Capítulo 2 (editado)

4503 Palabras
Una gaviota surca el cielo límpido del mar Pacífico. En el puerto nipón, Teodoro acaba de finalizar la limpieza del bergantín Hegel. No puede comprender la lógica de viajar en una nave impulsada por velas en pleno siglo XX. El espectro de las bombas atómicas rezumban en las calles de Tokio, sumidas en un cruel desorden monótono producto de los grandes cambios que se avecinan. Cabe destacar el a***e truculento de un futuro debacle económico. La situación que devora a Japon aumenta las olas de s******o. «Sobreviven los más fuertes», piensa Teodoro comiendo una manzana de las provisiones que habían recogido en la India para seguir el curso hacia la Unión Soviética. Se escuchan las órdenes del armador Marche, el eco de su voz se pierde en la distancia. Teodoro se acuesta en el suelo recién lavado. Cavila sobre su propósito en el bergantín. Viajar en una nave impelida por el viento, que se mece despacio como si fuera arena movediza, no era agradable. Las nubes de algodón navegan en el firmamento. A veces mataba las horas libres jugando a las cartas con la tripulación o leyendo durante los viajes largos. En aquellos momentos pensaba a menudo en Drew y Estíbaliz. Da otro mordisco a la manzana. —¡Teodoro! —llama Marche. Sube el armador por la escalera del puerto conectada a estribor. Marche es un hombre de metro setenta, barba poco poblaba pero estilizada, ojizarco, piel bronceada y gusta vestir con el estilo de un armador del Conde de Montecristo del buen Dumas. Teodoro parece estar a bordo de un circo, no logra entender la atracción que causa un bergantín cuando hay barcos con motores. Cuando atracaban en los anteriores puertos, los ciudadanos se apilaban para admirar el fósil del siglo pasado. En la noche se ofrecía un espectáculo en el cual se disparaban los cañones. En el carajo, un hombre encendía un cohete y este silbaba antes de estallar y esparcir retazos de tela coloridos y lumínicos que caían despacio hasta desparecer en segundos. Previamente dibujaba un diente de león en las córneas de los espectadores. —¡Estás perdiéndote el entretenimiento! —declara Marche con los brazos extendidos. —No me gustaría asistir a una tertulia de borrachos —responde, se pone de pie y camina hacia Marche. —Vale, entiendo, admito que tampoco me gusta el sake. Caminan hacia proa. Gracias a los sombreros, que esboza una sombra recortada hasta el mentón, pueden sobrellevar el sol costero. —¿Sabes quién fue Hegel? —pregunta de improviso, Marche. Teodoro había escuchado en el orfanato algunas lecciones de filosofía que dicta un hombre de letras a los adolescentes, pero con el tiempo, las reminiscencias de aquel instante se perdieron y las palabras quedaron ahogadas por el andar de un relojero inclemente. —No lo sé. —Hizo una pausa—. Había escuchado sobre su nombre. —Fue un filósofo alemán. Nació en Berlín, pero no viene al caso hablar sobre su vida, sabemos tú y yo que la vida de un hombre es un caudal de mortificantes sucesos y jolgorios efímeros. Saber que se sacó un moco y se lo comió hace dos siglos, es una estupidez que alimenta el morbo y lo hacen llamar «cultura popular». »Los hechos que hacen al hombre son sus obras donadas a la humanidad soporífera. A quiénes de verdad les interesa despertar, admiraran dichas obras y no quedarán a la zaga de un montón de mentes somnolientas que son arrastradas por el río hasta llegar el precipicio de una cascada que representa la eterna ignorancia. »Él fue criticado por su historicismo, pero no estaba desenfocado como las masa de detractores creía. La historia es conducida por el hombre. Por lo tanto, moldeamos la misma para que nos moldee a nosotros. Esto causa un entramado paradójico. Teodoro asiente, fascinado por el discurso de Marche. El trajín del puerto produce bulla. Sin embargo, la burbuja de ellos dos en proa, suprime el griterío y exclamaciones de los barcos adyacentes. —Decidí aprender el oficio de armador por seguir una tradición familiar, ya conoces mi posición en la empresa. —Y tú conoces mi sombra —dice Teodoro. —Lo sé, deberías quitar esa cara de tonto, ja, ja, ja. Tu actitud enigmática es el centro de atención de los muchachos. —Dia unas palmadas de consuelo al atónito Teodoro en el hombro—. Vamos de un tema a otro, permíteme concluir mi monólogo. »Conozco los barcos