El dinero
—¿Cuánto cuesta la operación? —pregunté con la voz quebrada, los ojos fijos en las manos del médico que hojeaban un expediente sin demasiado interés.
—Seiscientos mil pesos. Tal vez más, si hay complicaciones —dijo, sin mirarme.
Me quedé en silencio. Mi corazón latía con fuerza, como si intentara escapar de mi pecho. El aire me pesaba en los pulmones. Seiscientos mil pesos. Podría haber dicho seis millones y me habría sonado igual de inalcanzable.
—¿Y si no puedo pagarlo? —susurré, sintiéndome cada vez más pequeña.
—Entonces... —hizo una pausa, incómodo— lo único que podremos hacer será mantenerla lo más cómoda posible hasta que llegue el final.
"Hasta que llegue el final."
Esa frase me golpeó como una descarga eléctrica. Salí del consultorio como un fantasma. En el pasillo del hospital, las luces fluorescentes zumbaban sobre mi cabeza. La gente caminaba a mi alrededor como si nada, mientras mi mundo se deshacía a cada paso.
Mi madre tenía cáncer de mama avanzado. Yo lo sospechaba, claro, por su pérdida de peso, por su rostro cada vez más pálido, por los dolores que trataba de ocultarme. Pero no sabía que el diagnóstico sería tan definitivo, tan cruel, tan urgente.
Caminé por la calle con la vista nublada. La llovizna había comenzado, pero no me importó. No tenía paraguas ni abrigo. Solo ese delantal de supermercado con el logo ya medio borrado. El turno de la tarde comenzaba en media hora. Aún podía llegar.
Me detuve un instante frente a una farmacia, vi mi reflejo en el vidrio: ojeras profundas, cabello sin forma, los labios partidos. Me vi derrotada. Pero no podía darme ese lujo. Mi madre me necesitaba.
"Una cirugía puede salvarle la vida... Seiscientos mil."
Tenía que intentar algo. Lo único que me quedaba era pedirle ayuda a Sergio. Él era mi pareja, al menos en teoría. Vivíamos una relación funcional: trabajábamos juntos, él era el gerente, yo una vendedora más. No había amor, no había pasión, pero había costumbre. Y algo de compañía, al menos en las noches que pasábamos juntos.
Caminé más rápido, con los zapatos empapados y las medias frías pegadas a la piel. Entré por la puerta trasera del supermercado. Olía a cartón mojado, a cebolla podrida y detergente. Saludé a una compañera que apenas me respondió con un gesto. Subí al segundo piso, a la oficina de Sergio.
Él estaba revisando una planilla. Tenía la corbata floja y un vaso de café a medio terminar.
—Sergio —dije, temblando.
Levantó la vista, con fastidio.
—¿Qué pasa? ¿No tenías turno hace media hora?
—Vengo del hospital. Mi mamá... —me aclaré la garganta— tiene cáncer. Le queda poco tiempo. La única opción es una operación urgente, pero cuesta una fortuna. No tengo a quién más acudir. Pensé que tal vez... tú podrías ayudarme. Prestarme algo. Te lo devolvería, con trabajo, con intereses si quieres. Pero necesito intentarlo.
Me miró como si estuviera hablando en otro idioma. Hizo una mueca.
—¿Cuánto?
—Seiscientos mil —dije, como si al decirlo otra vez fuera más fácil.
Soltó una risa seca.
—¿Y qué te hace pensar que tengo ese dinero? ¿O que te lo prestaría aunque lo tuviera?
—Sergio, eres el gerente. Tienes ahorros, bonos, tu familia tiene negocios. Yo solo... solo necesito una oportunidad para salvarla. Lo haré todo, trabajaré turnos dobles, triples, lo que quieras. Por favor.
Él se inclinó hacia atrás en la silla, cruzando los brazos.
—¿Sabes qué, Lucía? Siempre supe que ibas a arrastrarme con tus dramas. Te lo advertí. Esto... —hizo un gesto con la mano entre los dos— nunca fue algo serio. Fuiste conveniente. Pero no tengo por qué cargar con tus muertos.
Mi mandíbula temblaba. La desesperación se convirtió en ira.
—Eres un cobarde.
Él sonrió, con una crueldad gélida.
—Y tú estás despedida. No quiero verte aquí de nuevo. Recoge tus cosas.
Me levanté lentamente, sintiendo una presión en el pecho como si no pudiera respirar. Caminé por los pasillos hasta el área de empleados. Algunas compañeras me miraban con incomodidad. Una de ellas se acercó:
—¿Todo bien, Lucía?
No respondí. Solo negué con la cabeza y me metí al vestidor. Me senté en la banca de madera, en silencio. Me quité el delantal, doblándolo con torpeza. Luego abrí mi taquilla. Dentro solo había una foto de mi madre y yo, tomadas un verano antes, sonriendo junto a una fuente. La descolgué y la guardé en el bolsillo.
Salí al supermercado como una sombra. Mientras cruzaba el pasillo de los congelados, vi a una clienta que siempre saludaba a mi madre cuando venía por pan. Me oculté tras una góndola.
No quería que nadie me viera así. Derrotada.
