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DOMESTICANDO AL CORAZÓN

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Descripción

Alicia Vidal fue madre demasiado joven y, poco después, se convirtió en esposa. Durante ocho años entregó su vida a un matrimonio que la consumió, solo para descubrir que jamás fue suficiente. Cansada de las infidelidades de su marido, decide divorciarse y empezar de nuevo.

Con el corazón herido, se muda a la ciudad dispuesta a recuperar el tiempo perdido, vivir lo que antes se prohibió. Convencida de que los hombres ya no tienen cabida en su vida… hasta que aparece Guillermo Urrutia, el poderoso magnate del ron.

Guillermo es un hombre mayor, seguro de sí mismo, y despierta en Alicia emociones que jamás había conocido. Lo que inicia como un juego sin compromisos pronto se transforma en una pasión que amenaza con romper todas sus defensas.

Él no se conforma con su cuerpo. Desea su amor. Y está dispuesto a domar el corazón libre y salvaje de Alicia, aunque eso signifique arriesgarlo todo.

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01. ¡Es un desgraciado!
El sonido seco del portazo retumbó en la cabeza de Alicia como un disparo cuando Simón abandonó la habitación. No era la primera vez que su marido se mostraba tan exigente; pero Alicia sabía que era la última que se lo permitía. Eran muchos años perdidos, fingiendo ser un matrimonio perfecto ante los ojos de su familia. Pero en la intimidad de su habitación, todo se convertía en un infierno. Simón había dejado de ser el muchacho dedicado y romántico para convertirse en alguien frío. Alicia ya no recordaba la última vez que habían hecho el amor o cuándo fue la última vez que experimentó placer al acostarse con su marido. El sexo era frío, mecánico y terminaba en el momento en que Simón alcanzaba el orgasmo. Después de eso, él se apartaba, se giraba de lado y Alicia, frustrada, buscaba su placer en la soledad de la ducha, bajo el agua que escondía sus gemidos y sollozos. El recuerdo le hizo apretar las manos con rabia, se acomodó la bata sobre su hombro desnudo y se levantó de la cama. Se sentía asqueada. Simón la usaba como un depósito de frustración, pero la culpa había sido suya, por intentar salvar lo insalvable. Pero ya no más. Lo de anoche, había sido la gota que derramó el vaso. Simón no volvería a tocarla en lo que le restaba de vida. Eso podía jurarlo. Alicia se metió en la ducha. El agua tibia aligeró la tensión de sus músculos y el ligero dolor en su entrepierna. Tenía que darse prisa, no quería que Laurita la esperara mucho tiempo. Aunque deseaba terminar pronto con las compras para volver a la hacienda y alejarse de Simón por un tiempo. Contratar a un abogado y enviarle el divorcio. Estaba dispuesta a darle todo lo que pidiera a cambio de recuperar su libertad. La necesitaba tanto, como el campo a la lluvia en verano. Alicia no se atrevía a ver al pasado. No quería lamentar todo lo que había perdido y a todo lo que renunció para darle prioridad a su matrimonio. Ser una buena esposa y madre. Había conseguido ambas cosas, pero no fue suficiente. No para Simón. Por suerte, Diana nunca dejaba de decirle lo bueno y maravilloso que era tenerla como madre. Era ella la razón por la que había soportado tanto tiempo a Simón. Por lo que se callaba lo que en la intimidad se cocinaba. Sentada frente al tocador, se maquilló con un poco de exceso. No quería que su hermana descubriera las ojeras bajo sus ojos ni el ligero hematoma que se escondía bajo la base. Con suerte, iba a librarse de Simón sin darle a su familia el verdadero contexto de su separación. No quería involucrarlos. Lo que Alicia no sabía era que las cosas iban a alinearse a su favor ese mismo día. Y horas más tarde, luego de acompañar a su hermana a probarse el vestido de novia. Finalmente, se encontró a Simón y su amante de turno en un restaurante en las afueras de la ciudad. Santiago lo sabía, por eso había ido por ellas a la tienda de vestidos de novia. Él trató de advertirle, pero cuando vio el auto de Simón estacionado afuera, lo supo. Supo de inmediato que este sería el fin de su tormentosa relación. Sin embargo, saberlo no era lo mismo que descubrir con sus propios ojos el engaño de su esposo. Ver cómo devoraba los labios de su amante en público fue demasiado para Alicia. Ella no merecía una humillación