actuales y sé que embarcar en un bergantín es aburrido. La velocidad es estresante. A veces tardamos días y meses en el mar hasta volvernos parte de ello. ¿No te has dado cuenta del propósito de este viaje, Teodoro? —Niega con la cabeza, el joven Teodoro—. Escribimos la historia que repitió una generación en la que no existía medios de transporte aéreos. Disfrutamos y odiamos lo que aquellos seres humanos vivían. Imagínate las aventuras que gozaban al emigrar a ciertos sitios en busca de madurar espiritualmente. »Olvidamos la belleza del mundo y ahondamos en la imperiosa necesidad de llegar de un sitio a otro cuánto antes. La historia para el ávido cognoscente, depara símbolos ocultos y burlescos. Ellos —señala el puerto— habitan un tiempo distinto. Nosotros en el bergantín retrocedemos en plena modernidad, lo cual permite que conozcamos los extraños acertijos de viajar en un bergantín en desuso. »Es ignoto predecir donde nos dirigimos y cuándo pisaremos tierra firme, pero al posar la suela, viajamos o regresamos donde millones de almas transcurrieron antes de fallecer y ser sepultados por la masa de una generación. Allá —apunta con el índice hacia Tokio— están los hombres que llenan sus barriles gástricos de sake mientras charlamos en la proa de un bergantín. ¿Cuántos capitanes no habrán hecho lo mismo? Sin duda, la historia es una comedia divina al más puro estilo de Dante. Las olas chocan en la madera y la dulce brisa acaricia su epidermis curtida por el sol. Una de las nubes se desprende y se deshilacha en fibras níveas. La silueta de una gaviota es engullida por el sereno horizonte celeste. Dos niños corretean cerca del puerto. La letanía del tren se escucha como el último respiro de vida de la marcha de sus pasajeros. Teodoro profundiza en las palabras sabias del armador. Una historia condenada a repetirse que se burla de sus actores en el proscenio de la vida. Es esta la expresión máxima de la tragedia presentada: una muerte desdeñosa que elabora una pantomima conocida como "vida" Contempla en la sórdida pantalla psíquica, la figura desnuda de Estíbaliz y su primer beso con ella durante el atardecer en la playa. Sus cuerpos eran acariciados por las olas. Dos corazones futigados por las desgracias que una desventura accidental causó otrora consecuencias inimaginables. Evoca la danza de las llamas en el pueblo y el c*****r templado de su madre. No había posibilidad de traerla de vuelta. Habían tratado de sobrellevar el peso abultado de un dolor, siendo este un gusanillo que alienta la tristeza y que horadab el corazón anímico para dotarlo de latidos depresivos. Retorna a las cenizas de Bridgepark. Su padre había comprado billetes para viajar a Londres, se iban a quedar una temporada en la morada de su tío. Así tendrían tiempo para arreglar los documentos en el ministerio y solicitar un préstamo en el banco debido a lo acontecido durante la víspera. Llegaron a la concurrida y citadina Londres. Tomando un taxi, fueron directo a tocar la puerta del tío. Este los recibió con simpatía y escuchó el relato tétrico de su padre frente la chimenea. Una de las criadas sirvió té en una bandeja. Teodoro y Drew probaron el té n***o por vez primera. El tío aprobó la decisión unánime, consultado primero con su esposa que era la ama de la casa. Ellos se apiadaron de la pobreza de los hermanos. Por consiguiente, lograron sobrevivir aquella tempestad bajo un techo de alcurnia en las mejores calles londinenses. Como buen hombre de acción, el padre de Teodoro consiguió arreglar los papeles de un futuro negocio y obtuvo el préstamo del banco en tiempo récord antes de producir incordios en la morada de su hermano. Es menester entender que, durante unos meses, los benefactores extienden su ayuda a los necesitados, pero al pasar el límite del plazo de su benevolencia, pueden convertirse en los enemigos más temidos. Regresaron al cementerio de Bridgepark. Avanzaban las obras de reconstrucción y el padre pudo reestablecer su negocio de productos extranjeros. Construyó un pequeño hogar donde Teodoro y Drew dormían juntos. Por otro lado, su padre velaba por ellos en la madrugada, traumatizado por los estallidos. Aparentaron una vida común, pero en el fondo la reconstrucción de sus vidas seguía sin dar avance positivo. Las llamas se habían tragado a su madre