1.La propuesta
1.La propuesta
POV Serena
Una noche más… Otra maldita noche en este asqueroso lugar.
—¡Apúrate, niña, que el lugar está a reventar! —grita el gerente desde el pasillo. Parece estar de buen humor: hoy solo me llamó niña y no algo peor. Eso, viniendo de él, ya es casi un cumplido.
—Me visto en tres minutos —le respondo sin mirarlo. Rueda los ojos, resopla con fastidio y se aleja.
Dejo mis cosas en el casillero y camino al vestidor con paso mecánico. Me espera ese ridículo uniforme que tengo que ponerme noche tras noche, como si disfrazarme con esa minúscula ropa no fuera suficiente humillación.
Soy huérfana. Tengo que sobrevivir de alguna manera.
Mi madre me dejó cuando tenía cinco años. Dijo que salía a comprar pan y nunca volvió. Me dejó con una vecina, como quien deja una bolsa de ropa usada. Pero tuve suerte —sí, dentro de todo, suerte— porque mamá Martha me acogió como si fuera de su propia sangre. Me cuidó, me dio techo, comida y hasta me mandó a la escuela. Incluso me dio un apellido. Pero el dinero nunca ha sobrado.
Y siempre he querido más. Siempre sueño con una vida distinta para mí y para mamá Martha. Por eso estudio con todas mis fuerzas. Soy la mejor en matemáticas, la más rápida para leer, quien lidera los proyectos escolares, y encima —aunque suene superficial— mi cuerpo siempre atrae miradas. Eso me abre puertas, como cuando logré entrar al equipo de porristas del instituto. No lo hice por popularidad —nunca me interesó encajar en esos moldes huecos—, sino porque daban becas parciales. Y una beca, para mí, era como una cuerda lanzada a alguien que se está ahogando.
Pero las becas no pagan la renta. Ni la comida. Ni los libros.
Así que aquí estoy, enfundada en unos diminutos shorts naranjas y una camiseta blanca ajustada con el logo de Hooters estampado justo sobre el pecho. Trabajo cuatro noches a la semana, a veces cinco si alguna compañera se enferma, o simplemente no se presenta.
Cuando salgo del vestidor, me pongo la sonrisa de siempre, la que no llega a los ojos, y tomo la bandeja con las primeras órdenes.
—¡Mesa nueve espera sus alitas desde hace veinte minutos! —me grita el chef desde la cocina, sin molestarse en ocultar su tono condescendiente.
—Ya voy —respondo sin ganas, pero con una voz lo bastante dulce como para no ganarme un sermón más.
A veces hago recuento de las versiones de mí que conviven en este cuerpo: la estudiante responsable que no se rinde, la huérfana que aprendió a no llorar, y la chica que sonríe mientras un cliente borracho le guiña el ojo. Esta última es la que toma la bandeja de alitas y sale al comedor.
La música está fuerte. Las risas también. El bar está lleno. Como siempre.
Y entonces lo veo.
Está sentado en una mesa al fondo, solo. No tiene pinta de cliente habitual. Su camisa es demasiado elegante, su reloj demasiado discreto —de esos caros que no necesitan presumirse. —No bebe cerveza como los demás, sino whisky, y lo bebe lento, como si estuviera esperando algo... o a alguien.
Cuando paso cerca, me clava los ojos. No de forma vulgar, como otros. No. Es distinto. Su mirada es intensa, como si intentara descifrarme.
—¿Qué va a ordenar? —le pregunto cuando me acerco, forzando mi mejor voz alegre.
Él me observa un segundo más antes de hablar.
—Quiero lo que tú recomiendes. Pero antes… dime tu nombre.
Trago saliva. Es un extraño, un cliente, alguien que debería ignorar más allá del protocolo. Pero hay algo en su voz… calma, firme, casi hipnótica.
—Serena —respondo con cautela.
Asiente, como si eso confirmara algo que ya intuía.
—Serena. Bonito nombre. ¿Tienes cinco minutos esta noche, después de tu turno?
Parpadeo. ¿Acaba de decir lo que creo que dijo?
—Depende —respondo, sin pensar. —¿Para qué?
