Luis
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Extraño la última vez que tuve una conversación inteligente. Fue a finales de los noventa, cuando aún quedaban personas que podían pensar fuera de los estándares aceptados por el sistema. Me parece que fue una discusión sobre el libre albedrío.
En los últimos años del siglo XX, buena parte de la población estaba demasiado asustada como para charlar de algo que valiese la pena, claro. La supuesta guerra al terrorismo que vino después sólo empeoró las cosas, pues logró infundir miedo en la gente; y la gente con miedo tiende a no pensar claramente. Cuando lograron que el control mental sea obligatorio, fue cuando todo se fue al carajo. Fue el chip. Desde hace mucho que se hablaba de ello, y varias películas trataban el tema como algo banal. Tal vez por eso nadie se lo tomó en serio.
Solíamos decir que los trabajadores éramos esclavos; aunque, para la mayoría, sólo eran bromas. Una forma tragicómica de tomar la vida y pensar las desgracias como algo que aceptábamos para poder seguir adelante. Es decir… tomábamos consciencia de nuestra situación; y, a la vez, sabíamos que era casi imposible cambiarla. Sólo podíamos reírnos y disfrutar de las pequeñas alegrías y de las burlas que le hacíamos a la injusticia. Si no te reías de la injusticia, la frustración y la impotencia a veces podían ser demasiado. De hecho, muchos hablaban, en momentos de total resignación, de la “felicidad de la ignorancia”. Bueno. Hoy hay verdadera ignorancia. La felicidad, sin embargo, no apareció. Supongo que estaban equivocados. Y, cuando hablo de ignorancia, no me refiero a la ignorancia propia de un niño, esa que hasta podría tildarse de inocencia. Me refiero a la ignorancia voluntaria, consecuencia directa de no querer inmiscuirse, reclamar ni saber nada más allá de lo que permite el orden establecido. Es lo que se suele llamar un “buen ciudadano”.
Obedecer la ley se ha vuelto la forma de perder lo que hay de humanidad en nosotros. No soy religioso. No me refiero a sentimientos tales como humildad o caridad; sino a nuestra capacidad de decidir libremente. Las palabras “rebeldía”, “revolución” y “lucha social” no han sido oídas desde hace mucho. Incluso de los libros de historia han sido borradas. Aunque tal vez esta no sea la forma correcta de decirlo, porque en realidad no fueron “borradas” de esos libros: éstos han sido devorados por las llamas y reemplazados por los e-books oficiales. Ya no hay impresiones en papel. No porque se quiera proteger a los bosques, sino porque éstos ya casi no existen. Los lugares del planeta más densamente cubiertos de vegetación son los grandes cultivos de granos transgénicos y las plantaciones de las madereras. Si todo se escribe por vía electrónica, es mucho más sencillo controlar qué se escribe y para quién. Hoy en día, los diarios privados son todo menos privados. Esto no sería así si la gente no fuera tan fácil de engañar y atemorizar. Les dijeron que podía pasar, les hablaron de los beneficios, y les dijeron que era obligatorio. Como si no fuese suficiente, se inculca el miedo a temprana edad.
A lo largo de la historia, el miedo se usó siempre con el objeto de imponer poder; y hoy en día es igual. No quiero decir que yo sea inmune al miedo o a las potenciales consecuencias de desobedecer. Pero, al menos, puedo pensar libremente. Y ninguno de ellos puede decir lo mismo. Mientras tengan ese chip, están conectados. Y, mientras estén conectados, no serán libres.
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Al principio era sencillo decir que esas cosas pasaban allá en el norte y no aquí. Pero luego, la certeza de que querrían obligarnos a usar esa porquería tecnológica se hizo real. Hubo numerosas protestas y reclamos en contra. Entonces, la represión y los arrestos se hicieron más y más frecuentes; y se llamó criminal a todo aquél que ose disentir con la autoridad. Luego, la propaganda lo justificó diciendo que el chip ayudaba a construir una sociedad más segura; y que quienes se rehusaran a usarlo serían investigados bajo sospecha de encubrimiento y preventivamente encerrados. Con el tiempo, por las buenas o por las malas, todo el mundo lo aceptó. En realidad, casi todo el mundo. Los pocos que lo hemos resistido la pasamos bastante mal, ya que se nos niega el acceso a medicamentos, comida, ropa, todo aquello que pudiéramos necesitar y que sólo está al alcance de quienes se hallan conectados al sistema. Se nos hace difícil conseguir esas cosas; pero, por la posibilidad de pensar, vale la pena el sacrificio. Cultivar donde se pueda, vivir donde no me encuentren, robar cuando sea necesario. Pueden decir que esto último no se justifica ni siquiera cuando el fin es la libertad; pero, teniendo en cuenta que es el mismo sistema el que nos lleva a una situación desesperada, tomar medidas desesperadas como robarse el contenido de un camión de comida, no es del todo incomprensible.
