Estás despedida.

3220 Palabras
En dos años he ahorrado lo suficiente como para tomarme el día e ir al spa, salón de belleza, y todos los lugares que una mujer de clase visita. Después de tanto esfuerzo y dedicación, finalmente puedo darme estos lujos que después de llegar aquí me parecían inalcanzables. Cada moneda guardada representa horas extra de trabajo, almuerzos austeros y fines de semana sin salidas, todo con el propósito de alcanzar este momento. Entro a uno donde me den todos los servicios y me dejen como nueva. El establecimiento luce elegante, con paredes de tonos pasteles y una suave música de fondo que invita a la relajación. El aroma a aceites esenciales y cremas corporales inunda el ambiente. Al entrar, todas las miradas, incluso las de las clientas se posan en mí, me miran con lastima, asco y muchas otras cosas más. He decidido ingresar tal cuál voy al trabajo, como mi cerquillo horroroso, mis cejas mal pintadas y mi ropa holgada. Las mujeres susurran entre ellas, algunas ni siquiera intentan disimular su desagrado, mientras otras fingen estar concentradas en sus revistas de moda. El personal mantiene una sonrisa forzada, claramente incómodos con mi presencia en su exclusivo establecimiento, pero una de ellas decide acercarse. —¿En qué puedo ayudarte? —se acerca, por cierto, muy hermosa, tan hermosa como alguna vez lucí. Su cabello perfectamente peinado brilla bajo las luces del salón, su maquillaje impecable resalta sus rasgos naturales, y su uniforme se ajusta elegantemente a su figura estilizada. Sus movimientos son gráciles y seguros, como los de alguien que conoce su valor. Y ella lo tiene. —Quiero… —miro mi reflejo a través del espejo, y no me sorprendo. Ya me acostumbré a esa imagen, y me siento orgullosa de ello, solo que, necesito cambiar de apariencia para que mi jefe me elija. El espejo me devuelve una imagen que he aprendido a aceptar durante estos años: un rostro sin maquillaje, cabello descuidado y una expresión que mezcla resignación con determinación. ¿Es normal que una mujer quiera verse hermosa para que alguien la acepte? No debería ser así, no obstante, yo pienso cambiar mi apariencia por alguien más y no por mí misma. Esta pregunta resuena en mi mente mientras observo a las otras clientas, todas ellas perfectamente arregladas, como si siguieran un manual invisible de belleza socialmente aceptada. La verdad es que me siento bien siendo la fea. Ya me acostumbré a esa imagen, a los rechazos y las caras de asco de algunos de mis compañeros. Así pasó desapercibida, no frecuento a las personas, y tengo una vida social como siempre la soñé, aburrida y en soledad. No obstante, ahora estoy aquí, cambiando mi apariencia, mejor dicho, recuperándola, y es porque quiero ser esa mujer que lleve en el vientre el hijo de mi jefe. —Ya sé lo que quieres, y yo te daré ese cambio —me guía hacia una de las sillas vacías. Estoy loca, lo sé. Pero también sé que estoy enamorada, locamente enamorada de mi jefe, y por ese amor, soy capaz de hacer cualquier cosa por él. Las noches en vela pensando en él, los suspiros discretos cuando pasa cerca de mí, las fantasías de una vida juntos, todo se acumula en mi mente como un torbellino de emociones incontrolables. Sería maravilloso llevar una vida suya en mi vientre, alguien que comparta nuestra sangre. Sonrío imaginando como será nuestro bebé, nuestro pequeño ángel. En mis sueños, veo un futuro perfecto, lleno de momentos familiares y amor incondicional, aunque en el fondo, una voz me advierte sobre lo irreal de estas fantasías. Paso toda la mañana en el salón, y demás lugares donde dejan mi piel, rostro y cabello brillante y radiante. Luego paso por la tienda a comprar nueva ropa, porque no puedo presentarme con las que suelo usar. Las horas transcurren entre tratamientos, masajes y cambios de imagen, mientras las estilistas trabajan en transformarme en aquella mujer que alguna vez fui. Cuando al fin lo logran me veo al reflejo y siento que he vuelto al pasado, como si el tiempo hubiera retrocedido varios años en un instante fugaz. Por un segundo temo que mi padre me encuentre, que él me encuentre entre la multitud de rostros desconocidos, pero los murmullos alegres y reconfortantes de la estilista, junto con las animadas conversaciones de las clientas que llenan el salón de belleza, me sacaron abruptamente de los pensamientos oscuros que amenazaban con consumirme. —Mira nomás la hermosa mujer que tenemos aquí —exclama la estilista con asombro mientras da los últimos toques a mi transformación, sus ojos brillan con satisfacción ante el resultado de su trabajo. —Chica, su trabajo es excelente —dice una de las clientas con palabras cargadas de sincera admiración mientras otras mujeres asienten en señal de aprobación. —Mujer, pero