y esta era el faro que iluminaba los mares de sus desdichas. Cabe destacar que Londres aún se recuperaba de los bombardeos infligidos por Alemania en zonas aledañas. Aunque se mantenían a kilómetros de los pájaros de hierro y solo oían los estertores de la muerte. Y, además, en aquel entonces la economía era tensa. El negocio del padre de Teodoro fracasó en pocos meses. Entonces decidió dedicarse a la pesca, actividad en la que también fracasó. El derroche de dinero los acorralaba en un rincón interminable de disidía. Oraban por el día a día. Ansiaban que un buen samaritano obediente a las leyes morales les regalara algo de comida para aliviar sus estómagos hambrientos. Sería tan devastadora la vorágine emocional que el padre experimentaba, que no aguantó el sufrimiento palidecido. Tomó la iniciativa de suicidarse junto a los niños, pero luego atisbó una luz de esperanza para ellos, ya que sabía que al morir, los llevarían a un orfanato y, por suerte, estarían por inaugurar uno en Bridgepark. Esperó durante cuatro meses. Postergaba su muerte. Llegó el día ansiado, pues inauguraron el orfanato. No obstante, su decisión de abandonar el mundo flaqueaba. Su corazón no podía evitar sollozar al pensar en sus hijos sin padre; sin embargo, el hado haría el favor de cumplir su deseo ulterior. Falleció una tarde a manos de un ser humano, un hombre encapuchado según narraron los pocos testigos del siniestro. Teodoro y Drew duraron una semana preocupados por la desaparición repentina de su padre hasta que un vecino tuvo la honra de explicarles el suceso. Ellos no salían mucho y evitaban el contacto social mientras pudieran hacerlo. Ese día fatídico de la noticia, salieron a mendigar bajo un aguacero con el propósito de no ser vistos con lágrimas en sus ojos. Teodoro llevaba de la mano a Drew y las lágrimas del cielo plomizo se confundían con las suyas que eran rutilantes gracias a la escasa iluminación. Se diría que lloraban estrellas. —¡Eh! —Chasquea Marche frente al campo de visión de Teodoro y este emite un respingo—. Te quedaste alelado, mudo. Parecía que vieras la silueta de una montaña. Teodoro sacude la cabeza, sus rizos castaños que reposan en sus hombros, se agitan. —No te preocupes, pensaba en tu discurso. —Después del viaje quizá me dedique a la escritura, tengo algunos cuentos elaborados, pero es pura práctica y nada comparado con Hans Christian Andersen o la colección de cuentos góticos de Mary Shelley. ¿Qué te gustaría hacer? «Hallar al asesino de mi padre», cavila Teodoro. —Cuidar a Drew y trabajar para ganar un sueldo digno, tal vez la situación económica de nuestra patria mejore —responde y cruza los brazos. —Entiendo —Marche lo dice con duda, entorna la mirada como si escrutara el alma de Teodoro. Dio una palmada al aire—. Vamos al camarote, quiero hablar sobre un asunto contigo. —¿Fue esta conversación necesaria para… —Considéralo un exordio. —Corta—. Teodoro sé que tú y tu hermano están en la cuerda floja, ven conmigo y hablemos. —No deberías entrometerte en mis asuntos familiares, puedo arreglármelas solo. —Solo no podrás hacerlo. —¿Hacer qué? —Encontrar al causante de tus desgracias. Un brillo de interés aflora en los ojos abismales de Teodoro. —¿A qué viene esto, señor Marche? —Si no estás dispuesto a convers… —Salta de un tema a otro. No comprendo el apuro de ir al camarote luego de lanzarme una perorata reflexiva sobre la historia y Hegel, es como si usted leyera mis pensamientos. —No, no los leo, quisiera entrar en tu cabeza y hacerlo, pero no puedo. —¿Por qué hace usted esto? —pregunta desconcertado—. Siempre quiere ayudarnos, ¿acaso es por lástima?, ¿aún planea adoptarnos? Marche suspira y no responde. Acto seguido, baja en silencio de la nave. Teodoro lo sigue con la vista hasta que la figura de Marche se mezcla con las cabezas y cuerpos de distintos países en el puerto. Marche había conocido a Teodoro en el orfanato. Una extraña conexión lo había atado al chico callado y solitario cuando cruzaron sus ojos. Ambos otearon el naufragio de sus respectivos pasados. El armador es heredero de una empresa especializada en el mantenimiento de barcos. El señor Raymond, padre de Marche, recaudó dinero suficiente, para llenar sacos incontables, durante la segunda guerra mundial. La ingeniería era de excelsa calidad. Incluso era