¿Podría yo dejar de ser tan rebelde y adaptarme al sistema? Me lo he preguntado miles de veces. Pero la pregunta se respondía sola; ya que, cada vez que sentía ganas de entregarme, la indignación causada por las condiciones en las que me veía obligado a vivir, y la vergüenza de verme contemplando la posibilidad de rendirme, me rebelaban contra mí mismo. Creo que otras personas dirían que simplemente soy terco. Seguramente algún idiota dirá que me gusta vivir así, expulsado de todos lados e impedido de acceder a cualquier lugar. Tal vez piensen que soy masoquista, pero no. Simplemente no me gusta andar siguiendo lo que yo llamo “manual introductorio del ciudadano obediente”; que es actualizado día a día, y que no es otra cosa que lo que la gente suele entender por sentido común. Un conjunto de reglas sobre lo que está y no está permitido hacer. Es gracioso: Les enseñan que, para madurar, deben conseguir el título de “buen ciudadano”. Si no lo logran, son considerados peligrosos para la comunidad y encerrados. Mientras más obediente seas, más cerca estás de lograrlo. Pagar los impuestos y ser un trabajador honesto no es suficiente. Ellos necesitan que se les demuestre total sumisión y obediencia. Si no lo haces, si por una vez dudas de lo justa que es una decisión oficial, si cuestionas aunque sea una orden, sea cual sea, te pones en peligro; ya que corres el riesgo de que tu chip sea bloqueado. Han obligado a la población a vivir a través del chip, por lo que ser bloqueado equivale a ser un marginal más. No han dejado alternativas. Pocos son los que sobreviven luego de ser bloqueados, como cuando se libera a un animal que ha vivido toda su vida en un zoológico: Lo más seguro es que muera.
Algunos pocos tuvimos la suerte de escapar a la imposición del chip y, aun así, sobrevivir. Según la propaganda oficial, somos terroristas a los que se debe erradicar; por lo que no sé cuánto más podremos resistirnos. Y, entre tanta palabrería, hay veces en las que ya ni sé si soy un terrorista, un criminal común, o si ellos lo son… Cambió tanto el sentido de las palabras que muchas veces dudo de mí mismo. Es entonces cuando recurro al único libro que he podido salvar de la que era mi vasta biblioteca, que quedó reducida a cenizas. Tuve que dejar mi casa, mi barrio y mi ciudad; aunque nunca tuve mucho apego a ése lugar. Pero sí lo tenía por mis libros.
Alguna vez, mucho antes de todo esto, cruzó mi mente el pensamiento de que, si los militares volviesen al poder y encontrasen mis libros, tendría que escapar. No fueron los militares quienes arrojaron a las llamas mi biblioteca casi completa. Y hubiese sido completa si no hubiese tenido a la mano este enorme volumen ilustrado del diccionario castellano, edición 1958. Sus hojas están amarillentas, pero en buena condición. Y en él encuentro la claridad suficiente como para poner las cosas en su lugar.
A casi todos los demás les han robado las palabras, la voluntad e incluso la memoria. La historia de la humanidad cambia de acuerdo a los requisitos de las políticas, tal como lo predijera Orwell en su libro “1984”. Orwell… otra palabra prohibida. Otro nombre prohibido. Hubo durante un tiempo una ley que permitía a los padres ponerles a sus hijos el nombre que quisiesen, dejando inválido el llamado “Gran Libro De Nombres De Bebés”, aplicado hasta entonces en todos los hospitales y registros civiles. Pero la llegada del chip cambió todo eso. Hay un enorme listado de nombres aceptados. Cualquier cosa fuera de la lista está prohibida.
Eso pasa también con el modo de hablar. La gente ya no tiene estilo propio para pronunciar las palabras. Los cantantes ya no tienen originalidad, y miles de culturas han desaparecido por completo. Miles de millones de seres humanos actuando como robots. Los veo en todos lados. Parecen idiotas. Un ejército de estúpidos que ni siquiera toma consciencia de su propia estupidez.
Tal vez quien lea esto piense que me creo demasiado; aunque, como están las cosas, puede que cuando este cuaderno esté en manos de alguien más, ya no quede nadie capaz de entender las palabras aquí escritas.
Recuerdo a los ambientalistas decir que las emanaciones de CO2 acelerarían el calentamiento global. Ellos no sabían que una tormenta solar también ayudaría: Los principales hielos continentales se han derretido, ciudades y regiones enteras con millones de personas han quedado bajo el agua. ¿Y qué respondieron los gobiernos entonces? Que era un desastre natural imprevisible. Tal vez sea mejor para este mundo que nuestra especie desaparezca.
Soy un viajero nocturno, pues vivo rodeado de oscuridad; y sólo la luna me observa marchar. Pero no estoy del todo solo: He visto a otros andar, como yo, entre las sombras.