ASIA
Camino con Esben tres pasos detrás de mí.
Lo escucho respirar, pesado… como si con cada exhalación intentara detenerme.
No puede. Nadie puede.
Llego rápido a mi habitación y no digo ni una sola palabra. Empiezo a buscar lo indispensable: pantalones, ropa interior, algunas chaquetas, mis zapatos favoritos los que papá odia.
Rebusco entre mis libros y agarro el de poesía que él me regaló. Mi celular. Un par de cosas personales que no pienso dejarle a nadie.
Esben me ayudan a doblar todo con cuidado, nos miramos en silencio pero ninguno dice nada.
El silencio es tan tenso que siento que si respiro muy hondo se va a partir en dos.
Respiro… y una lágrima traicionera se me escapa. Apenas una.
Pero Esben la ve, claro que la ve. Se acerca, toma mi rostro entre sus manos grandes y la limpia con el pulgar, suave como si yo fuera algo frágil. Algo que nunca he admitido que soy.
—Lo siento, Isy —murmura—. No puedo hacer más. Tu padre es…
Niego de inmediato. No quiero escucharlo. No quiero oír las excusas de nadie.
—Lo sé, Esben. No necesitas disculparte —respondo, la voz rota pero firme—. Tú no eres el que me está enviando ahí. Pero… no quiero ir. No quiero alejarme.
Trago saliva.
—¿Cómo diablos es esa maldita escuela militar?
Esben me mira fijamente. Y yo, ingenua, espero que suelte algo bonito. Un consuelo mínimo. Un “no será tan terrible”. Un “vas a estar bien”. Un “yo te cuido”. Algo.
Pero no. Este idiota hermoso tiene la delicadeza de un ladrillo.
—Será peor que el infierno —contesta sin pestañear—. Debes ser fuerte. Aquí —me toca el pecho—. Y aquí —me toca la sien—. No confíes en nadie. Debes sobresalir por encima de todos. Debes ser tú… y tu sangre. O la escuela te va a tragar. Tus compañeros. No serán tus ‘amigos’. Ni tus profesores. Ni nadie.
Sus palabras me caen encima como una sentencia.
Y sin embargo… siento que algo dentro de mí se enciende. Una chispa antigua. Peligrosa.
Mi sangre.
Mi apellido.
Mi destino.
La escuela militar puede intentar tragarme, pero yo no pienso dejar que nadie me mastique.
El avión aterriza con un golpe seco que me sacude los huesos.
Rumania nos recibe con un cielo gris, tan pesado que parece que va a caerse en cualquier momento.
Y frío… un frío que muerde. No, que muerde no: que te arranca un pedazo.
Mientras avanzamos por la carretera, veo cómo la ciudad queda atrás y la montaña empieza a tragárselo todo. Árboles altos, negros, como si estuvieran de luto por mí. Muy apropiado.
—Falta poco —dice Esben, aunque su mirada dice “ojalá pudiera secuestrarte y devolverte”.
El camino se estrecha y entonces lo veo: el Instituto Valhalla.
Un monstruo de piedra clavado en la montaña. Alto, oscuro, con ventanas tan pequeñas que parecen ojos vigilando. Hay torres, muros, rejas, soldados… y una bandera que ondea como si dijera
“bienvenida, futura víctima”.
Mi estómago da una vuelta.
¿En serio mi padre cree que este es un buen lugar para una chica de catorce años?
Supongo que sí. Él cree que soy acero. O quiere que me vuelva acero… más del que ya soy.
El carro se detiene frente a la entrada principal. El viento es tan helado que me corta la cara al bajar. Mis manos tiemblan, no sé si por el frío o por lo que viene.
—Asia —dice Esben, acercándose—. Escúchame.
Lo miro. Sus ojos azules están más fríos que la nieve que empieza a caer. Pero su voz… su voz es la de siempre: dura, leal, la que intentó salvarme de todo desde que tengo memoria.
