ESBEN
Vuelvo a la villa sin haber dormido un segundo.
El cielo todavía está gris, como si estuviera agotado igual que yo.
Hay movimiento en el patio, hombres cargando maletas, autos encendidos, órdenes rápidas.
Demasiado para ser tan temprano.
Frunzo el ceño.
—¿Qué carajos…? —murmuro.
Detengo a uno de los hombres, uno de los más nuevos, aún nervioso cuando yo le hablo.
—¿Qué pasa?
¿Por qué tanto movimiento?
—El jefe saldrá de viaje. Dijo que te necesita. —responde, tragando saliva.
—¿Qué? —exclamo.
¿Viaje? Pero si acabamos de volver.
Acabamos de.
—No. No puede ser por Asia.
Camino directo hacia la oficina de Renzo, mi paso firme retumbando en los pasillos.
No toco: golpeo la puerta y entro.
—¿Renzo, qué pasa? ¿Hay problemas? —pregunto sin rodeos.
Renzo levanta la mirada desde los documentos como si yo hubiera interrumpido su desayuno, no una emergencia.
Niega, tranquilo… demasiado tranquilo.
—Ninguno —dice.
Luego deja lo que tiene en las manos y camina hacia la ventana.
Eso ya me pone en alerta.
Renzo nunca camina para hablar.
Renzo ordena, sentado, con la calma de un rey aburrido.
—No dormí —dice—, pensando en Asia.
Solo escuchar su nombre me tensa la espalda.
Conozco a este hombre.
Conozco lo que hace cuando piensa demasiado.
Renzo suelta un suspiro.
—Pensé que no dudaría —continúa, como si lo que obligó a hacer a su hija fuera… comerse una sopa.
Una sopa amarga, violenta, hecha de sangre y órdenes.
Cierro los ojos un segundo y, sin querer, una sombra de mi propia niñez me golpea.
Dinamarca.
Copenhague.
El frío cortándome los huesos.
Robar para vivir.
Pelear para no morir.
Aprender a no llorar.
Saco esos recuerdos de mi cabeza.
No es el momento.
La que importa ahora es Asia.
—¿Qué estás planeando? —gruño.
Renzo no se gira.
Solo mira por la ventana, como si allá abajo estuviera el tablero donde mueve a todos sus peones.
—Voy a enviarla a la escuela militar en Rumania.
Mi corazón se detiene un instante.
—¿¡Qué!? —niego de inmediato—. ¿Estás loco, Renzo? ¡Es una niña!
Él siguen sin mirarme, lo que me enfurece más.
—Una niña que debe convertirse en lo que heredará, Esben —responde con esa tranquilidad suya que siempre suena a sentencia—. Y tú sabes mejor que nadie que los débiles no sobreviven en este mundo.
Aprieto los puños.
Quiero gritarle.
Quiero romperle la cara.
Quiero decirle que está matando a su propia hija más rápido que cualquier enemigo.
Pero sé cómo son los Dellacosta.
No escuchan gritos.
Escuchan razones… o sangre.
—Renzo —digo más bajo, pero firme—. Lo de ayer ya fue demasiado.
Ella todavía está temblando.
¿Una escuela militar en Rumania? —repito, incrédulo, como si Renzo acabara de decir que enviará a su hija al frente de guerra.
Renzo cierra el folder que estaba revisando y se frota los ojos, agotado.
—No es cualquier escuela —dice—. Valhalla Institute.
Me quedo helado.
Valhalla no es una escuela.
Es una instalación paramilitar clandestina, manejada por viejas familias de Europa del Este y por excomandantes de operaciones especiales.
Un lugar donde entrenan a los futuros líderes de clanes, mafias militares, estructuras criminales y seguridad privada de alto nivel.
Allí no enseñan matemáticas.
Enseñan supervivencia.
Interrogación.
Resistencia psicológica.
Estrategia.
Intel.
Armas.
Y obediencia.
Muchas familias mandan allí a sus herederos.
Pocas chicas entran.
Menos aún salen intactas.
—Renzo… —respiro hondo—. Asia tiene catorce años.
—Justamente por eso debe ir ahora.
Me llevo una mano al rostro, tratando de no romperle la mesa a golpes.
—¿Tú sabes lo que hacen en Valhalla? Es entrenamiento militar real. Les enseñan a soportar tortura. Los llevan al límite físico. Los quiebran para reconstruirlos. No es para una adolescente, Renzo. ¡No es para nadie!
Él no se inmuta.
—Asia es mi heredera. No puedo permitir que vuelva a dudar, Esben.
Y ahí está.
El maldito tema.
—¿Dudar? ¡La obligaste a disparar contra un hombre! —explotó—. ¡Es una niña!
Renzo aprieta la mandíbula, pero mantiene la compostura.
—Es una Dellacosta —corrige—. Y los Dellacosta no pueden quebrarse en público. No después de lo que le hicieron a mi padre. No después de lo que hicieron a mi esposa.
Calla un segundo.
Solo un segundo.
El suficiente para que la grieta se vea.