Una ligera sonrisa asoma en sus labios. No hay coqueteo barato. No hay doble sentido. Solo una promesa.
—Tengo una propuesta para ti. Algo… diferente. Y te aseguro que no te arrepentirás si aceptas ...puedo garantizarlo.
Me quedo en silencio.
Y por primera vez en mucho tiempo, siento que la rutina nocturna ha sido interrumpida por algo que no entiendo… pero que me intriga.
Algo me dice que esta noche marcará un antes y un después en mi historia.
*****
—El guapo de la mesa diez no deja de mirarte —comenta Bridget, mi compañera, con una sonrisa pícara. —Parece como si lo hubieras hipnotizado. Yo diría que podrías conseguir un buen sugar daddy sin esfuerzo.
Ruedo los ojos, incapaz de ocultar mi molestia ante su broma tan típica.
—No me interesa conseguirme un “sugar” —respondo con firmeza, intentando que entendiera que hablaba en serio. —Solo quiero completar los materiales que me faltan para terminar el semestre.
Ella me lanza una mirada cargada de cierto desprecio, esa que parece decir “como siempre, haciéndote la interesante”. A pesar de que normalmente nos llevamos bien, sé que para muchos soy solo una quejumbrosa o alguien que juega a hacerse la difícil.
Guardo silencio un instante, intentando no dejarme afectar por su juicio silencioso. En realidad, no buscaba más que terminar rápido y seguir adelante, sin dramas ni distracciones. Pero, ¿qué se puede esperar cuando el mundo parece empeñado en juzgar lo que no comprende?
Ella cruza los brazos y ladea la cabeza, con esa expresión que ya conozco bien, como si estuviera tratando de descifrar un enigma demasiado complicado para su gusto.
—Vamos, no seas aguafiestas —insiste— no te niego que tiene buen físico, y no es mala idea aprovecharlo un poco. Además, ¿quién no quiere que alguien más le pague la vida?
Suspiro, cansada de esa conversación que siempre parece volver como un disco rayado.
—No es así —le aclaro— no necesito que nadie me mantenga ni me regale nada. Solo quiero terminar esto a mi manera, sin atajos ni compromisos que después me pesen.
Ella me observa un instante, sus ojos suavizándose un poco, como si de pronto entendiera que para mí, eso no es un juego ni una simple elección fácil.
—Está bien —dice finalmente, bajando el tono— es solo lo que pienso. Además…¿Qué tiene de malo tener una vida más sencilla?
La belleza no es eterna y si la tienes, deberías aprovecharla. No tienes novio, así que no habría corazones heridos. El sex0 es algo normal. Por cierto...¿Eres virgen?
Su pregunta me descoloca y de momento no sé si decirle la verdad sea algo bueno.
—Creo que te llaman. —Se gira para ver quien le llama y afortunadamente en ese momento, el gerente nos hace señas con la mano que nos dicen que nos está viendo charlar sin trabajar.
Bridget suelta un suspiro, se coloca el bolígrafo detrás de la oreja y toma la bandeja que le entregan.
Sonrío al verla de reojo. No somos amigas íntimas, ni siquiera confidentes, pero sé que no busca hacerme daño con sus palabras.
Aquí, en este lugar, las cosas funcionan así: las chicas que contratan deben cumplir un estándar rígido de belleza y muchas, conscientes de eso, aprovechan su apariencia para buscar una vida cómoda y sin sobresaltos. No es mi caso. Yo tengo otros planes, otros sueños que no se basan en depender de alguien más.
Mientras me alejo para volver a mis deberes, siento una mezcla de determinación y cansancio que se ha vuelto compañera constante últimamente. No puedo permitirme distracciones ni comentarios superficiales que traten de minimizar todo el esfuerzo que pongo día tras día. Sé perfectamente lo que quiero, y aunque el camino esté lleno de obstáculos, no me asusta avanzar. Sí, tuve miedo alguna vez —cuando era esa niña perdida, sola en un mundo que parecía olvidarse de mí— pero nunca caí. Esa fortaleza es ahora mi motor.