como esa, no después de ponerle el mundo a sus pies. —¡Simón! —gritó con una mezcla de rabia y decepción. El hombre se apartó con violencia de los labios de su amante. Su rostro perdió todo color y sus ojos se abrieron desmesuradamente. —Ali-Alicia —tartamudeó, apartándose de la mujer como si fuera una peste, pero era tarde. Ya no podía negar los hechos ni mucho menos fingir ser inocente—. ¿Qué haces aquí? —preguntó, dando un paso atrás cuando se fijó en la presencia de los hermanos de Alicia. —Eres un desgraciado, Simón —gruñó Alicia sin elevar la voz. No quería llamar demasiado la atención, aunque ya era tarde. Sentía más de una mirada puesta en ella. —Puedo explicártelo —respondió Simón con voz temblorosa, consciente de lo que significaba ser sorprendido con las manos en la masa. Jamás, Alicia lo había descubierto en una de sus andanzas y cuando le preguntaba, él se limitaba a negarlo o decirle que veía cosas donde no las había. Le había funcionado durante los últimos meses, pero ahora… —¿Quién es ella, Simón? —preguntó la mujer, viendo a Alicia y luego a Santiago. Hubo reconocimiento en los ojos y Alicia pudo notarlo con claridad. La amante de su marido, no era una desconocida. Eso la llenó de más rabia. Dio un paso al frente y habló: —Dile, Simón. Dile a esta mujer quién soy yo —lo retó. Tenía un nudo atravesado en la garganta, pero se negó a llorar. Ya había sido suficiente—. O mejor, ¿por qué no me dices quién es ella en tu vida? —preguntó. Sus manos se convirtieron en dos puños cerrados, esperando una respuesta. —Yo soy su novia —respondió la mujer ante el silencio de Simón. Ella se puso de pie, buscando la cercanía del hombre, pero Simón se alejó de ella. Alicia casi sonrió. —Y yo soy su esposa. Alicia Arteaga —respondió, levantando la mano izquierda, enseñándole la argolla de matrimonio que llevaba desde hacía seis años. Alicia no lo hizo por celos, pero sí por un deseo insano de venganza en contra de Simón. El color huyó del rostro de la mujer y Alicia pudo ver cómo se le llenaban los ojos de lágrimas, deslizó los ojos un poco más abajo y la ira que sintió al ver la gargantilla de su hija en el cuello de la mujer le evitó sentir simpatía por ella. —¿Eres casado? —la pregunta salió ahogada. —Lo siento, Nadia. Estaba solo en la ciudad y aburrido —respondió con simpleza, como si con eso justificara la infidelidad y las mentiras. Un manotazo cortó el aire. El golpe hizo que Simón volteara la cabeza, pero no la mirada. Sus ojos estaban clavados en Alicia, que lo observaba con una frialdad capaz de congelar un mar entero. —Solo y aburrido. ¿Esa es la explicación que le darás a tu hija, Simón? —cuestionó Alicia, cerrando la distancia que los separaba. —Diana no tiene por qué saberlo, Alicia. Nadia solo ha sido un desliz. Otro golpe se escuchó junto al grito de Nadia. Su rostro hablaba del dolor que las palabras de Simón le estaban causando, pero a Alicia no le importaba. Cada uno debía hacerse responsable de las consecuencias de sus acciones. Tanto Nadia como ella, debían asumir el peso de haber creído y confiado en un hombre como Simón Arteaga. Nadia solo quería salir de allí, su corazón dolía, estaba herida por lo que acababa de descubrir. Cuando miró a Lorena, fue como ver una luz al final del túnel, fue un instante, porque todos los cabos se ataron solos. Este encuentro no había sido una casualidad. Lorena la había traído a descubrir la clase de tipo que Simón era. Eso no hacía que doliera menos. —¡Espera! —el grito de Alicia hizo que Nadia se detuviera. El cuerpo le temblaba, no quería continuar así, siendo expuesta como la tercera rueda de una relación, pero no fue capaz de moverse—. Antes de que te vayas, devuélveme la gargantilla que llevas en el cuello. Le pertenece a mi hija. Alicia pudo dejar que Nadia se fuera, pero quería, deseaba que a esa mujer le quedara claro una cosa. La que tenía el dinero era ella y no Simón. Necesitaba gritarlo para sacarse ese coraje que llevaba en el pecho. —Simón se la robó a mi hija para regalártela; de otra manera, no me importaría que te quedaras con ella —espetó Alicia, extendiendo la mano. Solo recordar la desesperación de Diana le causó dolor. Su hija había llorado por esa gargantilla, creyendo que había perdido el regalo de su padre. Si Diana supiera, sufriría mucho más. Ella adoraba a Simón, aunque el miserable no lo merecía. —Lo