Cap 7. El entrenamiento.

1395 Palabras
ASIA El frío muerde. El patio de entrenamiento de Valhalla Institute huele a metal, sudor y a esa clase de silencio que solo existe cuando todos temen lo que viene. —Fila. —ordena el instructor rumano, Petrov, con un tono que podría quebrar una roca. Nos alineamos. Hay chicos de quince, dieciséis, hasta de dieciocho o mas. Yo soy la más pequeña. La más flaca. La que todos miran como si fuera a romperme en cualquier momento. Petrov se pasea frente a nosotros como un lobo oliendo debilidad. —Hoy… prueba de resistencia bajo fuego. —dice. Nadie se sorprende. Aquí “fuego” nunca es metafórico. Dos hombres traen una mesa metálica y colocan encima un maletín. Lo abren. Adentro hay pistolas de aire comprimido. No matan… pero duelen como si te arrancaran pedazos de piel. Ya llego una semana aquí y mi bienvenida no fue muy amable que dirían, lecciones, castigos, disciplina y dolor... No he hecho amigos, ni quiero hacerlos, solo socializó lo necesario. Reacciono nuevamente cuando el instructor, empieza a hablar. Señala una pista de obstáculos: barro, alambres de púas, muros, troncos mojados. Y al final, una campana colgada a tres metros de altura. —Regla uno: no se detienen. Regla dos: no gritan. Regla tres: quien no llegue… no desayuna por un mes. Trago saliva. No por hambre. Por orgullo. Petrov me mira fijo. —Tú, niña. Eres la primera. Enséñales si los Dellacosta sabe correr… o si solo llorar. Quisiera escupirle en la cara. Pero me limito a asentir. —Empieza cuando diga “ya”. —me advierte. Los tiradores levantan las pistolas. Yo respiro. Uno. Dos. Tres… —¡YA! Corro. La primera bala me pega en la espalda baja. Arde como un infierno comprimido. Casi pierdo el ritmo… pero me obligo a seguir. Paso debajo del alambre de púas. El barro me traga. Los codos me sangran. Otra bala me roza la pierna y me hace ver estrellas. Escucho risas de los otros chicos. “Que se rían. Luego veremos”. Me levanto y salto el muro. Fallo. Caigo de espaldas. El aire se me corta. Otra bala me alcanza el hombro. —¡Arriba, princesa! —se burla uno de los de diecisiete. Luca Princesa. Cómo odio esa palabra. Me levanto. El muro esta vez cede ante mis manos. Sigo. Mis pulmones queman, mis ojos pican, mi cuerpo se mueve por pura rabia. Pero avanzo. Como si cada disparo fuera un recordatorio de lo que Renzo espera de mí. Llego a la parte final: la campana. Tres metros. Manos entumidas. Ropa mojada. Dolor en cada costilla. Me preparo para saltar. —No va a llegar —dice uno. —Está muy baja. —otro. Perfecto. Salto. Fallo por un centímetro. Caigo de rodillas. Otra bala directo en la cadera. —No. —gruño entre dientes. Me levanto. Escupo sangre. Salto de nuevo. Esta vez alcanzo la cuerda. La campana suena fuerte. Feroz. Como yo. CLING. El silencio después es… precioso. Petrov me observa. No sonríe. Pero tampoco frunce el ceño. —Otra vez. —ordena. Lo miro directo a los ojos, sin bajar la cabeza. —Como quieras. Y vuelvo a correr… Porque si voy a ser la señora algún día, el infierno no va a entrenarme a mí. Yo voy a entrenar al infierno. Después de la clase, el cuerpo me arde y la garganta sabe a metal. Recojo unas frutas, un pedazo de pan duro y una botella de agua. No tengo hambre, pero aquí nunca se desperdicia nada: lo que no comas hoy, lo necesitas para no morir mañana. Subo las escaleras hacia el dormitorio del edificio sur. El pasillo siempre huele a humedad y a ego podrido. Sobre todo cuando Luca está cerca. Luca. Diecisiete años. Dos metros de músculo barato, tatuajes que no asustan a nadie y el ego inflado de alguien que cree que el mundo le debe algo. Le dicen “El Toro”. A mí me da risa… parece más una vaca rabiosa. Justo cuando doblo la esquina, lo escucho antes de verlo. —¡Eh, miren! —ruge su voz grave—. Ahí viene la muñequita del jefe extranjero. Genial. Sus amigos