Capítulo 1 (editado)

1156 Palabras
El tañido de las campanas se pierden en el vaivén del mar espumoso, productor de bramidos y tempestades; se colorea el agua del amanecer estival. Las olas chocan en la muralla del puerto y lamen las rocas filosas. Los rayos del alba atraviesan la celosía del ventanal. En el orfanato donde reposa en una silla de ruedas, con las manos juntas en un brasero para enfrentar la gripe que amenaza su pueril cuerpo, el hermano de un marino adolescente observa la lámina de luz reptar por el suelo. Drew oye las campanas de la iglesia, atisba la silueta de la torre en la lejanía. Sueña algún día poder escalar la torre y posarse en la cúpula broncea que destella como las crestas del mar que refracta los rayos solares. Una jovencita de catorce años entra en la habitación con un tablero de ajedrez. —Hoy no llega Teodoro, Drew —comenta mientras coloca el tablero en la mesita de noche. —Recibí su misiva ayer, dijo que estaría pronto aquí —contesta dando la vuelta—. ¿No has traído el desayuno? —Ahora bajo al comedor, ¿cómo sigues de la gripe? —pregunta palpando la frente de Drew. —Mucho mejor desde que leí las palabras de mi hermano. —Desearía que él pudiera oírte, tienes un poco de fiebre pero no tanto como la víspera —afirma secando las gotas de sudor con el delantal. El estómago de Drew, ruega por el ágape mañanero. —Pareces tener un monstruo dentro. —Ríe—. Iré por la comida. Drew cierra los ojos para sumergirse en una pantalla negra. Luego enciende el proyector de la mente para evocar la fugaz imagen de su madre. Habían quedado huérfanos después de un incendio municipal. Un guardia jugaba a las cartas, a eso de las tres de la madrugada, en el almacén de pólvora. Como todo hombre borracho, sumido en las zarpas del alcohol perverso, olvidó descargar su pistola y una de las balas escapadas fue a parar a un barril de pólvora que estalló ipso facto. Causó una gala de llamas serpenteantes con proyectiles mortales de madera calcinada que pararon en algún sitio de la calzada adyacente. Los vecinos más cercanos, gritaron. Salieron los provincianos armados con baldes de agua para apoyar, mientras esperaban a los bomberos. El camión llegó unos minutos después para luchar contra el fuego devorador que expelía el almacén de pólvora, pero una segunda carga detonó aún más fuerte que la primera vez. alcanzó residencias, locales, tabernas, carrozas y unas cuantas vidas. Teodoro y Drew dormían en la habitación contigua a la de sus padres. El techo inició la descomposición candente cuando las llamas se extendió por los techos de los hogares. Un pedazo de madera quemada cayó en el brazo de Teodoro, espabilándolo al instante. Levantó a Drew, que para ese entonces tenía ocho años. El humo se deslizaba por los resquicios de la ventana, se concentraba en el techo. La madre y el padre salieron de la alcoba, alarmados. Trataron de huir por la puerta principal, pero las llamas habían consumido parte del comedor. Huyeron por la azotea. Saltaron a la suerte. Amortiguaron el impacto gracias a la paja que, por suerte, el padre había dejado la mañana anterior. Corrieron por la calle a buscar refugio, pero no había refugio que existiera. Las personas corrían de aquí para allá para no ser atrapadas por las llamas que pintaban el cielo nocturno de naranja. Fueron rambla abajo y doblaron una esquina. La tercera carga detonó y fue la última y más mortal. La onda expansiva voló ventanas. Uno de los fragmentos de vidrio cayó en la cabeza de la madre a tal velocidad que le provocó un daño cerebral severo. El padre y los niños, impactados por la repentina muerte de la madre que sangraba en la tierra, salieron huyendo por instinto cuando una vorágine resplandeciente consumió una cuadra entera. Ni los bomberos pudieron hacer frente a los dragones flameantes. Drew despierta de su recuerdo, oye los pasos de Estíbaliz en el pasillo. Ella entra con un cuenco de cereal y un vasito de leche; se sienta en el taburete para dar de comer a Drew como una madre. —Estás pálido, ¿ocurre algo? —pregunta al observar el ensimismamiento de Drew. —Regresé a la pesadilla del infierno, aún no puedo creer la muerte de madre —confiesa. Estíbaliz no puede evitar bajar la mirada. —Yo también sueño con la muerte de mis padres. —Pero yo no lo soñé, quise recordarlo, ¿entiendes? —replica—. Es importante evitarlo; quisiera tratar de hallar respuestas a las desgracias que circundan la vida de una persona, pero es complicado adentrarse en lo que uno no puede controlar. —Sé como te sientes, yo también quisiera comprender. —Estíbaliz adopta una expresión taciturna. —¿Jugarás hoy conmigo? —pregunta tratando de reponer el ánimo. —Claro, traje el tablero para divertirnos —asegura Estíbaliz. Drew ríe. —¿De qué te ríes? —Desde que nos conoces actúas como una madre. A veces me recuerdas a ella ¿sabes? —responde Drew con un deje de desconsuelo—. Tal vez por eso me empeño por traerla de vuelta. —Pero no la traigas de esa forma tan trágica, piensa en otros recuerdos —recomienda, removiendo la cuchara en el cuenco. —Eso intento, pero siempre que lo hago, las llamas consumen todo como nuestras vidas en este orfanato —refuta mirando las paredes sucias—. ¿Crees qué tengamos un futuro? —No lo sé, eso lo veremos con el tiempo ¿no crees? —reflexiona Estíbaliz. —Un día llévame al puerto, quizá pueda lograr ver a mi hermano llegar en el bergantín —dice. —Vale, pero haz el favor de callarte un momentito y comer, tenemos todo el día para hablar. —El día en un soplo puede convertirse en minutos. —Hablas como Teodoro, por dios. —Él me enseñó a hablar así, ¿qué esperas? Supongo que la muerte de la madre de un niño de diez años lo hace madurar. —Hablas y hablas y nada que quieres comer. —Siendo sincero, no tengo hambre. —Come que más tarde no traeré el almuerzo hasta que toques el cereal. —Está bien, mamá —se mofa, riéndose. —Mini Teodoro, abre la boca. Ahora viajemos al puerto. Un amasijo de telas ambulante aguarda la llegada del Bergantín Hegel en un callejón hediondo a orina. El personaje es un farero que se conoce en los lares del trajinado sitio, pero más que un farero, reserva un oscuro secreto. Los barcos no paran de arribar. Con su expresión sombría, contempla los bajeles que se mecen bajo la luz del amanecer. En sus manos, posee un peón de cristal y un anillo de plata en el dedo que muestra un caballo n***o.
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