siento, señora Arteaga —la voz de Nadia la arrancó de sus pensamientos—. Yo no sabía que Simón era casado y menos que tenía una hija, se lo juro. De haber estado en conocimiento de la verdad, yo no me habría fijado en él —agregó, entregándole la gargantilla. Alicia le creía, pero estaba demasiado ofuscada para dedicarle algunas palabras. En silencio, la vio dirigirse a la puerta en compañía de Lorena. Lo que vino después, apenas conseguía recordarlo. Se sentía vacía, como si algo le desgarrara el corazón. No había derramado una sola lágrima, pero sentía el nudo atorado en la garganta. —No es bueno que te contengas, cariño. Llora, si tienes que hacerlo —dijo Laurita, abrazándola. Eso fue suficiente para que el dique se rompiera. Alicia rompió en llanto. Era tan desgarrador que sentía que moría. No por Simón, sino por todo lo que había perdido durante ocho años de su vida. —¡Es un desgraciado! —gritó a todo pulmón, aferrándose a la gargantilla entre sus dedos—. Si ya no me amaba, ¿por qué no fue sincero? ¡¿Qué le costaba sentarse y decirme que ya no sentía lo mismo?! ¿Por qué engañarme de esta manera? Las preguntas eran innecesarias; Simón no se lo dijo con palabras. El muy cobarde lo demostró con acciones. Otro sollozo llenó la camioneta. —Saca todo lo que te hace daño, princesa. Estamos aquí, no vamos a dejarte sola —le aseguró Laurita, acariciando sus cabellos, limpiando sus mejillas llenas de lágrimas. —Esto es mi culpa, no debí fijarme jamás en Simón. No debí confiar en sus promesas vacías. Dijo que sería un buen hombre para mí y un buen padre para Diana, y mira lo que ha hecho. Me ha roto el corazón y hará lo mismo con nuestra hija. Alicia no había pretendido romperse delante de sus hermanos, pero soportar fue imposible. Ella era humana y no estaba hecha de hierro. Había soportado mucho en silencio, como para tragarse este cáliz de veneno sola. Y no lo estuvo, ni Laurita ni Santiago la dejaron sola ni un solo segundo. Bebió un vaso de ron y ni el calor quemándole la garganta pudo distraerla. —Necesitaré un abogado. Voy a divorciarme de Simón y pediré la custodia de Diana —murmuró, levantándose del sillón. Esa noche, Alicia intentó dormir, pero las voces provenientes de la sala se lo impidieron. Aunque Laurita y Santiago murmuraban, ella pudo escuchar claramente lo que sus hermanos pensaban. Ambos estaban seguros de que Simón solo había amado el dinero de la familia y, de alguna manera, eso la destrozó un poco más. Cuando las voces callaron, Alicia salió de la habitación, miró la botella de ron y el vaso vacío a un lado. Ella jamás se había excedido, siempre tuvo moderación, considerando sus responsabilidades. Pero hoy no tenían ninguna. Por esa noche, sería libre dentro del caos en el que se había convertido su vida. Tomó la botella y el vaso, salió del apartamento y subió hasta la azotea del edificio. Allí no habría nadie que la molestara. Estaría sola y su dolor. Cuando la botella se quedó vacía, ya no había lágrimas en sus ojos, ya no había dolor en su pecho. Solo una sensación de fracaso. Con pasos indecisos caminó hasta la orilla del precipicio. Su cuerpo se tambaleó y por un momento se vio cayendo al vacío. Sería tan fácil, solo tenía que dar un paso y todo terminaría. Pero Alicia Vidal Altamirano no era una cobarde y no estaba sola en el mundo. Tenía a Diana, ella era su luz, su única razón para continuar. Además, sus padres la amaban y sus hermanos. No, nadie debía perder la vida por un mal hombre. Y ella menos. Sin embargo, había demasiado alcohol en su cuerpo y un tropezón le congeló el corazón, iba a caerse por el precipicio. Alicia vio su vida pasar delante de sus ojos en cuestión de segundos y esperó que el halo de la muerte la envolviera. —Te tengo —dijo una voz al tiempo que la tomaba del brazo y envolvía su cintura con la otra mano. Alicia abrió los ojos para encontrarse con dos pozos de color miel. El hombre tenía el cabello alborotado, la piel fría como si llevara horas en la terraza, ¿o era así como se sentía la muerte? Quizá era un ángel o, mejor aún, un demonio. —En realidad, soy tan humano como tú —dijo él con voz aterciopelada. Su aliento era una mezcla de ron, menta y tabaco que embotó los sentidos de Alicia. Pero estaba tan borracha que, a la mañana siguiente, olvidó el rostro de su salvador.

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