Capítulo 37

1099 Palabras
Entremezclado con las risas, se oían los ladridos de un perro. Sintió manos sobre ella y que alguien, que no era Hugh, le decía:  -Despiértese. Se encuentra bien. Solo ha sido un mal sueño.  En su tormento, se había enredado tanto entre las mantas que se sentía inmovilizada. Tenía la cara húmeda de lágrimas y sudor. Se sentía tan aterrorizada como si aquella pesadilla hubiera sido algo real.  -¿Dónde estoy?  -Está a salvo -dijo el hombre-. Se encuentra bien -añadió, liberándola poco a poco de las mantas.  Durante un momento, exhausta, Sandra se consoló sobre el firme pecho del desconocido. Se sentía tan ardiendo que la piel de él le refrescaba la cara. Cuando hubo terminado de recomponer la cama, él volvió a colocarla sobre las almohadas.  -Vendré enseguida -dijo él, apartándole el pelo húmedo de la frente.  Aquella había sido la peor pesadilla que Sandra recordaba. Y aquella tenía que ser la cama más incómoda. El hombre le había dicho que volvería. Tal vez le trajera algo para beber. Le dolía la garganta.  Él regresó con prontitud, encendiendo la luz al entrar en la habitación. Al principio, la luz era tan brillante que Sandra tuvo que protegerse los ojos con la palma de la mano. Cuando pudo abrir los ojos, vio que él se había sentado en el borde de la cama, con un vaso y un frasco.  -Whisky otra vez no -protestó ella. Pero así era. Aquella vez, se lo dio con agua caliente y dos cápsula que sacó del frasco.  -Tiene fiebre. Pero supongo que eso ya lo sabrá. Si no tiene más que un enfriamiento es mucho menos de lo que se merece.  En realidad, Sandra había estado algo alicaída toda la mañana. Le parecía que había estado incubando un buen resfriado mucho antes de caerse al río.  -No puedo ponerme enferma aquí -gimió ella.  -En eso tiene razón. Tómese las cápsulas y bébase esto ante de ponerse a rezar para que se encuentre mejor por la mañana.  Sandra vio que el hombre iba vestido simplemente con unos pantalones vaqueros. Iba descalzado y no llevaba nada de cintura para arriba. La barba incipiente que le cubría el mentón se convertiría en una bien poblada a los pocos días. Si lo que buscaba era un disfraz, no había sido mala idea. De repente, notó que no podía tragar las pastillas y empezó a toser.  -¿Cómo se llama? -preguntó él.  -Sandra Valenzuela. ¿Y usted?  -Antonio Figueira. ¿Quién es Hugh?  -Un buen amigo mío con el que pensé que me iba a casar.  -¿Qué ocurrió?  -¿Y qué creer que ocurrió? -gruñó ella-. Me ha dejado y no me digas que lo sientes.  -¿Por qué lo iba a sentir? El hecho de que intentaras acabar con tu vida porque te han dedo calabazas es patético.  -Sandra estuvo a punto de replicar que ella no había saltado pero decidió no hacerlo. De todos modos, él no la creería. Además, no le importaba en absoluto lo que él pudiera creer. De un amigo, se tomó el whisky y las cápsulas-. Estoy seguro de que podrás ver las cosas desde otro punto de vista más alegre por la mañana. dijo él, tomando el vaso.  -¿Tú crees? -preguntó ella, dejándose caer de nuevo sobre las almohadas mientras él apagaba la luz. -Creo que dejará de llover, aunque no puedo garantizarlo.  En la oscuridad, aquella voz resultaba de lo más agradable. Casi se podría decir que resultaba sexy. Pero no había compasión en sus palabras. Nadie iba a creer que el hecho de que su novio la hubiera abandonado fuera razón suficiente como para decidir que su vida había acabado. Sin embargo, eso era porque casi nadie sabía durante cuánto tiempo había estado enamorada de Hugh. Aquella traición casi había acabado con ella, por eso, ¿cómo sería posible que ella viera las cosas de otro modo por la mañana?  Se sentía enferma y completamente agotada, pero sus pensamientos siguieron torturándola hasta que las pastillas y el alcohol pudieron anular su mente y cayó por fin en un letargo sin sueños. Sandra no se despertó asta la mañana siguiente: Antonio estaba otra vez al lado de la cama.  -No -susurró ella, dándose cuenta de que volvía a estar en la pesadilla de su vida real.  Se incorporó de entre las mantas y vio que el hombre le daba un termómetro. Ella no lo necesitaba para saber que tenía fiebre, pero se lo colocó debajo de la lengua y cerró los ojos para no verlo. El mercurio alcanzó los treinta y nueve grados.  -Eres una mujer estúpida -dijo él, al verlo.  -En eso ya nos habíamos puesto de acuerdo -respondió ella, mirándolo con frialdad-. Soy una estúpida, estoy enferma y tú quieres que me marche de aquí, pero no más de lo que yo quiero marcharme. No es culpa mía que tenga que quedarme.  -¿Es que no sabías que el suicidio puede dañarte la salud?  -Ja, ja. Creo que tal vez tenga gripe. No me sentía demasiado bien antes de llegar aquí. El caerme al río no me ayudó a ponerme mejor, porque insisto que no había saltado cuando tú me asustaste. Fuiste tú el que me envió por encima de ese muro.  -Estabas prácticamente en el agua -replicó él, mirándola con escepticismo.  Eso no es cierto. Solo estaba mirando la corriente.  -¿Por qué?  -¿Y por qué no? -preguntó ella, sabiendo que no podría explicar por qué había tirado un anillo tan valioso. No creía lamentarlo pero sabía que todo el mundo la iba a decir lo estúpida que había sido-. Fue culpa tuya que me cayera.  -Si tú lo dices -respondió él, sin creer una palabra-. Tápate bien. Voy a ver qué puedo encontrar en el botiquín. Probablemente haya alguna estufa por ahí.  Te has equivocado -dijo Sandra, dejándose caer de nuevo sobre las almohadas-. No ha mejorado el tiempo. Sigue lloviendo. ¿Puedo llamar por teléfono? -añadió, dándose cuenta de repente de que nadie sabía que estaba allí.  -Lo siento, el teléfono no funciona.  Si hubiera sido un guarda para el hotel, habría tenido teléfono. Nadie podía estar en aquel lugar tan aislado incomunicado, a menos que se hubiera mudado mucho después de que el hotel cerrara por la temporada de invierno.  -¿Qué te pasa en la pierna? -preguntó ella, al ver que iba cojeando hacia la puerta-. ¿Has tenido algún accidente?  -No fue ningún accidente -respondió él, sin volver la vista atrás-. Por suerte, él no era buen tirador. 
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