Al regresar al comedor, noto que el hombre guapo ya no está y una oleada de alivio me recorre el cuerpo. No tengo tiempo para pensamientos que me debiliten; la carga de trabajo pronto me absorbe por completo. La noche resulta ser buena; las propinas son generosas, y al recibir mi parte, una sonrisa se dibuja en mi rostro, llena de esperanza y gratitud. Este dinero, aunque modesto, representa mucho más que unas monedas: es una parte de lo que necesito para seguir adelante, para mantenerme firme en mi camino.
*****
Al terminar mi turno, salgo del restaurante con el cansancio clavado en los huesos, esa sensación pesada que se arrastra desde el primer paso hasta el último. Sin embargo, en el fondo de ese agotamiento, una chispa de esperanza palpita con fuerza: las propinas generosas que me entregaron esa noche son más que dinero, son pequeñas victorias que me sostienen y me recuerdan que el esfuerzo vale la pena. Una parte de mis necesidades universitarias, estará completa.
El aire fresco de la noche me golpea el rostro, despejando en parte la niebla de fatiga y las sombras de las miradas y voces que durante horas me juzgaron sin palabras. Camino por la acera con pasos firmes, aunque mi cuerpo pida descanso. En mi mente se agolpan las preocupaciones: las cuentas que no esperan, los sueños que me niego a abandonar, y esa promesa silenciosa que me hice hace tiempo, cuando todo parecía perdido, de no rendirme jamás.
De repente, un auto de lujo se detiene a mi lado, rompiendo la calma del momento. Reconozco la silueta del hombre que vi desde el fondo del restaurante. El motor se apaga y el silencio se hace incómodo.
—¿Olvidaste nuestra cita? —pregunta con voz segura mientras su chofer detiene el vehículo. No espera a que conteste y baja del auto, plantándose frente a mí con una presencia imponente. Es alto, de buena figura, y su aura domina el espacio sin necesidad de palabras.
Pero lo que realmente me desconcierta es esa sonrisa encantadora, la clase de sonrisa que podría convencer a cualquiera, excepto a mí.
—Perdón —respondo con sinceridad—, en verdad lo olvidé.
—¿Podemos hablar dentro del auto? —me pregunta, y mi instinto de supervivencia se activa al instante. Niego con la cabeza, firme.
—Creo que no es correcto —le digo. —Si tiene algo que decirme, puede hacerlo aquí.
Su sonrisa se tuerce con un aire de diversión, y por un breve instante veo una sombra oscura en sus ojos que me advierte que no es un hombre sencillo.
—Me gustaría más en algún lugar privado —insiste, con calma.
Señalo la plaza al otro lado de la calle, un lugar menos solitario, bajo la tenue luz de los faroles.
—Ahí podemos hablar —respondo, bajando la mirada.
—Bien, vamos —dice, aunque sé que mi corazón late con más fuerza de lo que debería.
Me toma del codo con un gesto inesperadamente suave y me ayuda a cruzar. Su chofer arranca y da la vuelta para estacionarse discretamente al lado de la calle.
Al llegar, el hombre me guía hacia una banca vacía y me invita a sentar con un ademán casi cortés.
—Puede decirme lo que necesita —lo apresuro, mirando el reloj y sintiendo que cada músculo en mi cuerpo me grita que debería estar lejos de allí.
Entonces, su voz se vuelve fría y directa, sin espacio para rodeos:
—Quiero contratarte para que seas mi amante por treinta días. Solo sexo. ¿Aceptarías?
Creo que mi mandíbula se desploma al suelo. El aire se escapa de mis pulmones y siento un vacío helado en el estómago.
Me pongo de pie con determinación y le dedico una sonrisa tranquila, pero firme.
—Le agradezco su oferta —digo, con voz clara—, pero permítame declinar.
Y sin esperar su respuesta, me alejo, mis pasos resonando con fuerza en la noche. Al llegar a la calle, detengo un taxi y me subo sin mirar atrás.
Sé que sabe dónde trabajo, que no podré escapar de él para siempre. Pero esta noche, esta noche le dije que no.
*****
Llego al edificio donde está mi apartamento. No es nada lujoso, pero me sirve: está cerca del campus y no demasiado lejos del trabajo. La fachada ya muestra el paso del tiempo, con pintura descascarada y ventanas sucias, pero es mi espacio, mi pequeño refugio.