Afuera, la lluvia se volvió más intensa. Caminé sin rumbo fijo. Las suelas se despegaban de mis zapatos baratos. Pasé frente al hospital otra vez, pero no entré. No podía ver a mi madre todavía. No así. No con la mirada llena de culpa.
Recorrí tres cuadras más y llegué a un bar decadente. El cartel parpadeaba. Adentro, la luz roja y amarilla me envolvió como un abrazo ácido. Me senté en la barra. El barman era un hombre calvo, con tatuajes y ojos cansados.
—¿Qué te sirvo?
—Lo más barato que tengas —dije, y puse sobre la mesa unas monedas sueltas.
El trago era fuerte y áspero. Tosí al primer sorbo. Pero lo terminé. Y pedí otro. El calor del alcohol comenzó a disolver mis pensamientos. Todo se volvió más lento. El dolor, más espeso.
Fue entonces cuando lo vi.
Un hombre, sentado en el extremo de la barra, me observaba. Elegante, bien vestido. Tenía algo magnético. Se acercó, con esa sonrisa de seguridad que solo tienen los que están acostumbrados a tener el control.
—¿Todo bien? —me preguntó con voz grave, envolvente.
—¿Te parece que todo está bien? —respondí, sin mirarlo del todo.
—A veces, lo peor que nos pasa puede ser lo que necesitamos para cambiar de vida.
Me giré lentamente. Había algo en él que me inquietaba, pero también me atraía. Tenía ojos grises, fríos. Pero hablaba con una calidez engañosa.
—¿Quién eres?
—Alguien que puede ayudarte. Si quieres. ¿Estás interesada en cambiar tu destino?
No respondí de inmediato. Lo miré. Tal vez el dolor, la desesperación o el alcohol me nublaron el juicio. Pero asentí.
—Sí... sí quiero cambiar mi destino.
—Perfecto. Me llamo Adrián —dijo, tendiéndome la mano con cortesía, como si estuviéramos en una cena elegante y no en un bar decadente—. Trabajo con una agencia que recluta modelos. Mujeres distintas. Mujeres con presencia. Como tú.
—¿Modelos? —solté una risa amarga—. ¿Me estás tomando el pelo? Mírame. ¿Parezco una modelo?
—Precisamente. No busco belleza perfecta. Busco historias. Miradas que hayan vivido. Y tú... —me miró intensamente— tienes una mirada que grita por dentro.
Bajé la mirada. Parte de mí quería decirle que se fuera, que no estaba para juegos. Pero otra parte... otra parte quería seguir escuchando.
—No tengo experiencia. Ni tiempo para estupideces. Tengo a mi madre muriendo en un hospital —dije con la voz rota.
Adrián asintió despacio, como si ya lo supiera todo.
—El trabajo es por una sola sesión. Una tarde. Fotos artísticas, en un ambiente controlado. Nada vulgar. El pago es de setecientos mil pesos.
Sentí un golpe seco en el pecho. Setecientos mil.
—¿Qué dijiste?
—El pago. Setecientos mil. El contrato se firma antes. Pago garantizado.
Mi mente se disparó. La operación. La salvación. Tal vez aún podía llegar a tiempo. Tal vez... mi madre podría vivir.
Pero al mismo tiempo, una desconfianza natural me invadió.
—¿Cuál es la trampa? Nadie paga esa cantidad por unas fotos.
—No hay trampa —respondió—. Pero sí hay condiciones. Confidencialidad absoluta. Compromiso total. Y discreción. Si aceptas, te llevaré mañana a un sitio donde firmaremos los papeles y hablaremos con más claridad.
Estaba a punto de decirle que no. A punto de levantarme, pagar lo que debía y largarme. Cuando mi celular sonó.
Era del hospital.
—¿Hola? —respondí, con el corazón en la garganta.
—¿Lucía Herrera? Habla la doctora Salinas del Hospital Central. Lo siento mucho... pero su madre falleció hace unos minutos.
El teléfono resbaló de mis dedos. El mundo se apagó por unos segundos. Las voces se volvieron ecos distantes. Mi cuerpo entero tembló.
Adrián se inclinó y recogió el teléfono. Me miró, sin decir nada, pero sus ojos mostraban una comprensión que no esperaba.
—No... —susurré—. No puede ser... no puede...
Las lágrimas brotaron sin permiso. Lloré como nunca antes. Me tapé la cara, con el alma rota en mil pedazos. Adrián se acercó sin pedir permiso y me envolvió en sus brazos. Un desconocido. Un extraño. Pero, en ese momento, fue el único ser humano que no me dejó caer.
—Lo siento —susurró junto a mi oído, con una voz inesperadamente suave—. Nadie merece esto.
Mi cuerpo reaccionó, aunque ya no podía moverme. Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero no podía sollozar. Solo una respiración entrecortada, apenas audible.
Adrián cortó la llamada, guardó el teléfono en mi bolso y murmuró, casi con ternura:
—Ya pasó, Lucía. Ya no tienes que seguir luchando sola.
Me desmayé por completo en sus brazos.
Y todo, absolutamente todo, cambió esa noche.