elogiado por el propio Churchill que estaba maravillado con los servicios de Raymond. Al finalizar la guerra, compró un terreno en Bridgepark. Esta porción de tierra era un regalo de cumpleaños para su hijo. El muchacho se mudó con su esposa cuando los constructores culminaron el hogar. Había pasado el evento del incendio hace unos años y, a primera instancia, la esposa, de nombre Alba, no quería vivir allí. Sin embargo, la destrucción a gran escala de Bridgepark trajo consigo el renacimiento a través de los años. Marche convenció a Alba cuando apreciaron las bondades de habitar en un pueblo costero. Podían ir durante las vacaciones y días de asueto. Entonces, Alba quedó embarazada de pasión cuando pasaron unas vacaciones en Bridgepark. Contrataron al mejor médico, habían pagado el mejor hospital, realizaron los preparativos durante los meses siguientes; pero por desgracia digna de mal agüero, el bebé nació muerto y Alba se enfermó. Marche decidió que su esposa debía quedarse en Bridgepark para su completa recuperación. La crueldad del destino no fue suficiente: la semana siguiente de la muerte del bebé, el señor Taymond murió de un infarto. Sin embargo, este infarto repentino era un misterio. Marche heredó la compañía, pero no quería abandonar a su esposa que estaba al borde de la muerte, dado que la parca insidiosa deambulaba cerca del umbral con la oz alzada y su filo argento que destellaba a merced del velo lunar. Apareció un pariente lejano, dicho pariente era un oportunista. Sus ojos delataban la desesperación por adquirir los fondos administrativos del apellido. Marche no estaba seguro de dejar la compañía al mando de un lunático que surgió de la nada haciéndose llamar «primo». Lo cierto era que sí resultó ser un primo, se acordó de él durante una conversación telefónica con la enfermera que cuidaría a Alba durante su ausencia en Bridgepark. Dividido su tiempo, viajaba a Londres a inspeccionar la compañía durante los cincos días laborales y regresaba a Bridgepark. Disfrutaba el fin de semana junto a Alba y reunía las piezas clave de la muerte de su padre. La mujer demostró mejoría progresivamente, dudaron si contratar un psicólogo para atender el malestar emocional de haber perdido un hijo, pero Alba se opuso a la idea con tal reticencia que no valió la pena insistir. Desapareció el primo, se lo tragó la tierra, tal vez; pero la cuestión es que Marche no volvió a tener contacto con el mismo. Marche respiraba una supuesta calma en la superficie de la nave mientras las nubes tronaban en la distancia de su travesía. Trataba de prevenir cualquier problema y se volvió un poco arisco con los empleados de alto grado que tanto estimaban a su padre cuando estaba vivo. Alba pidió hablar el fin de semana con él, envió un telegrama. Había pasado un año desde el entierro del infante que ni un respiro pudo dar antes de ser sepultado. La mujer quería adoptar un niño. Marche, encolerizado por la propuesta, selló la conversación con un rotundo «no» y cambió de tema, encendiendo un cigarrillo. Pero Alba no se rendiría y continuó atacándolo con el tema de la adopción. Su lengua expulsaba argumentos válidos. Marche comprendió a lo largo de las semanas, que ella no daría su brazo a torcer. Amaba a Alba, pero quería tener un hijo o hija de su propia sangre. Entonces llevó a la mujer al médico y este explicó, de forma cuidadosa, que Alba no podía volver a sufrir un embarazo, ya que sería el punto y final de su vida. El martillazo letal de la providencia defraudó a Marche y cada día más se sentía frustrado. A sus diecinueve años era un adicto, incontrolable, al cigarrillo. Los nobles asesores del difunto padre aconsejaron a Marche tomar un descanso, ellos sabían manejarse solos. Costó convencer al impetuoso joven que, al final, cedió. Se fue con una espina de sospecha sobre las buenas intenciones de aquellos seres de confianza paternal. Durante la temporada de descanso y júbilo, rumió sobre el tema de adoptar un niño; culminó dimitiendo en la guerra atrincherada de hacerlo o no hacerlo. Alba no podía desplazar su felicidad y éxtasis al escuchar la afirmación de su marido. Marche visitó el orfanato de Bridgepark con Alba en cuestión de unos días. Asistieron para chequear a los niños y empatizar con alguno en particular. Del extenso corredor que fueron