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Maya: Mi dulce obsesión.

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Descripción

El día que Maya cumple dieciocho años no hay pasteles ni regalos. Solo una celebración que no es para ella: el compromiso de su padre con su tía, la hermana de su madre muerta. Desde que el cáncer se llevó a su madre, Maya se ha ido apagando. Su cuerpo cambió, su autoestima se quebró, y su casa se volvió un campo de batalla emocional. Su padre la ignora, su prima la humilla, y su supuesto novio... la traiciona con quien menos espera.

Cuando una noche de fiesta termina en intento de abuso, y su mundo parece derrumbarse por completo, aparece Michael Style. Arrogante, frío, el mismo chico que la molestó durante años, el mismo que todos temen y pocos conocen. Lo que empieza como un encuentro de emergencia se convierte en un cruce de heridas, verdades incómodas y una tensión que Maya no esperaba sentir jamás.

Entre humillaciones, traiciones y silencios rotos, Maya tendrá que aprender a alzar la voz, a reconstruirse desde el dolor y, quizás, a confiar en quien menos imaginaba.

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Inicio.
Mi nombre es Maya. Hoy cumplo dieciocho años, pero no hay nada que celebrar. Todo se arruinó hace exactamente un año, el día que falleció mi madre. Y como si eso no fuera suficiente, hoy anuncian el compromiso de mi padre... con mi tía. Sí, con la hermana de mi madre. Ahora mismo me estoy poniendo un vestido que ella eligió para mí. No me gusta. Es ajustado, demasiado brillante, como si quisiera forzarme a encajar en una fiesta en la que nunca pedí estar. —Te ves como una empanada mal cerrada —se burla Nancy desde la puerta, con una carcajada cruel. La miro a través del espejo, intentando ignorarla, pero sus palabras me atraviesan como cuchillos. Mi prima siempre ha sido delgada, segura, despiadada. Y nunca ha perdido una oportunidad para recordarme que no soy ninguna de esas cosas. —¿No tienes nada mejor que hacer? —le pregunto en voz baja, sin mirarla directamente. —¿Mejor que ver cómo revienta ese vestido contigo dentro? —ríe con malicia—. No, esto es oro puro. Aprieto los labios. No quiero llorar. No otra vez. La verdad es que Nancy tiene razón. Estoy gorda. Lo sé. Lo veo. Lo siento cada vez que me pongo algo, cada vez que camino y me falta el aire, cada vez que alguien me mira con lástima o repulsión. Y sé cuándo comenzó todo. Fue el día que escuché a mamá vomitando sangre. Yo tenía dieciséis. Ella entró al baño a escondidas, como si pudiera ocultar lo que pasaba. Pero yo la oí. Y la vi desplomarse en el suelo. Ese fue el comienzo del infierno. Después vino la palabra: cáncer. Como si eso explicara algo. Como si una sola palabra pudiera sostener el miedo que se metía en mis huesos cada vez que la veía más delgada, más cansada, más ausente. Al principio intenté ser fuerte. Cocinaba para ella, le ponía películas, le leía en voz alta. Pero nadie preparó a una adolescente para ver cómo su madre se apaga poco a poco. Nadie me enseñó a vivir con la sensación de que cualquier mañana podría despertarme y encontrarla muerta en la cama. Así que comencé a comer. No por hambre. Por angustia. Por ansiedad. Por rabia. Me escondía en la cocina a medianoche y comía lo que fuera. Pan, dulces, galletas, arroz frío, cualquier cosa que me hiciera sentir llena, aunque fuera solo por dentro. Porque afuera, todo estaba vacío. Y cuando finalmente mamá murió... comer fue lo único que quedó. Mi padre se volvió un fantasma. La casa se volvió un mausoleo. Y yo, una extraña en mi propio cuerpo. —Nancy, por favor —interviene una voz dulce, hipócrita—. No seas mala con tu prima. No en un día tan importante. Mi tía entra sin tocar, como si mi habitación ya le perteneciera. Lleva un vestido de diseñador que abraza su cuerpo perfecto. Está radiante, como si la muerte de mi madre le hubiese dado una segunda juventud. —Maya, cariño —dice acercándose con una sonrisa fingida—. Ese vestido te queda justo. Si te incomoda, puedo traerte uno más... suelto. Me lanza una mirada rápida al abdomen. Su tono es amable, pero sus ojos me escanean como si yo fuera un proyecto fallido. —Estoy bien —miento, bajando la vista. —Claro —responde ella, acariciando mi hombro como si realmente le importara—. Hoy será un día maravilloso para todos. Y tú eres parte de esta nueva familia. Nueva familia. La expresión me deja sin aire por un segundo. —¿Y mamá? —pregunto de pronto, sin pensar. La tía se tensa. Nancy suelta una risita incómoda. —Maya... —empieza ella con voz grave—. Todos hemos sufrido por su pérdida, pero la vida sigue. Tu padre necesita compañía. Y yo... yo sólo quiero estar para ustedes. La rabia me sube por el pecho como lava hirviendo. Pero la contengo. Como siempre. Me doy la vuelta lentamente, enfrentándola. —No eres mi madre. Ni lo serás. El silencio se espesa. Nancy deja de reír. Por un momento, ni siquiera se oye la música que suena desde el salón. —Lo sé —responde mi tía, aún con una