Subo al viejo elevador, ese que cada vez que se mueve siento que se va a soltar de los cables en cualquier momento. Normalmente prefiero subir por las escaleras, me gusta activarme un poco, pero hoy estoy demasiado cansada para eso. La fatiga pesa en todo mi cuerpo y solo quiero llegar a la tranquilidad de mi cuarto. Así que me arriesgo y subo.
Cuando el elevador se detiene en mi piso, casi tengo que arrastrar mi cuerpo para salir. Apenas doy un paso, escucho una voz detrás de mí.
—¿Mala noche? —pregunta con una sonrisa fácil.
Sonrío un poco al reconocer a Roger, el vecino atlético que se mudó hace un par de meses. Tiene esa energía que parece no agotarse nunca y, aunque no somos amigos, su presencia me resulta reconfortante.
—Sí —le respondo. —Mucha gente tenía ganas de comer alitas esta noche.
Ambos reímos ante mi pequeña broma.
—Creo que no van por las alitas, pero dejémoslo así. ¿Cenaste?
Me pregunta con preocupación y debo decir que me siento un poco conmovida. Solo mamá Martha solía preocuparse por si había llevado algo a mi boca.
—Aún no, pero traigo comida para calentar. ¿Me quieres acompañar?
Se sorprende, pero la sonrisa que le brota me hace pensar que mi invitación le alegra más de lo que esperaba.
—Tal vez la próxima vez —dice, aunque su voz tiene un dejo de sinceridad. —Ahora debo ir a trabajar.
Me regala otra sonrisa antes de dirigirse hacia el lugar que acabo de abandonar. Justo cuando entra al elevador y antes de que la puerta se cierre, me guiña un ojo con un aire pícaro que me hace sentir el calor subiendo por mis mejillas, provocando un rubor inesperado.
Es extraño, porque ni siquiera las miradas lascivas de los hombres en el restaurante, que me observan con evidente lujuria cuando llevo la ropa sugerente del trabajo, han logrado hacerme sentir así.
De pronto, algo me llama la atención: ese chico parece fuera de lugar aquí. Su ropa, aunque casual, es de marcas reconocidas, y su forma de hablar no corresponde con alguien que haya tenido dificultades económicas. ¿Por qué estará en este sitio?
Quizá en otra ocasión pueda preguntarle, si surge la oportunidad.
Entro a mi departamento, dejo las cosas sobre la mesa y me desplomo en el sofá con un suspiro. Miro alrededor y la realidad me golpea de nuevo: la miseria que me rodea es palpable. Solo una mesa, dos sillas, un sofá desvencijado, una estufa pequeña y un refrigerador casi vacío. En mi habitación, únicamente una cama y un ropero.
Esto es todo lo que la renta incluye, y nunca he pensado en comprar más muebles. No tiene sentido; no voy a quedarme aquí para siempre.
Con desgana me levanto y pongo la comida en el sartén. Mientras espero, me quedo pensando en mi vida. Si la vecina no me hubiera aceptado cuando mi madre me abandonó, ¿dónde habría terminado? Probablemente en la calle o en un orfanato, sin libertad ni opciones.
Al menos, puedo decir que tuve la oportunidad de elegir mi propio camino. Y eso, a pesar de todo, es un pequeño triunfo.
*****
Al día siguiente, camino con prisa hacia el aula, consciente de que nuevamente me quedé dormida y voy tarde; ahora necesito recuperar el tiempo perdido. El sol ilumina el patio central del colegio, que estaba más concurrido de lo habitual. Siempre hay gente cuando se organizan eventos deportivos o ceremonias de reconocimiento, pero hoy no me importa en lo más mínimo. Quiero llegar a mi clase.
Sin embargo, justo cuando cruzo la entrada del patio, una sombra se planta delante de mí y me hace detenerme en seco. Levanto la vista y encuentro al prefecto Myers observándome con una expresión seria y sin una pizca de cordialidad. Aunque es joven —unos veintiocho años, calculo— siempre me ha resultado inquietante. Tiene esa mirada profunda, penetrante, que parece querer leer cada uno de mis pensamientos antes de que pueda decir una palabra.
