Erika caminó con paso apresurado por los pasillos de la villa, el corazón latiéndole con fuerza tras la conversación con el archiduque Fausto. Al encontrar a su madre, lady Elina Valmire, en el salón privado, se detuvo un instante antes de hablar, conteniendo las lágrimas.
— Mamá… — susurró, con la voz temblorosa — ¿es cierto lo que dice el archiduque?
Lady Elina frunció el ceño — ¿a qué te refieres?
Erika sacudió la cabeza violentamente — él dijo que el emperador tenía otros planes para el príncipe Hermes, iba a casarlo con otra mujer, no dijo nombres. Pero mencionó que era un movimiento político y dijo que mi compromiso existía solo para evitar una guerra civil.
Elina la miró con serenidad, aunque en sus ojos brillaba una sombra de tristeza. Se acercó a su hija y tomó sus manos entre las suyas.
— Erika, querida. Los matrimonios siempre han sido alianzas. Es la manera en que las familias aseguran su futuro y el de todo el imperio, pero no lo hacen de manera inconsciente, sino pensando en el porvenir de sus hijos — respondió con suavidad — entiendo que ahora estés conmocionada, pero no debes preocuparte por eso. Con el tiempo, el príncipe y tú se conocerán y serán una excelente pareja.
Erika apartó la mirada, sintiendo cómo la esperanza se desmoronaba en su interior — dijiste que él me eligió. Había muchas candidatas. La emperatriz me recomendó por su amistad contigo. Pero el príncipe me eligió — alzó la voz y caminó por la habitación intentando no perder la cordura — le enviamos un retrato, me hiciste posar por horas con ese vestido color de rosa. Fue lo que me dijiste. Todo… era mentira — agregó con voz ahogada.
Elina acarició su mejilla con ternura — estabas muy nerviosa, solo quería darle un poco de ilusión. Y en verdad, no importa cómo haya sido la selección. Eres hermosa, inteligente y una jovencita muy dulce. Sé que el príncipe se enamorará de ti.
Sin poder contenerse más, Erika se soltó de las manos de su madre y salió corriendo hacia su habitación. Teresa la vio pasar sin poder detenerla, al final del pasillo Erika abrió la puerta, la cerró tras de sí, se dejó caer sobre la cama y rompió a llorar, abrazando la almohada mientras las lágrimas empapaban la tela.
Tenía miedo, si la historia que le había contado su madre era mentira, ¿qué haría si el príncipe no la amaba?
Fausto caminó lentamente por el jardín de la villa Valmire, sus pasos resonando sobre los senderos de grava. Se había quitado la chaqueta y la cargaba en el brazo mientras metía las manos en los bolsillos. Cada detalle en ese jardín, el aroma de las rosas, las esculturas de mármol, hasta el canto de los mirlos. Todo estaba dispuesto como en su sueño y de seguir así, significaba que había un granero y aproximadamente a las diez de la noche ardería en llamas.
Esa mañana, mientras Fausto seguía caminando por el jardín, el barón Elvore tomó una siesta y roncó ruidosamente en la sala. Sir Sebastián tuvo una práctica en el jardín junto a los establos.
Poco antes de la hora de la comida el conde Valmire le dijo al archiduque Fausto que le prepararían el baño para que pudiera descansar después del viaje, él cambió su ropa y al mismo tiempo, Erika dejó su habitación, tenía los ojos un poco hinchados y no quería que se notara.
La comida se sirvió a la una de la tarde y el conde invitó a Fausto a un juego de cartas, el barón Elvore se autoinvitó y lord Cédric fue el cuarto oponente. La partida duró tres horas, como había ocurrido durante el sueño de Fausto. Aunque los resultados de las partidas fueron diferentes.
La cena fue a las siete.
Media hora después Erika tomó un baño, no podía dejar de suspirar. Solía sentirse emocionada por el compromiso. Tontamente, pensó que el príncipe Hermes esperaba ese matrimonio tanto como ella y al final, descubrió que la realidad era muy diferente.
Teresa le pasó el vestido — señorita, si gusta puedo traerle algo de la cocina, hay unas galletas de mantequilla que siempre hacen que me sienta mejor.
Erika sonrió — gracias, pero no hace falta.
El fuego de la chimenea titilaba con suavidad, proyectando sombras danzantes sobre las cortinas de lino y los libros apilados en el alféizar. Erika recogió su cabello y le pidió a Teresa que le pasara su bordado. No tenía deseos de dormir, se sentó junto a la chimenea y acomodó sus hilos.
Se escuchó un golpeteo muy impaciente en la puerta.
Teresa abrió la puerta — señorita Liana — la saludó y se hizo a un lado para dejarla pasar.
— Espera afuera — le dijo Liana.
Teresa miro a Erika esperando que ella asintiera y salió al pasillo, afuera estaba Talía, la doncella de Liana, ambas se sentaron a esperar.
Liana entró y vio a Erika junto a la chimenea con su bordado, ella ya se había bañado, Liana todavía no. Se aclaró la garganta — ¿sabes lo que me dijo hoy el archiduque Fausto? — preguntó sin rodeos, cerrando la puerta tras de sí con un golpe seco.
La mención del archiduque le provocó un vuelco en el pecho; el susto la hizo pincharse el dedo.
Liana frunció el ceño — aún no te he contado lo que me dijo.
Erika tomó una servilleta de tela y se chupó el dedo — lo siento, dime.
Liana se acercó con paso rápido — prometió bailar conmigo. No dio una fecha y falta mucho para el siguiente baile, pero sé que cumplirá su promesa.
— Me alegro por ti.
Liana se sintió molesta y se sentó sobre el sillón que estaba más lejos de la chimenea con los brazos cruzados — no te hagas la inocente, durante el desayuno, la comida y la cena, él te estaba mirando. No me digas que no lo notaste.