si has sido hermosa desde siempre, ¿cómo es que soportaste vivir tanto tiempo escondida debajo de ese otro aspecto que no te hacía justicia? —pregunta otra cliente mayor. Si supieran que no pasó mucho tiempo desde que esa mujer irreconocible se apoderó de mi imagen, que fue una máscara necesaria para sobrevivir en un mundo que me obligó a esconderme. Agradezco profundamente a la mujer que me atendió con tanta dedicación y profesionalismo, y salgo del establecimiento bajo una lluvia de halagos y buenos deseos que calientan mi corazón. Minutos después ingreso con paso firme y decidido al hospital que se alza frente a mí, sus paredes blancas e impolutas brillan bajo el sol. Pregunto en recepción por el doctor Diogo Martínez, ese nombre que quedó grabado en mi memoria mientras escuchaba la conversación telefónica de mi jefe. —¿Eres una de las postulantes para el programa? —pregunta con interés profesional, y asiento emocionado, conteniendo apenas mi nerviosismo. Él consulta su reloj de pulsera con gesto pensativo— Bien, por ahora me limitaré a tomar algunos datos preliminares, pero mañana necesitarás presentarte muy temprano para realizarte una serie de análisis completos. —¿Qué tipo de análisis? —inquiero con cierta inquietud en mi voz, y él levanta la mirada de sus documentos para observarme detenidamente. —¿Estás consciente del programa para el que te estás postulando? —muevo la cabeza en señal de asentimiento, aunque mi corazón late con fuerza— Entonces comprenderás que es fundamental comprobar tu fertilidad, y más importante aún, verificar que no padeces ningún tipo de enfermedad, ya sea hereditaria o infecciosa que pudiera complicar el proceso. —Ah, ya comprendo —respondo, intentando mantener la calma ante la magnitud de lo que estoy a punto de emprender. —Excelente, entonces empecemos por registrar tus nombres completos y apellidos. También necesitaré la información de tus padres y familiares cercanos para los antecedentes médicos —trago grueso ante sus preguntas, sintiendo cómo el miedo trepa por mi espalda. Cuando el silencio se prolonga más de lo normal, levanta la mirada de sus papeles y cuestiona con preocupación— ¿Existe algún problema con tus familiares que deba saber? —No tengo familiares, doctor —confieso con voz apenas audible—. Tenía una abuela que fue mi único apoyo durante años, pero ella falleció hace algunos años —muerdo el labio inferior con fuerza para contener la avalancha de emociones que amenaza con quebrar mi compostura ante esta historia que me duele recordar—. Estoy sola en el mundo, ¿eso representa algún problema para el programa? —él niega con un gesto comprensivo. —Pasemos entonces a otros temas más relevantes para el proceso —agradezco internamente que deja de lado el doloroso tema de mis familiares, y se centra exclusivamente en mi situación actual y los requisitos del programa, después de todo, seré yo quien asuma esta responsabilidad, no mis fantasmas del pasado. Mi agitado día termina ahí, pero la noche se convierte en un tormento de pensamientos. No puedo conciliar el sueño mientras mi mente da vueltas sin cesar, anticipando los análisis que me realizarán al día siguiente, y atormentándome con la posibilidad de que ahora que he recuperado mi verdadera identidad, mis padres o incluso el hombre que dejé plantado en el altar podrían dar conmigo. Por la mañana siguiente me levanto cuando apenas despunta el alba. Me doy un baño revitalizante y aplico un maquillaje discreto, apenas algo de rímel para resaltar mi mirada y un toque de labial para darme confianza. Llego puntualmente al laboratorio donde el doctor Diogo ya espera para realizar la extensa serie de análisis que determinarán mi futuro. —Te contactaremos sin falta en cuanto tengamos todos los resultados procesados —anuncia con tono neutral mientras organiza los formularios. —Disculpe la insistencia, doctor, ¿podría especificar cuándo aproximadamente tendré noticias? —intento ocultar mi ansiedad. —Solo mantente atenta a tu celular en los próximos días —responde con tono definitivo mientras se retira del consultorio, dejándome sumida en un mar de dudas e incertidumbres sobre lo que el destino me deparará. Al día siguiente me levanto temprano, arreglo mi cabello, me coloco un poco de maquillaje, no en exceso, pues mi jefe odia el maquillaje, así que, debo lucir natural, porque de lo contrario no me elegirá. Finalmente me coloco un jean con una blusa licra ajustada al cuerpo, la introduzco dentro de mis pantalones y me observo de atrás, y adelante. Cada detalle de mi apariencia está calculado para agradar sus gustos particulares, como si fuera una actriz preparándose para el papel más importante de su vida. Me veo bien, después de dos años vuelvo a usar jean, pues mi nueva identidad me obligó