—Señorita Summers —dice con voz firme—, debe presentarse en el patio central. Todos los alumnos deben estar ahí.
Siento un frío que me recorre la espalda. No quiero quedarme a solas con él, así que sin replicar nada, asiento rápidamente y me doy la vuelta con paso acelerado, tratando de no mostrar el nerviosismo que comienza a invadirme.
Al llegar al lugar donde ya se congrega el resto de los estudiantes, busco entre la multitud a mis compañeras habituales. Encuentro a un par de chicas que suelen ser parte de mi equipo en las actividades escolares, sentadas al frente. Al verme, hacen espacio para que me acerque sin decir palabra.
—Otra vez llegas tarde —me dice una de ellas con una sonrisa burlona. —Apenas llegamos, nos mandaron a todos para acá. Dicen que el rector tiene algo importante que anunciar.
Solo asiento, acomodándome con cuidado entre ellas, mientras intento controlar los latidos acelerados de mi corazón que parecen querer escaparse de mi pecho como si algo importante en mi vida estuviera a punto de pasar. A lo lejos, las figuras imponentes de las personalidades más importantes del colegio comienzan a alinearse frente al auditorio, anunciando el inicio de lo que sea que vaya a suceder.
El murmullo nervioso de los alumnos se mezcla con el eco de pasos que avanzan hacia el estrado. Justo cuando la última persona toma su lugar en la fila, siento cómo el aire se me escapa, y siento un escalofrío en mi columna.
ES ÉL.
Ahí estaba, imponente y elegante, vestido con un traje caro, impecable en cada detalle. Su porte era frío y distante, y sus ojos, intensos y fijos en la multitud, parecían buscar algo… o a alguien. Otro escalofrío me recorre la espalda al notar que su mirada se clava con precisión en un punto exacto, como si me estuviera escaneando por completo.
¡Maldito sea! Debí haberme quedado atrás, no haberme adelantado sin más, sin ese resguardo silencioso que me habría salvado de este instante.
—Buenos días, jóvenes —La voz del rector retumba clara y firme en el silencio expectante. —Los hemos reunido porque tenemos noticias excepcionales para todos ustedes. Nuestra empresa ha sido seleccionada por el corporativo Saint-Claire para ofrecer a nuestros alumnos la oportunidad de realizar sus prácticas profesionales en alguna de sus múltiples empresas, e incluso, la posibilidad de desempeñarse en el extranjero.
Un murmullo de asombro y emoción se esparce rápidamente entre mis compañeros. No puedo negar que es una gran oportunidad para esta escuela, que no destaca precisamente por su prestigio, pero hoy parece brillar un poco más.
—Les pido un fuerte aplauso para el señor Desmond Saint- Claire, por su generosa contribución —anuncia el rector con entusiasmo.
El hombre que ahora sé que se llama Desmond se pone de pie, una mano firme sobre la solapa de su chaqueta, y mira al frente con una leve, casi imperceptible sonrisa. Luce distinto al hombre encantador que anoche me ofreció ser su amante por treinta días.
Ahora, frente a todos, proyecta una imagen casi carismática, aunque sus ojos siguen siendo igual de inquietantes.
Se adelanta hacia el micrófono y, con voz clara y decidida, comienza:
—Creo en la juventud. Creo en su energía, en su capacidad para transformar el mundo. Por eso, desde Industrias Saint-Claire, queremos abrir puertas, derribar muros y brindarles las herramientas para que alcancen sus sueños… incluso si esos sueños los llevan lejos de aquí. Tendremos grandes oportunidades para los mejores talentos. Estoy seguro de que aquí, entre ustedes, está lo que busco.
Puedo ver un brillo en sus ojos al decir la última frase y posar su mirada intensa en mí.
Sus palabras resuenan en todo el auditorio, envolviéndome como una corriente eléctrica que hace palpitar mi corazón con más fuerza. Siento cómo el ambiente se torna más denso, más cargado de significado. No es solo un mensaje para todos los estudiantes; lo sé con una claridad helada: él no está aquí solo por la escuela, está aquí… por mí.