Erika subió la mirada — yo no…
— Hace un momento dije su nombre y te pinchaste el dedo.
Erika miró la gota de sangre en la servilleta y levantó la mano — no es lo que piensas. El archiduque piensa en mí como la futura esposa de su hermano, no tienes idea — comenzó la frase, pero no pudo terminarla.
— ¿Qué? — preguntó Liana — ¿qué ibas a decir?
Erika dejó la servilleta a un lado, su dedo ya no sangraba — lo que sea que viste, lo interpretaste mal. El archiduque es un hombre bastante severo que no tiene el más mínimo interés en mí.
Liana la miró con agudeza — ¿de verdad?
Erika suspiró — ¿por qué te importa tanto?
— Me gusta — dijo Liana y tomó a Erika por sorpresa — es lindo, agradable, inteligente y hace que las personas le pongan atención, papá y el tío Marius cuidan cada palabra que dicen delante de él. Es una cualidad muy admirable.
Liana tenía dieciséis años, nació tres años después de Erika y esa era la primera vez que le hablaba de amor. Erika sintió alegría por su hermana, pero el recuerdo de las palabras de Fausto, la forma en que la trataba y ese primer encuentro en el que la acusó de besarlo, hicieron que esa felicidad se desboronara — aún eres muy joven, conocerás a otras personas.
— ¡Sabía que te gustaba! — dijo Liana con una mezcla de desconcierto y pena.
Erika suspiró — lo estás entendiendo mal, no me gusta el archiduque. Es grosero, impertinente, arrogante e incapaz de demostrar empatía por otra persona. Preferiría que te gustara cualquier otra persona antes que ese hombre.
Liana soltó una risa divertida — tienes una forma extraña de decir que lo quieres para ti.
— No me has entendido.
— Estás comprometida con el príncipe Hermes — dijo Liana — serás la princesa imperial y algún día la emperatriz. Deberías sentir vergüenza por estar interesada en el hombre que será tu cuñado.
Erika se levantó — no me gusta, ¿qué tengo que hacer para que me creas?
Levemente, Liana sonrió — no hables con él, deja los encuentros a solas, no lo mires y no coquetees.
— Bien — respondió Erika.
Liana se levantó — me alegra escucharlo, buenas noches hermana — dio la vuelta y salió de la habitación, dejando el eco amargo de sus palabras.
Erika se quedó inmóvil por un momento y se sentó en el borde del sillón. Desde pequeñas existía un distanciamiento entre ella y Liana que no podía derribar, la niña que llegó a su casa cuando tenía tres años siempre sería su hermana, pero entre más crecían, llegó a preguntarse si Liana realmente la veía como una hermana mayor.
Teresa entró de prisa — señorita.
— Estoy bien — respondió Erika.
Liana volvió a su habitación y olfateó un poco su vestido, al ver a Erika sintió el aroma fresco que venía de su cabello y la hizo sentir enferma — prepárame el baño — le ordenó a Talía.
El agua tomó tiempo en calentarse, Liana perdía la paciencia y le ordenó a Talía darse prisa. Al final secó su cabello, se peinó y se vistió para una aventura muy especial. Iba a la habitación del archiduque.
Con un gesto suave, tocó la puerta y esperó un momento, pero nadie respondió. Tocó una vez más — archiduque — susurró en un tono apenas audible — soy yo… Liana.
Durante algunos segundos, nada pasó.
Fausto abrió la puerta, pero no la de su habitación, sino la del granero con un chirrido metálico.
Mirella se empujó hacia atrás y Elric le acomodó la falda para que sus piernas quedaran cubiertas.
Fausto los miró. Había una lámpara de aceite brillando en la esquina. Con un movimiento en falso, la lámpara caería junto a la paja y todo el lugar ardería en llamas. Suspiró.
— Largo de aquí.
Mirella, con el vestido desordenado, se cubrió el pecho con los brazos y se levantó. Elric la acompañó, estaba nervioso, con el rostro enrojecido por la vergüenza y el susto.
— Mi señor… nosotros… solo… — Elric balbuceó, incapaz de sostenerle la mirada.
— ¿Esa lámpara es suya? — preguntó Fausto, acercándose lentamente — ¿la encendieron aquí?
Mirella asintió con temor.
Fausto caminó lento, tomó la lámpara y la puso en las manos de Elric — provocarán un accidente, no vuelvan a venir aquí. ¡Fuera! — gritó con violencia.
Mirella soltó un sollozo ahogado, y ambos salieron corriendo.
Fausto los miró con una expresión que no era del todo ira. El humo, el fuego, el techo colapsando y sus pulmones incapaces de respirar.
No era un recuerdo que pudiera soportar sin sentir el estómago retorcerse.
Miró hacia la escalera que conducía a la parte alta del granero. La última vez subió para encontrar a Erika.
“Estoy cansada. No puedo seguir corriendo. Entre más lejos llego, más te odio y me arrepiento de haberte seguido. Mi ciclo termina aquí. Es tu turno de sufrir”
Esas palabras aún lo perseguían, pero no podía preguntarle a Erika porque ella actuaba como otra persona. Para aclararlo tenía que esperar.
Caminó hacia el rincón y se dejó caer en el suelo, recargado la espalda en la pared. Pasó los minutos repasando las palabras de Erika y pensando en cómo abordarla cuando entrara al granero. Los minutos se hicieron horas.
El viento se coló por las rendijas de la madera. Fausto no durmió. No podía. Cada crujido lo hacía erguirse. Cada sombra lo llenaba de esperanza... y luego de vacío.
El amanecer del dos de abril lo encontró en la misma posición, con el rostro demacrado, los ojos rojos y los dedos crispados. Pero Erika nunca apareció.