—Valhalla convertirá a Asia en lo que debe ser —dice más suave—. Fuerte. Fría. Intocable.
Yo niego, dando un paso hacia él.
—La va a destruir.
Renzo sostiene mi mirada, y por primera vez en años, no veo un jefe.
Veo un padre desesperado, empujando a su hija hacia el mismo infierno que lo formó.
—Esben —dice en un susurro—… yo no sé cómo protegerla. No sé poner límites. No sé enseñarle a controlar el miedo. Valhalla sí.
—Ella necesita ayuda psicológica, no soldados —gruño.
Renzo golpea el escritorio con el puño.
—¡Ella necesita sobrevivir!
Silencio.
Pesado.
Helado.
Él se acerca a mí y habla más bajo:
—Tú eres el jefe de seguridad de la familia. Tú la llevarás. Y no me importa si estás de acuerdo o no. Asia saldrá más tarde hacia Rumania.
Me tenso.
—Renzo… —intento de nuevo—. ¿Y si no vuelve igual?
Renzo se gira hacia la ventana, sus hombros tensos.
—Ese es el punto, Esben.
Y me deja allí, tragándome la furia y el miedo.
Porque Asia es fuerte.
Pero no para Valhalla.
Y él lo sabe.
La mañana pasa arrastrándose como si supiera lo que viene.
Me recuesto un rato, pero no duermo.
Solo pienso.
Solo espero.
La burbuja revienta cuando escucho pasos apresurados en el pasillo.
—Señor… —Un guardia asoma la cabeza—. El jefe lo necesita. A usted y a la señorita Asia.
Me incorporo de inmediato.
—Gracias, Donatello.
Camino directo hacia su habitación.
Toco una vez y entro.
Asia está sentada en la cama, piernas cruzadas, un libro abierto sobre ellas.
Cuando ve mi sombra, levanta la mirada… y hace algo parecido a una sonrisa.
Me congelo un segundo cuando noto el libro que sostiene.
Es mi libro.
El que le obsequie de poesía danesa.
—¿Lees? —pregunto, sorprendido.
Ella asiente suavemente.
—Sí. Tu libro. Me ayuda a… —baja la voz— a no pensar tanto.
Siento algo extraño apretarse en mi pecho.
Ella no debería necesitar mi poesía para calmar el trauma.
Ella debería estar riendo, estudiando, viviendo.
Pero este no es un mundo para niñas.
—Tu padre te espera —le digo.
Asia cierra el libro con cuidado, como si fuera frágil.
Asiente y camina conmigo.
Pero cuando entramos a la oficina de Renzo, el aire se parte en dos.
Renzo está de pie detrás del escritorio.
Serio no… implacable.
Ni un saludo.
Ni un respiro.
—Alista tus cosas, Asia. Irás a una nueva escuela en Rumania.
Ella se queda helada.
Sé que esta palabra “Rumania” ya le suena a peligro aunque nunca haya escuchado hablar del lugar.
—No —susurra, apena audible.
Renzo levanta la mirada.
—Asia, no discutiremos esto.
Pero ella lo hace.
—No, padre. No quiero. Quiero quedarme aquí.
La valentía le tiembla en las manos… pero está ahí.
Presente.
Fuerte.
Dolorosa.
Y Renzo…
Renzo se quiebra hacia el otro extremo del espectro.
Camina hacia ella.
Demasiado rápido.
“Renzo, no lo hagas” advierte mi instinto, “no la toques”.
Pero es demasiado tarde.
PLAK.
El golpe resuena como un maldito trueno.
El rostro de Asia gira.
Su cuerpo vuela hacia un lado y cae contra el suelo de mármol con un sonido hueco.
Me muevo.
Renzo me lanza una mirada que es pura advertencia.
Y yo…
yo soy un soldado.
Un protector.
Pero sigo siendo su subordinado.
Mis manos tiemblan de pura rabia contenida.
Asia intenta respirar, aturdida.
Y Renzo la toma por el cuello con esa frialdad que solo tienen los hombres que llevan demasiadas guerras encima.
Se inclina sobre ella.
—Vas a alistar tus cosas —escupe—. Y en dos horas Esben va a llevarte. Porque si sigues desafiándome, te juro que vas a conocer al verdadero líder de la mafia.
La frase queda flotando en el aire como una sentencia de muerte.
Yo trago saliva.
Siento mis músculos tensarse, listos para romperle el brazo a Renzo si aprieta un centímetro más.
Pero él suelta a Asia.
Ella cae de rodillas, la respiración agitada, el rostro rojo donde su mano la marcó.
Y yo…
yo la miro.
Esa niña que no debería haber aprendido a llorar sin hacer ruido.
Esa niña que está siendo empujada a un mundo que no merece.
Mi voz sale ronca.
—Vamos, Asia —digo, acercándome despacio, como si fuera una potrilla asustada—. Te ayudo a empacar.
Ella no me mira.
Solo se levanta.
Y me sigue.
Como si yo fuera lo único que todavía no le ha fallado.
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