El plan para el segundo día en la villa era una cacería en el bosque, pero Fausto fue vencido por el sueño y el plan se canceló. Para ocupar el tiempo, el barón Elvore y el conde Valmire tuvieron una larga partida de cartas. El ambiente se sentía más relajado a comparación con esa mañana.
Por la tarde lady Elina conversó con su esposo sobre los planes a futuro, Liana tomó un baño y como medida de seguridad, Erika decidió no volver a salir de su habitación.
Al día siguiente Fausto vio a Erika durante el desayuno y según le dijeron, ella fue a su habitación, cerró la puerta y pidió que le llevaran la comida y la cena. La razón; fue la elección de la vestimenta y accesorios que llevaría al viaje.
— Me está evitando — dijo Fausto.
— No la culpo — dijo el barón —con la forma en la que se ha comportado, alteza. Y se lo digo con todo respeto, yo también lo evitaría. Una joven delicada que ha sido educada en el interior de una villa sin conocer los peligros de la corte enfrentada a esa mirada de depredador.
— Aguarda — lo interrumpió Fausto — ¿a qué mirada te refieres?
El barón se sorprendió — a la suya, cada vez que mira a la señorita Erika, hasta a mí se me eriza la piel.
Fausto actuó sorprendido — malinterpretaste la situación por completo. Intento ver más allá de esa actitud inocente que muestra desde que regresé, quiero decir. Desde que desperté — dijo. Nadie lo entendía porque nadie más experimentó ese sueño — saldré un momento.
Sir Sebastián esperó veinticinco segundos y salió detrás del archiduque.
— Esa es vigilancia — señaló el barón en voz alta, aunque nadie quedaba en la habitación — y no hace falta mirar a la otra persona como si quisieras devorarla.
El equipaje de Erika estaba listo desde el día anterior, todas sus pertenencias; ropa, zapatos, accesorios, libros, pinturas. Todo lo que iba a llevar al viaje ya estaba preparado. La verdadera razón por la que no salía de su habitación era el archiduque Fausto. Él era el motivo detrás de ese auto encierro.
Afuera de la puerta se escucharon tres toques rápidos.
Erika se levantó de la cama y corrió a abrir la puerta, solo un poco para que Teresa pasara y nadie más — ¿la conseguiste?
Teresa mostró una flauta.
Sonaba tonto decir que después de dos días en su habitación Erika se estaba volviendo loca. Pero era así. Vivía acostumbrada a leer, pintar y caminar en el jardín, o dar un paseo matinal a caballo, incluso cuando comía lo hacía en el comedor o en alguno de los estudios. Esa era la mayor cantidad de tiempo que había pasado en su habitación y le molestaba pensar que era por culpa del archiduque.
— Se supone que debería estar pensando en mi prometido. No en él. Explícame, ¿qué le hice?, ¿por qué me está haciendo esto?
— Señorita, traje la flauta — dijo Teresa con la esperanza de que dejara de hacerle preguntas que no podía responder.
Erika entendió el mensaje oculto y la abrazó — lo siento tanto. Eres la que tiene que soportar mi mal humor.
Teresa también la abrazó.
Su forma de luchar con el encierro fue la música, Teresa se sentó en el sillón, afinó sus dedos, tomó la flauta y sopló suavemente para conseguir la tonada correcta. Erika se levantó, puso los brazos en posición y comenzó a bailar. Podía estar encerrada en una habitación, pero se sentía en el centro de un salón de baile.
Las delgadas notas de la flauta se colaron por el marco de la ventana y llegaron al jardín. Fausto agudizó la mirada. Investigó los alrededores y caminó hacia una de las esculturas. Se quitó los zapatos para tener mejor agarre, también se quitó la chaqueta y la usó para aferrarse a la cabeza de la escultura y seguir hacia arriba. Sus esfuerzos rindieron fruto, logró sentarse sobre los hombros de la escultura y con la mirada elevada vio a Erika bailando.
La mujer de sus sueños tenía una mirada altiva y un gesto desdeñoso. Cada vez que lo miraba parecía odiarlo. Y hasta el último momento ese sentimiento se mantuvo, incluso cuando lo besó.
Tocó sus labios.
Pero esa mujer que subió al granero solo existía en sus sueños. La Erika real era la que bailaba en su habitación — ya lo entiendo — pensó en voz alta — fue un sueño.
Sin importar cuán real se sintió, todo lo que vivió pertenecía al reino de los sueños y no debía dejar que afectara su forma de ver la realidad. Bajó despacio y se paró delante de la escultura. Con su mirada en ese ángulo ya no podía ver a Erika.
La mañana del día de su partida fue fría y gris. La luz del sol se ocultaba entre nubes pálidas mientras los carruajes se alineaban frente al arco de piedra que marcaba la entrada de la villa Valmire. Los criados cargaban los últimos baúles con premura y la familia terminaba los preparativos.
Lord Cedric Valmire, con la espalda recta inspeccionaba y contaba las maletas junto a su esposa. A unos pasos de ellos,
Erika se veía nerviosa. Como bien lo dijo, se suponía que usaría esos tres días para pensar en su prometido y en la mejor forma de presentarse. Pero gracias a cierta persona su mente estuvo llena de pensamientos innecesarios. Suspiró, aferrándose a su estuche de pinturas. El clima era frío, ella estaba abrigada con un manto azul oscuro que se ajustaba en el hombro izquierdo.
Teresa se paró de puntas — señorita, ahí viene — susurró.