a abandonarlos. La tela se ajusta perfectamente a mi figura, recordándome aquellos tiempos cuando la confianza en mí misma era natural y no algo forzado como ahora. Al llegar a seguridad del edificio me detienen. Así he visto que hacen con muchas chicas hermosas, los guardias de seguridad las detienen para hacerle la plática, ni siquiera le revisan la credencial y las dejan pasar sin problemas, algo que conmigo nunca hacían, siempre buscaban la más mínima cosa para no dejarme pasar, ni siquiera cuando les entregaba mi credencial, siempre tenía que esperar a mi amigo Robert para que me ayudara. —Es la primera vez que la vemos por aquí, señorita —dicen los guardias de seguridad con un evidente tono de coqueteo— ¿En qué área de la empresa trabaja? Sus ojos curiosos recorren mi figura con un interés poco profesional. —En limpieza —respondo con voz clara y firme, notando cómo sus expresiones cambian instantáneamente. La sorpresa se dibuja en sus rostros, y puedo percibir cómo intercambian miradas desconcertadas. No logro descifrar si su asombro proviene de mi tono de voz parecido a la fea a la que siempre le hacían problema, o simplemente del contraste entre mi apariencia y el puesto que ocupo. —¿Limpieza? —se miran entre ellos con evidente confusión, mientras uno se acomoda la corbata del uniforme— Pero cómo es posible que alguien como usted, tan distinguida, tan… —las palabras se desvanecen en el aire cuando su mirada se desvía hacia algo, o alguien, detrás de mí. Al girar levemente el rostro, comprendo inmediatamente el motivo de su repentino silencio: Adrián Santoro, mi jefe, se acerca con su característico porte ejecutivo. Me quedo absorta observando su andar seguro y elegante, la forma en que su traje italiano se ajusta perfectamente a su figura. Su rostro, cincelado como el de una estatua griega, mantiene esa expresión seria y profesional que lo caracteriza. Sus ojos están fijos en el celular, espero con ansias levante la mirada y me vea. —Su credencial —murmura uno de los guardias. Apenas registro sus palabras, pues mi atención está completamente cautivada por la presencia imponente de ese hombre que representa la cúspide de mis aspiraciones, todo lo que anhelo alcanzar en esta vida. Me invade una profunda decepción al verlo girarse abruptamente y regresar a la transitada calle, para luego subir con elegancia a su lujoso coche n***o e irse, dejando tras de sí solo el eco de mis sueños postergados— ¿Nos permite ver su credencial, por favor? —insiste el guardia más joven, haciendo que regrese la mirada hacia ellos con cierta resistencia— Su credencial de empleada, no podemos autorizar el ingreso sin una identificación válida del edificio. Busco en mi bolso con dedos temblorosos la credencial plastificada, pero cuando la encuentro, muerdo mi labio con nerviosismo al darme cuenta que la fotografía de esa identificación no refleja en absoluto mi apariencia actual. La mujer de la credencial luce diferente, como si fuera otra persona. Levanto la mirada y les dirijo una sonrisa conciliadora a los guardias de seguridad que aguardan con expresión serena. —¿Me creerían si les digo que olvidé traerla? —Ambos oficiales esbozan una breve sonrisa que se desvanece tan rápido como apareció, recuperando al instante su semblante profesional y distante. —Lo lamentamos mucho, pero tenemos órdenes estrictas. No podemos permitir el ingreso de ninguna persona sin la identificación que acredite que efectivamente trabaja en estas instalaciones. Es política de la empresa —responde el guardia mayor con tono firme y educado. —Pero… —objeto mientras observo cómo una de las empleadas a las que suelen detener para coqueteo pasa directamente sin que le soliciten identificación—. ¿Por qué ella puede ingresar sin mostrar credencial? No es justo. —A ella la vemos ingresar todos los días desde hace más de un año, conocemos su rostro y sabemos que pertenece al departamento legal del octavo piso. Pero a usted, con todo respeto, es la primera vez que la veo intentando acceder al edificio —explica el guardia más joven con cierta incomodidad. Contemplo la posibilidad de explicarles la verdad, de contarles mi historia, pero rápidamente descarto la idea al no encontrar las palabras adecuadas. Intuyo que no me creerían y solo perdería mi valioso tiempo en un intento infructuoso por ingresar. Además, estoy consciente de que podría meterme en serios problemas legales si insisto, podrían incluso acusarme de intento de falsificación de identidad, por lo que sabiamente decido retirarme con la dignidad intacta. Estoy casi llegando a mi apartamento cuando el teléfono vibra en mi bolso. Al sacarlo, mi corazón da un vuelco al ver que es una llamada del hospital central, informándome que requieren urgentemente de mi presencia. Presiono