se apartan como si fueran dos perros abriendo camino al grandote del corral. Yo solo quiero llegar a mi cama, comer una manzana en paz y dormir. Pero claro… aquí la paz es un mito. Y yo soy una niña con apellido. No respondo. Paso a su lado. O intento. Me agarra del brazo. Fuerte. Demasiado fuerte. —Hey. Te hablo, muñequita. Lo miro. Solo eso. Pero él no entiende que mi silencio no significa miedo. Significa amenaza. —Suéltame. —digo, calmada. Su grupo ríe. Luca baja la voz, como si me hiciera un favor. —Aquí las reglas son simples. Las chicas nuevas empiezan abajo… muy abajo. — Dice señalándome su entrepierna. — Así que si quieres protección, deberías ser amable conmigo. Amable. La palabra me da ganas de romperle la boca. —No necesito tu protección. —respondo. Su sonrisa desaparece. —Mira, niña… —gruñe—. No eres nadie aquí. Y si Petrov no te ha matado todavía, yo podría ayudarte con eso. Esta vez me sujeta la mandíbula. Error número uno. —No vuelvas a tocarme. —digo, ya sin máscara de calma. —¿Y si lo hago? —ríe. Error número dos. Lo agarro de la muñeca, tuerzo su brazo hacia atrás con la fuerza exacta tal como una vez me enseñó Esben y le clavo el codo en las costillas. El aire le sale como un globo pinchado. Antes de que pueda reaccionar, le meto un rodillazo directo al muslo donde sé que duele más. Su pierna falla. Cae de rodillas frente a mí. Los otros chicos se quedan helados. Aprovecho y le tomo el cabello para obligarlo a mirarme desde abajo. —Escucha bien, Luca. —susurro—. En mi casa… las cosas pequeñas aprendemos a matar primero, y a preguntar después. Si vuelves a tocarme, te vas a quedar sin manos. Y sin dientes. Y sin ese cuello tan débil que tienes. El silencio es absoluto. Solo se oye su respiración temblorosa. Lo suelto. Cae de espaldas, humillado. Camino pasando por encima de su pierna como si fuera basura tirada en la calle. Petrov está al final del pasillo. Lo vio todo. Claro que lo vio. Su expresión es imposible de leer, pero cuando paso junto a él, dice: —Bien. Una líder no negocia respeto… lo toma. Y por primera vez desde que llegué, siento algo cálido en el pecho. No orgullo. No victoria. Poder. El mío. “Los días aquí no pasan”. Se arrastran, como si el sol también tuviera miedo de Petrov. Me despierto antes del silbato. El cuerpo duele, pero empiezo a acostumbrarme… o a volverme insensible, no sé cuál de las dos es peor. Valhalla Institute no es una escuela. Es una fábrica. Y yo soy la materia prima que todos esperan moldear. Entrenamos tácticas desde el amanecer: desarme, infiltración, combate cerrado, lectura del entorno. Me obligan a memorizar rutas, tiempos, reacciones. Petrov no explica; exige. Si fallas, repites hasta sangrar. Y aun así, no me quiebro. Me afilo. Los demás cadetes me observan distinto desde lo de Luca. Ya no se ríen. Ya no murmuran. Me estudian… como si intentaran descubrir en qué momento una niña se volvió un arma. Petrov me convoca a entrenamientos adicionales. “Privados”. Ahí aprendo lo que nadie más aprende: cómo desestabilizar grupos, cómo liderar en caos, cómo convertir el miedo en obediencia. —Dellacosta —gruñe mientras marca un mapa frente a mí—. Una líder no lucha más fuerte. Piensa rápido. Ataca donde duele. Y nunca repite un patrón. Asiento. Lo entiendo. Aquí no sobrevives siendo la más fuerte. Sobrevives siendo la más impredecible. En estrategia militar, descubro algo extraño: me gusta. Pensar varios movimientos adelante. Anticipar. Controlar. Cada noche, cuando vuelvo al dormitorio, siento que otra parte de la niña que fui se queda atrás… como piel muerta. A veces duele. A veces… alivia. Porque si voy a ser la señora algún día, no puedo temblar. No puedo dudar. Y no puedo quedarme en el suelo. Valhalla no va ha romperme. ─────────────────────────────
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