5.
Tenía que aguardar unos minutos antes de poder hablar.
—¿Papá? ¿Simón? —exclamé ni bien pasó un minuto, y entré del todo en la casa.
—Estoy en la cocina —contestó mi padre. Parecía que no se había acordado que había salido a ver a Brad. Giré a la izquierda y me lo encontré sentado en la mesa.
—¿Dónde está Simón? —pregunté sin aliento.
—Arriba. No quiere hablar —contestó sin notar que llegaba con el corazón en la boca y la frente sudada.
Me sentía mal por mi hermano, yo había sido un idiota egoísta por haberme ido corriendo a ver a Brad, en cuanto pude bajar del coche.
—Voy a ver cómo está.
Mi padre asintió en silencio.
—Bien, yo empezaré a ver qué comemos… —dijo él con toda la calma del mundo, ya no quedaba nada del tipo nervioso que conducía a velocidades imprudentes para traernos a casa— ¿Se te apetece algo en especial? Recuerda que no soy bueno en la cocina.
Me encogí de hombros. No estaba para ser exigente, me daba igual comer una pizza o una hamburguesa. Porque desde el accidente de mi mamá nada me satisfacía, pero en cuanto me ponía un plato delante, el estómago se me cerraba.
—Lo que sea, papá —le dije— ¿Si pides algo por la Rappi o Pedidos Ya?
—Buena idea.
—Las tienes instalada… ¿lo recuerdas?
Me fui directo hacia arriba pensando únicamente en Simón, quizás se sentía perdido. Yo no tenía la menor idea si había llegado a hablar con sus amigos. En todo el tiempo en que nos quedamos en la casa de capital, ni mientras volvíamos yo no le había visto ni tocar el celular. Por mi experiencia personal sabía que era a ellos a quienes necesitaba en ese momento, probablemente más que a papá y a mí.
De todas formas subía la escalera tratando de arreglarme el pelo que me había quedado despeinado luego de recostarme en la cama de Brad, y cuando llegué hasta la puerta de su cuarto, me detuve un instante para calmar mi cabeza, y luego llamé a su puerta.
—Simón, soy yo. ¿Puedo entrar?
—Claro —respondió.
Había esperado que se demorase un poco más en contestar pero no.
Abrí la puerta esbozando una sonrisa tímida mientras ingresaba a su terreno.
Simón estaba sentado en el borde de la cama, inmóvil. Sus mechones oscuros le cubrían la cara como si fuera un antifaz. Me parecía una imagen surrealista.
—Bien. Te haré una pregunta ridícula y puede que quieras golpearme —le dije y solté un suspiro pesado— ¿Cómo estás? —pregunté con el mejor tono que tenía en ese momento.
Simón se encogió de hombros.
—No sé si existen palabras para describirlo...
Noté que tenía los ojos hundidos y unas ojeras tan oscuras y marcadas que parecía emo, al puro estilo de Gerard Way, el cantante de My Chemical Romance. En otro momento me habría parecido cool, y le envidiaría pero en ese momento mi hermano se veía claramente deprimido, parecía que no había pegado un ojo en todo el mes, era algo que también me pasaba a mí pero que en mí no parecía ser obvio como lo era en él.
Además del insomnio, Simón y yo compartíamos el mismo pelo y ojos oscuros.
—Bueno, ¿necesitas algo? —le pregunté—. Claro, aparte de lo obvio…
—Tranquilo, estoy bien —contestó rápidamente, estaba claro que ni siquiera se lo pensó. Hice una mueca y fui adentrando aún más en su cuarto.
—¿En serio? —pregunté esperando a que se animara a decirme algo más. Simón me miraba fijamente.
—¿Y vos?
—No. Yo no. —afirmé y crucé las manos—. Podemos hablar si quieres.
Antes de eso no solíamos hablar nunca, o mejor dicho no de asuntos importantes o profundos. Para eso ya contaba con sus amigos, y yo con los míos. Lo cierto era que me parecía realmente triste en ese momento es que en todos esos años, hayamos dejado en el olvido nuestro vínculo de gemelos. Era algo que me apenaba tras haberme quedado con mi padre cuando él se mudó con mamá.
En ese momento, mientras yo divagaba en mi mente, Simón inclinó la cabeza.
—¿De veras podemos hablar? —preguntó como si fuera una sorpresa para él.
—A ver —dije yo—, sé que no estamos demasiado acostumbrados pero nada nos impide intentarlo. O sea, yo estoy dispuesto… y somos gemelos —en mis palabras descubrí con alivio cierta convicción, esperaba que Simón confiara en mí.
—Compartimos útero, fecha de nacimiento y ADN, pero nunca he sentido que fuéramos gemelos. Martín, vos y yo apenas hablamos —su voz era la misma que la mía pero había un sentimiento cargado de dolor en él que no podía ignorar. Era como si él fuera una versión mía completamente diferente, una sensible.
Cuando escuché por sus labios esa gran verdad, los recuerdos de mi infancia, de nuestra infancia que habían quedado sellados en mi memoria comenzaron a salir. Recordé que de pequeños solíamos charlar hasta por los codos. Me acordaba de cuando teníamos cinco o seis años y nos colábamos en el cuarto del otro por la noche. No dormíamos en la misma cama porque ya entonces éramos muy diferentes; su cuarto estaba pintado de un azul pastel y el mío de verde limón. Sin embargo, cuando se apagaban las luces, todo nos daba igual; montábamos una tienda con las sábanas, cogíamos las linternas y nos contábamos todos los cuentos de hadas que nuestra imaginación era capaz de concebir.
Simón se iba a casar con una princesa de la India y acabaría siendo rey y yo me dedicaría a viajar por el mundo en una vieja moto, como el que usaba nuestro abuelo. Pero con el paso del tiempo y la separación de nuestros padres nuestros sueños y planes murieron y dejamos de compartir las que se nos iban ocurriendo.
Mis ojos fueron a parar a mi hermano.
—¿Quieres que hablemos de eso, Simón? —le ofrecí con buenas intenciones.
—Yo… —balbuceó. Me atravesaba con una mirada cargada de aflicción—. Quiero mucho más que eso.