Elara jamás pensó que el silencio pudiera ser tan pesado.
Desde que se entero que iba a casarse, había imaginado de muchas maneras como sería el Reino de los vampiros, frío, oscuro, tenebroso, como lo había leído en algunos libros, los vampiros no eran los más hospitalarios, así que seguramente tendría algo de indiferencia, pero nunca creyó que sería tan opresivo. Había esperado hostilidad, frialdad quizá, incluso curiosidad morbosa… pero no aquello: miradas filosas que la atravesaban como agujas y un silencio que parecía un recordatorio constante de que no pertenecía allí.
El palacio era enorme. Antiguo. Imponente. Las columnas parecían pilares de un templo olvidado y los pasillos, largos como corredores infinitos, se iluminaban apenas con lámparas de luz dorada tenue que hacían danzar las sombras. Cada paso producía un eco suave que chocaba contra el techo alto, regresando a ella como un suspiro ajeno.
Después de varios minutos y entender que Darius no regresaría por ella decidió abandonar la sala y moverse por el palacio. Darius le dio la espalda sin una sola indicación útil. No esperó que la guiara personalmente, claro que no. Pero al menos… pudo señalar una dirección.
Idiota arrogante, pensó entre dientes.
Respiró profundo, intentando despejar la irritación que burbujeaba bajo su piel. Era una loba mitad humana criada en encierro, sí. Pero eso no significaba que no tuviera orgullo. Si tenía que cruzar un maldito palacio entero para encontrar una cama donde dormir, lo haría sola.
Levantó la falda de su vestido largo y blanco, ese que su padre había elegido porque consideraba adecuada para ocultar lo inútil que era, no quería ensuciarlo, pensando que probablemente sería el único vestido que iba a tener durante varios días, así era en la mansión de su padre, a veces pasaba demasiado tiempo antes de que le trajeran alguna prenda nueva, así que debía cuidar lo que tenía puesto.
Había sirvientes por los corredores.
Vampiros casi todos, pálidos, silenciosos, impecables. Caminaban como si nunca tocaran el suelo realmente, como sombras elegantes. Algunos sostenían bandejas de plata, otros paños, documentos, llaves antiguas. Pero ninguno levantaba la mirada hacia ella sin que sus ojos destellaran con un desagrado frío.
No eran insultos. No eran palabras. Era peor.
Era reconocimiento seguido de rechazo inmediato. De alguna manera sabían quién era en el momento que se cruzaban en su camino. Su vestido blanco no ayudaba mucho.
Cada vez que pasaba junto a uno, sus miradas se deslizaban por ella como si inspeccionaran algo y pronto su gesto cambiaba en desaprobación total. Elara tragaba seco y seguía caminando con la mirada al frente, fingiendo que no le importaba.
Porque sí le importaba. Era su primera vez que compartía y miraba a otros, aunque fueran vampiros quería tener al menos una pequeña conversación con ellos, una sonrisa o al menos un saludo por educación, pero no era así y eso dolía.
Dolía no tener un solo sitio al que mirar y sentir: “aquí estoy a salvo”.
Llegó a una escalera enorme de mármol n***o, con alfombra roja oscura que parecía absorber la luz. Subió lentamente, temiendo resbalar por el cansancio, pero también por la desesperación que comenzaba a treparle la espalda.
Una habitación, se repitió. Solo necesito una habitación.
Giró por un pasillo una vez arriba. Luego otro. Y otro más.
La arquitectura era hermosa… y una trampa. Arcos perfectos, paredes decoradas con grabados antiguos, vitrales de lunas rojas, puertas que parecían iguales. Todo tan majestuoso que comenzaba a marearla.
Exhaló. Se detuvo. Sintió ganas de reír, pero solo le salió un resoplido cansado.
—Bien, Elara —murmuró para sí misma—. Estás oficialmente perdida.
Quiso recargarse en la pared, pero en ese mismo instante chocó contra algo… alguien.
—¡Oh!
El impacto fue pequeño, pero suficiente para hacerla retroceder un paso.
Frente a ella, una mujer delgada de mediana estatura, un poco más baja que ella y vestida con ropa sencilla. Su cabello era castaño y caía como un río sobre sus hombros. Sus ojos… ámbar, afilados, intensos y peligrosos.
Elara se dio cuenta que era una vampira del servicio, iba a preguntarle sobre una habitación, pero entonces lo que la vampira soltó no fueron palabras. Fue un sonido, especifícamente un gruñido. Breve. Bajo y hostil, como un felino cuando no desea que te acerques. Una vibración profunda, un advertencia ancestral que le recorrió la espina dorsal.
Elara sintió un vuelco frío en el estómago. No se atrevió a hablar, no sabía si debía inclinarse, disculparse o simplemente desaparecer.
La mujer apenas entornó los ojos… y pasó a su lado, sin decir nada.
—Bien —susurró Elara cuando ya no estuvo a la vista—. Un gato gigante vampírico. Perfecto. Todo normal.
Se frotó los brazos. Aunque no estaba sola, la soledad allí tenía colmillos.
Siguió caminando.
No sabía cuánto tiempo pasó, pero finalmente el silencio se interrumpió.
Unos pasos suaves, ligeros y apresurados, casi humanos se escucharon, ella se detuvo porque está vez no quería chocar con nadie, entonces apareció frente a ella un niño, se detuvo frente a ella y la observó, tenía los ojos verdes, aquel precioso e hipnótico verde que recordó del Rey vampiro, pero su cabello era oscuro como la noche, casi como el de ella, alborotado y brillante, justo era así como había pensado que eran los vampiros, no como el cabello dorado traidor como el de Darius que confundía a cualquiera sobre su naturaleza.
El niño inclinó ligeramente la cabeza, sus intensos ojos verdes la observaron de arriba a abajo sin vergüenza giró alrededor de ella, la observó detenidamente y finalmente se inclinó un poco más moviendo su naríz, aspirando su aroma.
Elara no se movió. No era un gesto invasivo. Era… curioso y podría decir que el más honesto que había tenido hasta ahora.
Finalmente, el pequeño habló:
—Hueles diferente.
Elara parpadeó.
—¿Diferente?
—Sí —respondió con total seriedad—. Nada que ver con un vampiro. ¿Qué eres?
Hubo un segundo de duda. Elara estaba analizando lo que el niño estaba diciendo, por eso los otros vampiros le habían hecho un mal gesto, no solo veían su aspecto, sino también podían sentir su aroma, sabían que no pertenecía ahí.
—Una loba —contestó. Luego rectificó—. No… humana. Bueno… ambas.
La ceja del pequeño se arqueó mientras se cruzaba de brazos.
—¿Loba o humana?
Elara apretó los labios.
—Las dos —admitió en voz baja.
El niño no pareció impresionado, ni disgustado. Solo… analítico.
—¿Y qué haces aquí?
Detrás de su tono neutro había una pregunta real, no desdén. Por primera vez en ese palacio, alguien le hablaba sin asco. Eso la desarmó un poco.
—Me trajeron a vivir aquí —dijo, escogiendo las palabras más simples posibles.
El niño asintió lentamente.
—Entonces eres la persona por la que fue mi padre.
Elara sintió que su piel se erizaba.
—¿Tu padre?
—Darius Valen, el Rey de los vampiros, es mi padre.—En ese momento el niño extendió su mano con una formalidad inesperada hacía Elara. —Soy Damon Valen.