recorriendo, poco a poco se internaron en las miradas apocadas de aquellos seres frustrados a temprana edad con la suerte que les tocó vivir. Marche deseaba llevárselos y educarlos para servir al futuro del país. Veía en cada niño una profesión distinta y un porvenir próspero si estuvieran en las condiciones adecuadas. Maldijo el incendio del pueblo y sus repugnantes consecuencias. Estaban por retirarse hasta que Estíbaliz paseaba a Drew por el corredor. Él era el único niño en silla de ruedas. Alba preguntó a la matrona el nombre del chico en silla de ruedas y esta contestó el nombre de Drew y Teodoro. Entonces Marche pidió conocer al tal Teodoro, hermano de Drew. Encaminaron a la pareja por un pasillo lúgubre de aspecto gótico, subieron una escalera que daba a otro corredor. Las ventanas trazaban una claridad mística al entorno. La matrona abrió la puerta de la alcoba de Teodoro. Los dos se vieron durante largo rato. El un mutis era espectral. Alba se encariñó con Drew y agarró simpatía a Teodoro, pero Marche sentía algo diferente al internalizar en aquellos pozos acristalados. De vuelta al presente, Marche se dirige al hotel donde se hospedan los demás tripulantes. En el bergantín, Teodoro sigue dando vueltas hasta adentrarse en el camarote y caer como un sibarita en la silla cómoda, procura echar una cabezadita. Marche regresa más tarde con un cuenco de soba que había comprado en Sendagi. Aborda el bergantín solitario y abre la puerta del camarote, luego despierta a Teodoro quien hace el mínimo esfuerzo de bostezar. Saca un yesquero metálico y enciende las lámparas de las esquinas. Después de culminar de iluminar el escenario, pone el cuenco con los palillos. Teodoro arquea una ceja, sostiene los palillos con curiosidad. —¿Cómo come la gente con estos palitos? —pregunta, anonadado. Marche toma un taburete, se acomoda a un lado de Teodoro. —Te explico —dice Marche. La clase es ruda. Teodoro es torpe, por no decir iluso. Marche se arma de paciencia, pero se divierte con la insistencia de Teodoro en poder dominarlo y esboza una sonrisa que culmina en carcajadas pasado unos siete intentos de Teodoro por intentar dominar los palillos. —¡Así no es! —espeta Marche corrigiendo a Teodoro. —Vale, vale, prefiero los tenedores y cucharas —declara Teodoro intentando comer el soba, parece un niño mal adaptado a comer. Los músculos de sus manos están casi entumecidos. Tiemblan ligeramente. —No es cuestión de fuerza o partirse la cabeza para aprender a dominar los palillos. Es sencillamente saber posicionar ambos en el lugar adecuado, no hay una sola forma de sostenerlos, mientras te sirva para llevarte algo a la boca, perfecto. —Cruza los brazos—. Hace una brisa magnífica que cala en los huesos, ¿quieres salir a proa luego de cenar? —Hasta que respondas mi pregunta de esta mañana, no se vale evadir esta vez —dice y sorbe los fideos de manera ruidosa. —Casi diría que eres italiano —replica, asqueado por el ruido del sorber los fideos. —¡Vamos! No puedes evitar responder. —¿Por qué tanta intriga? ¿Acaso no merezco ser padre? Teodoro reflexiona un rato y continúa comiendo. —Todos merecen ser padres alguna vez —susurra mientras come. —Alba no puede ser madre, nunca —revela. Teodoro mira el rostro melancólico de Marche. —Sufrió un aborto hace unos años y desde ese día no pudo traer otro niño o niña al mundo. —¿Y crees que adoptar podrá solucionar su necesidad de ser madre? Ahora Marche cavila antes de responder. —Sí —responde. —Ella ama a Drew, ¿sabes? —Lo sé. —Asiente despacio. —Drew me dice que quiere irse con ella. —¿Tú no quieres venir con nosotros? Teodoro no puede seguir huyendo del tema, debe salvar el obstáculo, no está preparado para responder. En su corazón nublado por la venganza, no puede vivir con una familia antes de vengar la suya. —¿Puedo pensarlo? —refuta la piedra angular necesaria para posponer una respuesta definitiva. Marche suspira. —Está bien. —Gracias por la comida y… por todo… Aun así evades mi pregunta. —Cuando perdí a mi hijo, me tomó un año poder aceptar que debía adoptar un niño o niña. Amo a Alba y después de estar junto a ella durante la enfermedad que casi arrebató su aliento, reafirmé la decisión de quedarme a su lado, tan fiel como sea posible —explica—. Ella sembró la idea y regó el árbol que ves ahora. —Lo haces por amor… —Y