—Aquí no puedes confiar en nadie —me recuerda—. Nadie es nadie. Ni amigos, ni profesores, ni sonrisas. Nada.
Asiento. Ya lo sé. Pero escucharlo otra vez hace que el aire pese un poco más.
—Ven —murmura.
Saca algo de su chaqueta. Un estuche de cuero gastado. Lo abre.
Un cuchillo.
Hermoso. Mortal. Con el mango n***o y una pequeña runa tallada.
—Para ti —dice, entregándomelo—. No para atacar primero… sino para que nunca seas la que cae al final.
Lo tomo. El metal está frío, pero encaja en mi mano como si hubiera sido hecho para mí.
—¿No es ilegal que me des esto? —murmuro, arqueando una ceja.
Esben me dedica esa media sonrisa que sólo me da a mí, la que dice “sé que serás peligrosa”.
—Aqui nada es ilegal.
Intento reír, pero no me sale. Se me atora algo en la garganta, un nudo duro, incómodo… que no quiero admitir que es tristeza.
Él me acomoda el gorro, me alisa la chaqueta como si aún fuera una niña, y luego apoya su frente en la mía, un segundo, apenas un suspiro.
—Sé leyenda aquí dentro, Isy —susurra—. Si no, Valhalla te va a devorar.
Lo abrazo. Fuerte. Más de lo que debería.
Y entonces, sin darme tiempo a pensar, se suelta y se sube al carro.
Lo veo alejarse, desaparecer entre la neblina.
Quedo sola.
Yo. Mis maletas. Mi cuchillo.
Y el instituto que me observa como si ya estuviera dictando mi sentencia.
Respiro.
Dura.
Fuerte.
Camino hacia la entrada.
Apenas cruzo, un hombre alto, con uniforme impecable y expresión de “no tengo tiempo ni para respirar”, se planta frente a mí.
—Dellacosta, este será tu habitación. Y estos, tus horarios —dice sin mirarme realmente. Me entrega una carpeta gruesa y ya está girando para irse.
Asiento en silencio. No pienso regalarle ni un “gracias”.
Empujo la puerta.
Y me encuentro con que no, esto no es un dormitorio privado como yo esperaba. Ni de lejos.
Hay dos chicos y una chica adentro.
Los tres se giran a verme con una mezcla de curiosidad, burla y “ojalá seas débil para divertirnos”. Sus posturas son rudas, muy marcadas, casi animales en la forma en que me analizan de pies a cabeza.
Genial. Compartir habitación con desconocidos que parecen presos en un campamento de guerra.
“Qué linda bienvenida”.
El que está más cerca levanta una ceja, apoyado en la litera como si fuera el dueño del lugar.
—Vaya, vaya… llegó una princesita.
El tono es el típico: arrogante, provocador, como si estuviera probando cuánto tardaré en romperme.
Spoiler: no me voy a romper.
No le contesto. Ni lo miro dos veces. No le voy a regalar poder.
Camino despacio, con la misma calma que tendría una bomba antes de explotar. Recorro el lugar hasta la única cama vacía, la que está junto a la ventana que parece una rendija de cárcel.
Acomodo mis cosas sin prisa, sin nervios, sin demostrarles nada.
Abro mi mochila, dejo el libro de poesía, el estuche del cuchillo vacio escondido entre la ropa… y respiro. El cuchillo lo escondo bajo mi ropa.
Su murmullo detrás de mí es apenas un zumbido molesto.
Ellos esperan que tiemble.
Que me excuse.
Que diga algo tonto como “Hola soy nueva”.
Pero este lugar ya huele a territorio hostil.
Y yo no soy presa. Nunca lo he sido.
Me doy la vuelta, por fin, y los observo a los tres con calma letal.
—¿Ya terminaron de mirar? —pregunto, suave. Peligrosamente suave.
La chica entreabre la boca, sorprendida. Uno de los chicos se ríe por lo bajo.
La guerra psicológica empieza aquí.
Y yo no pienso perder.
─────────────────────────────