PROLOGO. UNA PROMESA.
La conexión telefónica es un hilo frágil, crepitante por la estática de la tormenta que azota ambos lados de la línea. Julián se aprieta el celular contra la oreja con tanta fuerza que le duele el cartílago. Está sentado en el borde de su cama, en un apartamento minúsculo y frío al otro lado de la ciudad, rodeado de sombras que parecen cobrar vida.
—Lucía, escúchame— suplica, con la voz quebrada— sólo aguanta, voy a ir por ti, mi amor; no me importa lo que diga tu padre, voy a romper la puerta si es necesario para sacarte de ese infierno.
Al otro lado, la respiración de Lucía se escucha como un sonido húmedo y entrecortado, como el de un animal pequeño atrapado en una trampa.
—No, Julián… no puedes venir— susurra ella con desesperación, su voz tiembla con un terror que le hela la sangre— Cerraron las rejas y han puesto la alarma perimetral.
—No me importa— el tono de Julián transmite la impotencia que siente al no estar a su lado.
—Si vienes, llamarán a la policía y te harán daño. Mi papá dice que tiene amigos en la comisaría y que te hará desaparecer si te vuelve a ver cerca de mi.
—Me da igual —insiste él, poniéndose de pie de un salto. Camina en círculos, como un león enjaulado en esos cuatro metros cuadrados —no pueden tenerte ahí si tú no quieres, tú eres mayor de edad.
—Ellos dicen que estoy enferma, Julián— la voz de Lucía baja de tono, volviéndose conspiranoica —dicen que me lo imagino todo; pero acabo de ver a mamá guardando las llaves del sótano, sé que quieren bajarme ahí otra vez. Dicen que es por mi bien, para "calmarme" antes de la cena de Navidad. Yo no quiero ir a la oscuridad, Julián, ahí hace frío y escucho voces en las paredes.
La rabia del joven estalla, caliente y cegadora.
—Nadie te va a encerrar. ¡Sal de la casa! ¡Corre!
—No puedo… me han quitado los zapatos— un sollozo ahogado cruza la línea —Julián, si algo pasa... si esta noche se acaba el mundo... recuerda que no estoy loca. Te juro que no estoy loca. Ellos me hacen esto.
—Lucía, mírame. Bueno, escúchame— Julián se detiene frente a la ventana empañada, buscando una salida que no existe —te amo, eres lo único real en mi vida y voy a sacarte de ese infierno. Sólo dame una hora.
—Te amo— responde ella y su voz suena extrañamente tranquila; de repente, una calma plana que a Julián le asusta más que el llanto —gracias por creerme, eres el único que me cree. Feliz Navidad, mi amor.
—No cuelgues. ¡Lucía! ¡Lucía!— La línea se corta y el silencio absoluto, marca de nuevo. una vez, dos veces, diez veces y la respuesta es la misma “El número que usted marcó está apagado o fuera del área de cobertura”.
Sale de su apartamento corriendo, sin abrigo, lanzándose a la nieve, pero su auto viejo no arranca. El motor tose y muere, ahogado por el frío. Golpea el volante hasta que sus nudillos sangran, gritando el nombre de ella en la soledad de un estacionamiento vacío.
Es 26 de diciembre y las noticias de su novia no le llegan por una llamada, si no por un obituario digital que un amigo en común le envía con un mensaje escueto: "Lo siento mucho, tío".
Julián lee las palabras en la pantalla de su móvil hasta que pierden sentido. Las letras bailan, burlonas.
“Lucía Vane (22). Fallecida trágicamente en su hogar la noche de Navidad. La familia pide privacidad en este momento de dolor. Se ruega no enviar flores, sino donaciones a la fundación benéfica de que ellos gestionan”.
“Trágicamente". El código de los ricos para no decir "suicidio".
Julián asiste al funeral, pero se mantiene lejos, oculto tras los robles del cementerio privado. Ve a los padres, vestidos con abrigos de lana negra impecables. La madre se seca una lágrima discreta con un pañuelo de encaje. El padre mantiene la barbilla alta, estoico, aceptando las condolencias de la élite local. También está la hermana mayor, Sofía. Parece una estatua de hielo, pálida y rígida, mirando el ataúd como si no entendiera qué hay dentro nadie grita, nadie se desgarra la ropa. Es un funeral de plástico para una chica a la que han roto como a una muñeca.
—La mataron —susurra Julián al viento helado —tal vez ella tomó las pastillas o usó la navaja, pero ustedes le pusieron el arma en la mano. Ustedes la empujaron.
Siente un peso en el bolsillo. Es el anillo de compromiso barato que compró hace meses y lo aprieta hasta hacerse daño. Ahí, entre lápidas de mármol y silencio hipócrita, deja de llorar. El dolor se solidifica en algo más útil, más duro y más frío que el hielo bajo sus pies.
No puede ir a la policía; los Vane son intocables. No puede gritar en la prensa, pues lo tomarían por un exnovio despechado y loco.
Necesita justicia, pero la justicia poética requiere tiempo.
—Una Navidad —promete, clavando la mirada en la nuca del padre de Lucía —me quitaron mi Navidad, yo les quitaré la suya...