Prólogo
El vaivén suave de la mecedora marcaba un ritmo sereno, como si el tiempo quisiera detenerse allí, en esa imagen perfecta. María—o tal vez Lucía, como el destino había decidido llamarla—acariciaba con ternura el cabello dorado de su hijo. Rubio como la mantequilla, con los ojos verdes que heredaban un brillo imposible de negar, y una melena un poco larga que caía como hilos de sol sobre su frente. Dormía plácido en su regazo, y ella sonreía con la paz que tanto había anhelado en la vida.
Vestía un sencillo vestido blanco adornado con pequeñas flores amarillas, y un prendedor sujetaba su cabello rubio, dejándole el rostro despejado para que la brisa de la tarde lo meciera suavemente. Sus labios apenas se curvaban en una sonrisa, esa que brota cuando el corazón se llena al contemplar lo que más se ama.
A lo lejos, el resonar de cascos interrumpió la calma. María levantó la vista, y allí, entre el horizonte teñido por los últimos reflejos del crepúsculo, apareció él. Ramiro. El hombre que había marcado su vida desde la infancia. Montado en su caballo, con el sombrero cubriendo parte de su rostro y las botas brillando con el polvo de la tierra, se acercaba con esa presencia que siempre había significado protección.
Él levantó la mano para saludarla a lo lejos, y ella sintió cómo el corazón se le aceleraba como aquella primera vez en que lo vio. Ramiro desmontó con elegancia y caminó hacia ella. Cuando estuvo frente a María, inclinó su rostro y le robó un beso cálido, profundo, cargado de todas las promesas que nunca habían podido cumplirse. Luego, con la misma ternura, besó la frente del pequeño, como si sellara en su piel un pacto de amor eterno.
—Te amo, María —susurró él, con esa voz varonil que le calaba el alma.
—Y yo a ti —respondió ella con los ojos llenos de lágrimas.
El momento parecía perfecto, eterno… hasta que el cielo comenzó a oscurecerse. Nubes negras avanzaron rápidas, los truenos desgarraron el aire y un relámpago iluminó la silueta de un hombre que emergía de la tormenta. Alejandro Barrón. Su sombra era amenaza, su mirada, veneno.
Sin darle tiempo a reaccionar, levantó un arma y el disparo se escuchó como un trueno final. La bala atravesó el aire y alcanzó el pecho de Ramiro. La sonrisa de María se quebró, y un grito ahogado murió en su garganta.
Se levantó de golpe con el bebé en brazos, temblando, mientras veía a Ramiro caer al suelo. El niño lloraba desconsolado, y antes de que pudiera correr hacia él, Alejandro apareció junto a Gamaliel, su gemelo. Con brutalidad, Alejandro le arrebató al niño de los brazos.
—Jamás te dejaré de buscar —escupió con odio—. Ese niño es mío… como tú también lo eres.
María cayó de rodillas cuando Gamaliel le apuntó a la cabeza. El frío del cañón contra su sien la paralizó. Intentó gritar, intentó correr, pero no hubo tiempo. El disparo resonó, y todo se volvió oscuridad.
El mundo se borró. Solo quedó el eco de la mecedora vacía y el sonido inconfundible de un monitor cardíaco.
Bip… bip… bip…
María estaba tendida en una cama de hospital. Su cuerpo había sido atravesado por una bala en el vientre, y los médicos, después de salvarla, se vieron obligados a inducirla a un coma: su cerebro inflamado no soportaría despertar aún. Dos meses permaneció en esa penumbra artificial, en un estado donde el dolor y la esperanza se confundían con los sueños.
Y cuando por fin abrió los ojos, no supo dónde estaba. Tampoco quién era realmente. Su mente era un laberinto en sombras. Ramiro, el amor de su vida, era apenas un susurro lejano en un sueño brumoso. Todo lo que recordaba con claridad era aquella escena, aquella visión rota: la mecedora, el hijo dorado en sus brazos, y el disparo que lo arrebataba todo.
Lo demás… se había perdido en el silencio del olvido.
María abrió lentamente los ojos. El blanco del hospital le cegaba, y el pitido del monitor le confirmaba que seguía con vida. Quiso hablar, pero la garganta se le secaba con cada intento. Fue entonces cuando el médico que la había atendido entró en la habitación. Llevaba aún la expresión cansada de quien había librado una batalla entre la vida y la muerte.
—Por fin despertaste… —murmuró con un suspiro de alivio.
María lo miró con ojos turbios, confundidos, como quien despierta en un mundo que no reconoce. Su voz salió quebrada, apenas audible:
—¿Qué… qué pasó conmigo?
El doctor se acercó, con tono sereno pero firme.
—Llegaste al hospital con una bala incrustada en el vientre. Estabas al borde de la muerte. Tuvimos que operarte de urgencia para extraerla y transfundir varias unidades de sangre. Fue un milagro que sobrevivieras.
Ella parpadeó, y una lágrima rodó por su mejilla. Sus manos temblorosas buscaron instintivamente su abdomen.
—¿Y… mi bebé? —preguntó con un hilo de voz, temiendo la respuesta.
El doctor la observó unos segundos, y su gesto se suavizó.
—Tu bebé sigue contigo. Según los estudios, tienes aproximadamente entre tres y cuatro meses de gestación. Su corazón late fuerte, aunque tu estado es delicado. Debes luchar por ti… y por él.
El aire volvió a entrar en sus pulmones, como si esa noticia le devolviera la razón para respirar. Cerró los ojos, y por primera vez desde hacía mucho, sintió que no estaba sola.
El doctor la acomodó mejor en la cama y añadió con calma:
—Antes de caer inconsciente, solo pudiste decir tu nombre. Dijiste llamarte Lucía Montiel… y que estabas embarazada. Eso es lo único que sabemos de ti.
María tragó saliva. Ese nombre no era suyo, pero en ese instante comprendió que su vida pasada había quedado enterrada junto con el hoyo en el que intentaron desaparecerla. Ahora era Lucía Montiel… y tendría que vivir como tal.
El prólogo se desvanecía con la certeza de que nada volvería a ser igual.