algo mejor.
Cuando ingresé a trabajar, conocí muchas personas de diversos orígenes y personalidades, algunas fueron extraordinariamente amables y me tendieron la mano cuando más lo necesitaba, pero también encontré almas crueles, personas que, por tener un puesto mejor o más antigüedad, me trataban como si fuera menos que basura, recordándome constantemente mi posición en la jerarquía empresarial.
Para otros empleados y ejecutivos, pasé completamente desapercibida durante todos esos años, como una sombra más en los pasillos, entre ellos estaba mi jefe máximo, el CEO de la compañía. Un hombre alto, imponente, con un cuerpo tallado por los mismos dioses griegos, un rostro de ensueños que parecía esculpido en mármol, y unos ojos intensos, profundos, de esos que cuando te miran por casualidad, te queman hasta el alma misma.
Me enamoré secretamente de él, guardando este sentimiento en lo más profundo de mi corazón. De un hombre que exudaba poder, elegancia, belleza y todo lo referente a maravilla en cada uno de sus movimientos. Su sola presencia iluminaba cada habitación que pisaba, y su voz grave, melodiosa hacía temblar mis rodillas cada vez que lo escuchaba hablar en las reuniones.
Pero sus ojos color jamás se detuvieron en mí más que por un fugaz segundo, nunca se tomaron el tiempo de verme con calma o notar mi existencia más allá de mi función laboral, menos se acordaba de mi nombre entre tantos empleados. Siempre se dirigía a mí con gestos impacientes, traqueando los dedos como si fuera una mascota o simplemente diciéndome: “oye tú, la de limpieza”. Pero para mí, que solo me dirigiera la palabra, aunque fuera de esa manera distante, ya era como si la luz del universo entero me alumbrara. No importaba de qué forma lo hacía, solo importaba que por un breve instante su atención se posara en mi existencia.
Un día particularmente agitado, mientras limpiaba el baño de su lujosa oficina en el último piso, lo escuché hablar por celular, su voz atravesando las paredes con gran claridad que me heló la sangre.
—Necesito una mujer que esté dispuesta a hacerlo. No me importa lo difícil que sea, necesito que sea joven, que no tenga muchos recursos y que esté dispuesta a traer a este mundo a mi hijo. La paga será buena, más de lo que cualquiera podría imaginar —hubo un silencio prolongado mientras escuchaba atentamente la voz al otro lado de la línea, sus dedos tamborileaban sobre el escritorio de caoba—. Mis muestras están resguardadas en el hospital central, la gestante tiene que ser hermosa, con características físicas excepcionales —volvió a hacer silencio—. Quiero seguir con el procedimiento, entiendes que nada ni nadie me hará cambiar de opinión sobre este asunto —silencio, un silencio que parecía extenderse eternamente—, has lo que consideres necesario para conseguir a la gestante adecuada, y cuando la encuentres envíala al hospital central con el doctor Diogo Sánchez.
Abro la puerta, su mirada penetrante se posa instantáneamente en mí, me observa con una intensidad que podría atravesar muros. Lo sé perfectamente, odia con pasión desmedida, detesta con todas sus fuerzas que alguien ose interrumpirlo durante sus conversaciones privadas. En incontables ocasiones he sido testigo silencioso de cómo reprende severamente a la secretaria o a cualquier otro empleado que se atreva a llamar o irrumpir en su sagrada oficina durante sus momentos de trabajo.
Antes de que pueda desatar su furia y me regañe como acostumbra hacer con los demás, decido tomar la iniciativa y hablar.
—Señor, me ofrezco a ser su gestante —estaba abriendo la boca para refutar mi inesperada presencia, y al escuchar mi propuesta se queda completamente estupefacto, con los labios apenas entreabiertos, como si las palabras se hubieran congelado en su garganta—. He escuchado su conversación, y quiero decirle que puede detener su búsqueda, porque aquí tiene a la gestante que necesita.
Su poblada ceja se enarca con notable escepticismo. Parece que quien está en la línea le cuestiona sobre lo que está ocurriendo, por ello se ve obligado a interrumpir.
—Espérame un momento, tengo un asunto que requiere mi atención —silencia la llamada con un movimiento, y se acerca a mí con pasos lentos. Mis piernas tiemblan ante su profunda mirada escrutadora, ante su imponente cercanía—. Tú, te has atrevido a escuchar mi conversación privada.
—Señor, le aseguro que fue… fue una simple casualidad del destino, yo me encontraba…
—¡Silencio! —ruge con su voz grave y autoritaria, lo que me hace estremecer hasta la médula y callarme instantáneamente— ¿Cómo osas escuchar mientras mantengo una conversación confidencial por teléfono? Y lo que es aún más grave… —me examina de arriba abajo con desdén apenas disimulado—, tienes la osadía de ofrecerte para ser gestante de mi hijo —vuelve a escrutarme de los pies a la cabeza con evidente desaprobación—. Si efectivamente escuchaste la conversación como afirmas, habrás comprendido que especifiqué que la mujer que sirva como gestante debe poseer una belleza extraordinaria.
No es que yo carezca de atractivo físico, soy plenamente consciente de ello, mi belleza es completamente natural y cautivadora, solo que cuando me vi forzada a huir precipitadamente de mis padres, tuve que modificar mi identidad, y con ello transformar mi apariencia exterior, la cual actualmente no resulta agradable para la mayoría de las personas que me rodean.
Por necesidad, uso un cerquillo que oculta mi frente y parte de ojos, extensas faldas holgadas combinadas con blusas sueltas que disimulan mi figura, y un maquillaje estratégicamente aplicado que, en lugar de realzar mi belleza natural, me hace lucir como una versión moderna de Betty la fea—. ¿Acaso no te has detenido a observarte en un espejo?
Sus palabras mordaces deberían lastimarme, quizás si realmente fuera poco agraciada me afectarían considerablemente, sin embargo, tengo plena consciencia de lo hermosa que soy bajo esta fachada, y las palabras hirientes que pronuncia no logran mellar mi seguridad interior.
—Señor… eso tiene una solución —digo con absoluta convicción y serenidad.
—¿Solución? —no se permite reír abiertamente, pero puedo percibir que está conteniendo con dificultad las ganas de soltar una carcajada sarcástica— ¿De qué forma piensas lograrlo? ¿Mediante interminables capas de maquillaje o costosas cirugías? —él mismo responde a sus preguntas retóricas con desdén— No, eso no me beneficia en absoluto, porque mi futuro hijo heredaría… unos genes poco afortunados en el aspecto estético.
—Señor, le garantizo que podré darle hijos hermosos, confíe en mi palabra.
Me mira con intensidad, mientras escruta mi rostro, para segundos decir.
—Definitivamente, no —se gira, y va hacia su asiento—. Ahora, abandona mi oficina —demanda.
—Señor —insisto por última vez—. Si mañana amanezco hermosa, ¿me elegiría como la gestante? —ya sentado en su asiento, como un mismo rey, refuta.
—Vete.
—Solo responda mi pregunta… si cambio apariencia, ¿me dará la oportunidad? —rueda los ojos, se nota que está fastidiado.
—¿Puedes hacerlo? ¿Arreglar eso? —sonrío. Por qué es más que suficiente.