los labios conteniendo la emoción que me embarga, porque un presentimiento poderoso me dice que sí, que finalmente seré seleccionada para el programa que tanto he anhelado. La esperanza florece nuevamente en mi pecho como una flor silvestre. Bajo apresuradamente del autobús en la siguiente parada, detengo un taxi que pasaba y le indico la dirección del hospital. Cuando el vehículo se estaciona frente al edificio blanco, salgo prácticamente disparada dejándole al conductor el cambio completo. Atravieso velozmente los largos pasillos antisépticos hasta que me detengo frente al consultorio, recupero el aliento durante unos segundos mientras espero que mi respiración agitada se normalice y que el calor abandone mis mejillas sonrojadas, para finalmente llamar a la puerta con tres golpes suaves. Al abrirse la puerta de madera, mi corazón comienza a latir desbocado dentro de mi pecho, y mis piernas tiemblan involuntariamente cuando ese hombre alto, de porte distinguido y elegancia natural, se gira en mi dirección y sus penetrantes ojos color verde esmeralda me atraviesan como rayos X, escudriñando cada centímetro de mi ser. Dios mío, es la primera vez en todos estos años que me mira de esa manera tan intensa, es la primera vez que su mirada se posa por más de un fugaz instante en mi persona, haciéndome sentir expuesta y vulnerable ante su escrutinio. —¿Quién te informó sobre este programa? —cuestiona con voz profunda y autoritaria que hace que un escalofrío recorra mi columna vertebral. Da un paso hacia mí, y siento que las rodillas me fallarán en cualquier momento— Mi asistente personal no te ha contactado ni enviado la documentación necesaria… ¿Entonces? —su mirada verde penetrante me quema como fuego líquido, provocando que todo mi cuerpo tiemble— ¿Cómo es que llegaste hasta aquí? —Yo… —humedezco mis labios resecos y respondo con voz temblorosa—, lo escuché a usted hablar sobre el programa durante una de mis jornadas de limpieza —enarca una ceja con sorpresa, entrecierra los ojos analíticamente y formula la pregunta. —¿Tú? ¿Eres ella? —Sí, señor… soy… su empleada de limpieza —confieso, sosteniendo su mirada intensa mientras mi corazón amenaza con salirse de mi pecho. —Imposible —musita sobre bajo, pero logro escuchar mientras baja la mirada recorriendo mi cuerpo. —¿Ahora si cree que puedo darle hijos hermosos? —vuelve la mirada hacia mí, mientras el silencio parece hacerse más denso. Mi corazón late con fuerza contra mi pecho, esperando su respuesta como quien espera una sentencia. —Estás despedida —pronuncia con una voz autoritaria que resuena en las paredes, mientras mantiene su postura imperturbable. —Des..pedida ¿por qué? —tartamudeo, sintiendo como mis manos comienzan a temblar mientras trato de mantener la compostura. La confusión nubla mi mente e intento procesar sus palabras. —Porque mientras lleves a mi hijo en tu vientre no voy a permitir que trabajes ni siquiera en mi propia empresa —declara con firmeza, sus ojos verdes fijos en mí con una intensidad que me hace contener la respiración. Quiero gritar de la emoción, al saber que soy elegida, al saber que llevaré al hijo de mi jefe en mi vientre. El aire parece más ligero de repente, y las mariposas revolotean en mi estómago con alegría y ansiedad. No obstante, me trago la felicidad y solo inclino la cabeza en agradecimiento por elegirme. —Gracias señor... —susurro con voz apenas audible. —Una cosa que quede claro —dice con firmeza—. El hijo será mío y de mi esposa —ante esa palabra trago grueso, sintiendo como si un cubo de hielo se deslizara por mi garganta. —¿Esposa? No sabía que tenía esposa —murmuro, mientras el peso de esta revelación cae sobre mis hombros como una manta de plomo. El aire acondicionado de la oficina parece soplar más frío de repente, erizando mi piel. —Ahora ya lo sabes, así que, tú decides, continuar o renunciar... —hace una pausa y me mira profundamente, sus ojos penetrantes estudiando cada una de mis reacciones—. Si continúas, tendrás una buena paga, pero si decides no continuar, serás despedida y desaparecerás para siempre de mi vida. La decisión está en tus manos, pero necesito una respuesta ahora. Mi corazón se parte en dos ante su petición, y saber que tiene esposa, que está casado, que quiere una gestante para fecundar el hijo suyo y de ella. Las lágrimas amenazan con brotar de mis ojos, mientras el sonido distante del tráfico de la ciudad se filtra a través de las ventanas, recordándome que hay un mundo entero girando allá afuera, ajeno a este momento que está cambiando mi vida por completo. El reloj de pared marca los segundos con un ritmo implacable, presionándome para tomar una decisión que podría alterar el curso de mis planes.
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