La piel de Erika se erizó, el hombre que no la dejaba tranquila y que había convertido su vida en un encierro se acercaba y esperó lo peor. Miradas frías, indirectas, tal vez preguntas ridículas que no podría responder o algo peor. No sabía qué esperar.
El archiduque Fausto llegó acompañado de su escolta, sir Sebastián Lores, y su consejero, el barón Rafael Elvore. Su mirada se posó de inmediato sobre el conde Valmire y siguió adelante, ajustándose los guantes.
Pasó junto a Erika sin mirarla.
— Conde, excelente organización, veo que partiremos a buena hora — le dijo.
El conde sonrió — es gracias a usted, alteza, que nos avisó con tiempo de sobra para planificar el viaje. Todo estará cubierto, mi hermano y mi cuñada cuidarán bien de mi sobrina.
Fausto giró levemente la mirada, solo para notar la existencia de Erika y volvió a mirar la frente — me alegra escucharlo.
Lady Elina suspiró — en ese caso, señores. La capital nos espera.
En ese instante, Liana irrumpió en la conversación con un paso rápido, su vestido de terciopelo lila flotando detrás de ella.
— ¡Papá! ¡Mamá! ¡Por favor, déjenme ir con ellos!
— Liana… — comenzó Lady Elina, exasperada.
— Me comportaré, representaré bien a la familia Valmire, no me meteré en problemas. Por favor — suplicó, detrás suyo su doncella Talía cargaba las dos maletas y se veía agotada.
Lady Elina le lanzó una mirada aguda a su esposo para que detuviera la escena y él asintió.
— Liana, hija, agradecemos tus buenos deseos, pero el viaje ya está programado y no podemos retrasarnos. Tampoco podemos abusar de la hospitalidad de su alteza — dijo lord Cédric.
Liana se mordió el labio — ya tengo mis maletas, no ocuparé mucho espacio, archiduque. Por favor, quiero conocer el palacio — suplicó tomando el brazo de Fausto y poniendo nervioso a sir Sebastián.
Fausto miró brevemente a Erika, recordándose que no debía hacerlo y sonrió — por mí no hay problema. La familia Valmire se quedará en una residencia separada del castillo y hay suficientes habitaciones para una persona más.
— ¡Gracias! —exclamó ella, feliz como una niña, antes de correr a preparar sus cosas.
Erika miró al archiduque Fausto sin tanto temor, tratando de entender por qué había aceptado y recordando su conversación con Liana la primera noche.
Él le sostuvo la mirada, sin expresión alguna.
Momentos después, los criados abrieron las puertas de los carruajes. Uno por uno, los pasajeros fueron subiendo. El primer carruaje partió, sacudiendo la tierra bajo las ruedas. El conde los despidió con una gran sonrisa.
Erika subió al segundo junto a su madre y hermana, y las dos doncellas. Se acomodó junto a la ventana, sin mirar a nadie, hasta que el carruaje dio el primer tirón.
Solo entonces Erika giró la cabeza y, por última vez, observó la villa Valmire desvanecerse entre la neblina matutina.
Les esperaba un viaje de una semana.
Las líneas se trazaban sobre un mapa, pero en el trayecto había toda clase de peligros y situaciones imprevistas, como puentes con largas filas en los que era necesario esperar a que un grupo pasara al otro lado para iniciar el trayecto. Caminos en malas condiciones. Paradas continuas y casas de hospedaje para pasar la noche o tiendas de campaña.
Desde el comienzo la familia estaba lista para un viaje largo y de acuerdo a la planificación, había pequeños descansos.
Uno de ellos fue junto al puerto.
Al atardecer del tercer día los carruajes se detuvieron y la familia Valmire bajó para mirar el sol perdiéndose en el horizonte y los grandes barcos alzándose por encima del mar. Era una visión muy hermosa que Erika quería plasmar, al instante, giró sobre sus talones, incapaz de contener su felicidad.
— Mamá, ¡puedo sacar mis pinturas!, por favor, prometo que no me tomará mucho tiempo.
Lady Elina estaba muy cansada del viaje y aún les restaban varios días más, suspiró y respondió: — mi cielo, vamos a descansar, mañana hay que salir temprano.
Liana escuchó la discusión y bajó del carruaje de prisa, también estaba cansada y muy aburrida, pero viendo a su hermana, la sonrisa apareció de pronto.
— Hermana, no olvides que tenemos un viaje programado y que no podemos abusar de la hospitalidad del archiduque. Por favor, no nos compliques el viaje.
Liana disfrutó enormemente ese momento.
Erika en cambio, entendió y bajó la mirada — lo siento — era su primera vez mirando el mar. Pero, pensando objetivamente esa también era la primera vez de su hermana y de sus doncellas. Y solo ella estaba actuando como una niña.
— Yo opino — dijo Fausto — que debe darse prisa, lady Erika — agregó y puso sobre las manos el estuche donde ella había guardado sus pinturas. Mientras los demás discutían, el abrió el equipaje, ubicó el estuche que Erika tenía en las manos cuando dejaron la villa y lo sacó.
— Gracias — sonrió Erika y se apresuró a acomodarse para tener una hermosa vista del mar y los barcos.
Teresa reaccionó de prisa, sacó el encuadernado y mientras Erika trazaba las primeras líneas, ella mezclaba las pinturas que usarían en base a los colores del cielo.
Erika se veía muy feliz. Detrás, los señores Valmire le agradecían a Fausto por su amabilidad.
Talía se mordió el labio — nosotras no trajimos pinturas.
— Cállate — le dijo Liana y dio la vuelta.