sonrisa tranquila, pero sus ojos han cambiado. Ya no hay dulzura. Sólo triunfo—. Pero pronto seré la señora de esta casa. Y tú harías bien en recordarlo. Bajé a la sala y me encontré con varias personas sonriendo, brindando y aplaudiendo. El aire olía a perfume caro, a champán y a hipocresía. Todos parecían encantados con la noticia. Supongo que así es cuando el dolor ajeno se convierte en espectáculo. Por supuesto, ahí estaba mi padre. De traje, con el rostro iluminado como si nada le doliera, como si nunca hubiera amado a mi madre. No dijo una palabra sobre mi cumpleaños. Ni una. Ni un “feliz cumpleaños, hija”, ni un gesto, ni una mirada. Nada. Solo habló del compromiso con su nueva esposa. Mi tía. Lo vi acercarse a ella con una sonrisa amplia, una de esas que ya no recordaba en él, y la besó frente a todos. Un beso largo. Intenso. Asquerosamente público. Como si yo no estuviera ahí. Como si no fuera la hija de la mujer a la que ambos habían enterrado hacía solo un año. —Invité a tu novio, Trevol. —Me dijo de pronto, como si eso compensara algo—. Así tienes con quién entretenerte. ¿Trevol? ¿En serio? Lo busqué con la mirada, y ahí estaba. En un rincón, junto a la barra, riéndose con un par de desconocidas. Tenía una copa en la mano y su típica sonrisa torcida. La que me encantaba cuando creía que me miraba a mí... y no como ahora, que ni siquiera pareció notar que había llegado. Me tragué el nudo que se me formó en la garganta. Ni mi padre, ni Trevol, ni nadie parecía recordar qué día era hoy. Nadie salvo yo. Mi cumpleaños número dieciocho. El primero sin mi madre. El primero en el que deseaba no haber nacido. Me acerqué a él, insegura, temiendo lo obvio. Trevol me miró apenas un segundo antes de inclinarse y besarme en los labios. Un beso corto, casi mecánico. Sin emoción, sin deseo. Como si besara a alguien por obligación, como si solo cumpliera con un trámite. —Estás hermosa… —dijo, sonriendo con esa expresión vacía que ya no me dice nada. Lo miré con atención. No era solo el beso. Era su lenguaje corporal, la forma en que evitaba el contacto visual, cómo no me había tomado de la cintura, ni siquiera me había rozado la mano. Nada. Ya no me miraba como antes. Como si ya no hubiera en mí nada que lo atrajera. —Gracias —susurré, fingiendo una sonrisa que dolía mantener. Él se giró rápidamente hacia la barra, tomó su copa y empezó a hablar... de todo, menos de mí. —Mi padre y el tuyo están cerrando un trato importante —empezó—. Inversiones en el norte, algo de transporte y un par de contactos nuevos. Asentí en silencio. Otra vez ese silencio que me ahoga, donde nadie parece ver lo que siento, donde todo el mundo espera que esté bien con esta absurda obra de teatro. —Tu padre me dijo que pronto podríamos hacer un viaje juntos —añadió, como si eso me importara—. Algo que ayude a unir nuestras familias. Imagínate: los negocios se expanden, y tú y yo… bueno, podríamos ser una pareja perfecta, ¿no? Lo miré con el estómago revuelto. —¿Tú y yo o mi apellido y el tuyo? —le pregunté en voz baja, cansada. Trevol parpadeó, incómodo, pero no respondió. Dio un trago largo a su copa. Ya no me quería. Y probablemente nunca lo hizo. Pero ahora ni siquiera se molestaba en fingir. Mientras todos reían, brindaban y bailaban como si estuvieran en el día más feliz del año, yo me escabullí hacia la cocina. Nadie me notó. Nadie me detuvo. Porque nadie me ve. Abrí el congelador y tomé el pote de helado de chocolate. No me molesté en buscar un cuenco. Me senté en la encimera y empecé a comer directamente con la cuchara. Una, dos, tres cucharadas. El frío me calmaba la garganta, el dulce me anestesiaba la tristeza… por un rato. Comí sin hambre. Solo para llenar algo. Cualquier cosa. Después me aburrí. O quizá me harté de fingir que no me importaba. Subí las escaleras con desgano, arrastrando los pies. Necesitaba estar sola, esconderme un rato en mi cuarto y terminar el día sin más heridas. Pero al pasar frente a la habitación de invitados escuché algo que me detuvo en seco. Gemidos. Primero suaves… luego más intensos. Una risa ahogada. Un golpe de cama contra la pared. Me quedé paralizada. Sentí cómo se me helaba la sangre. Empujé lentamente la puerta entreabierta, sin pensar, solo siguiendo el sonido. Y allí los vi. Nancy. Mi prima. Trevol. Mi… novio. Estaban desnudos en la cama, entre las sábanas revueltas. Ella encima de él, moviéndose como si lo conociera de toda la vida. Como si lo disfrutara. Como si le perteneciera. —Me encanta follar contigo —dijo él entre jadeos—. Tienes un cuerpo perfecto, joder… estás tan buena… Mi mundo se desmoronó en un solo segundo. Me quedé ahí, en el umbral, congelada, viendo cómo la persona que supuestamente me amaba se entregaba a la misma chica que se burlaba de mí cada día. No sé cuánto tiempo pasó. No sé si me vieron. Solo sé que el corazón me dolía tanto que no podía respirar. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que me rompía del todo.

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