por ustedes, Teodoro —interrumpe—. Quiero que estén conmigo, tú tienes potencial para heredar mi fortuna. Teodoro no desea fortuna, quiere a sus padres de vuelta. —Por favor, quiero pensarlo. —Finaliza de beber el líquido del cuenco—. Estaba muy bueno. —Es tradicional de j***n, me costó conseguirlo de buena calidad. No te imaginas la cantidad de puestos que hay y ni hablar de los tranvías. Aún puedes ver algún que otro ricksaw. —¿Enserio? Creía que ya no se usaba. —Destinado a turistas, ya sabes, conservar un vestigio de la época. j***n tiene muchos puntos interesantes de visita, es una lástima que sufra las consecuencias de dos bombas atómicas. Nagasaki e Hiroshima, Teodoro había oído la noticia que pregonaba la dimisión japonesa en la radio hace unos años. —¿Temes del relente nocturno? —pregunta Marche. —¡Ja! Pescar una angina es lo de menos, estamos abrigados y mucho mejor que en el siglo XIX. —¿Infieres qué mi ropa no es eficiente? —Con esa ropa no entiendo cómo diablos soportas el calor de altamar. —Es irónico porque es tedioso tener puesto el chaleco, bicornio y camisa. Los pantalones son ligeros, pero las botas causan dolor. —Naciste para esta época. —Encoge los hombros y monta los pies en un cofre de adorno debajo de la mesa—. Aunque ser de una u otra, no cambia lo que somos. —Desde el siglo X y más atrás, hay escritos que atestiguan que nuestras conductas son irreversibles. —Se levanta—. La hipocresía de los seres humanos siempre se verá disfrazada por una máscara forzada a empatizar con los monstruos internos que dominamos. —A veces hablas como una novela. —Ríe un poco. —Tal vez estemos en una —repone, añadiendo un mohín de media sonrisa y encogiendo hombros con la palma de las manos abiertas a la altura del torso—. Dios es un escritor excepcional. —Quizás, pero Dios escribe tantas historias que es imposible no descubrir que realmente escribimos la nuestra. —Aprendiste bien de mis enseñanzas durante el viaje, Teo. Luego de invitarlo nuevamente a salir del camarote, se encuentran en cubierta, disfrutando de la brisa suave que agita los cabellos rizados de Teodoro y mueve los volados del chaleco de Marche. Una nubecilla transparente rodea, como si fuese niebla, a la luna y esta clarea. Produce un halo umbrío a su alrededor. Las estrellas rutilantes se multiplican en la inmensidad abismal del pergamino oscuro, y Las olas emiten un sonido calmado. El eco del tañido de una campana se adentra en los rincones del puerto hasta disolverse en el vacío. Se detienen en proa y observan la pasividad de los pocos seres noctámbulos. Una lámpara de papel se mece al compás de los barcos, lento e hipnótico. —Mañana iremos a la Unión Soviética, es nuestra última parada y retornaremos a Inglaterra —dice Marche. El corazón ennegrecido de Teodoro chisporrotea felicidad, la mano de Marche en el hombro de Teodoro despierta su moción irreal. —No cometas una locura —dice de improviso sin mirarlo y retira la mano. El comentario que casi descubre las intenciones de Teodoro mantiene un trasfondo. Marche está enterado sobre la muerte del padre de Teodoro, pero no solo sabe de la muerte del mismo, sino de la marca del peón dejada por el asesino, una marca que aparece en los confines de sus recuerdos al transportarse a la álgida morgue para observar el c*****r de su padre. Según, murió de un infarto como yo había relatado, pero una nueva información revelada en el fondo de su vida, enlazó un rompecabezas temible. Había esperado suficiente y tomó el viaje para despistar a sus enemigos, cuyos enemigos esperan en la cúspide del poder por la herencia de su padre. Nunca había visto en la nuca paternal, una figura, marcada al rojo vivo, de una torre de ajedrez. Dudó de la muerte de su padre, pero la enfermedad de Alba lo había absorbido por lo cual tuvo que aplazar la indagación. Sin embargo, no pudo evitar captar que, los directivos de la empresa, dizque amigos de su padre, tenían anillos con símbolos de ajedrez.Todos representaban figuras blancas, alfiles y caballos, pero no identificó una torre negra. Durante el silencio de la noche, Marche y Teodoro se alejan de este mundo para entrar cada uno al suyo. Un adolescente que promete venganza, y un empresario acorralado por una aparente organización criminal.
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