**DEBBIE**
Tres semanas después, me convertí en la consentida de la madre de Tiffany. Comenzaba mi vida de ensueño. Junto a mis nuevas amigas de la alta sociedad, llegué a Le Grand Palais, ese renombrado hotel donde la élite se reúne para disfrutar de exquisiteces cuyo precio supera el salario mensual de una familia promedio. El restaurante del último piso es una leyenda; desde sus majestuosos ventanales, la ciudad se despliega como un reino que parece pertenecer a quien se sienta allí.
Fue entonces cuando la vi.
Al principio pensé que mi mente me estaba jugando una broma cruel. Pero no. Era ella. Tiffany. Mi querida hermanastra. Trabajando como mucama. ¡Mucama! La misma que antes tenía un ejército de tres personas dedicadas exclusivamente a hacerle la cama con sábanas de algodón egipcio de mil hilos. La sorpresa me dejó sin palabras. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había llegado Tiffany, la reina de los lujos y las extravagancias, a este punto? Recordé los días en los que su vida parecía sacada de una película de Hollywood: fiestas exclusivas, viajes en yates privados, cenas con chefs de renombre. Pero ahora, frente a mí, estaba vestida con un uniforme sencillo, su cabello recogido en un moño discreto y sus manos ligeramente ásperas por el trabajo. No voy a mentir me alegre mucho.
No pude evitar sentir una mezcla de curiosidad e intriga. Quise acercarme, para verla bien, burlarme en su cara, verla como ahora estaba en condiciones de que no era digna ni siquiera de mirarme. La observé desde las sombras con una fascinación morbosa. Sus manos, que antes lucían manicuras perfectas y joyas de diseñador, ahora estaban maltratadas, agrietadas, con las uñas rotas como fragmentos de cristal. Su uniforme barato se colgaba de su figura como un saco, y su rostro… su rostro tenía esa palidez de quien ha perdido no solo su lugar en el mundo, sino también su reflejo en él.
¡Qué ironía más deliciosa! La princesa ahora limpiaba los castillos ajenos, vaciaba los ceniceros de otros, cambiaba las sábanas donde dormían los verdaderos poderosos. Pero aún no es suficiente, tengo que verla que no sea nadie, que se le borre esa maldita sonrisa.
Llegue a la conclusion que verla caer no era suficiente. No para mí. Mi sed de repudio era un pozo sin fondo que se negaba a saciarse con migajas. Quería que se hundiera en arenas movedizas, que no tuviera ni la más remota posibilidad de regresar a la superficie. Que Andrés —ese chico de ojos verdes que inexplicablemente se había fijado en ella antes de su caída— la despreciara como si fuera una enfermedad contagiosa. Que mamá la borrara de su memoria como se borra un error del papel. Que el mundo entero la olvidara como si nunca hubiera existido.
Fue entonces cuando la oportunidad se presentó ante mí como un regalo envuelto en papel dorado.
Kevin Wayne Gautier estaba por llegar al hotel. Un empresario millonario es famoso no solo por su fortuna, sino por su carácter explosivo y sus reacciones impredecibles. En uno de los viajes que hice con papá, oí de casualidad hablar de él. Me marco porque lo describían como un hombre fascinante y al mismo tiempo cruel. Este hombre fue anunciado hasta por los periódicos.
Los rumores sobre él circulaban por los círculos sociales como leyendas urbanas: no tolera que lo toquen sin permiso, sus arranques de ira son legendarios, y cuando alguien lo ofende, se asegura de que esa persona desaparezca del mapa social para siempre.
Perfecto. Era como si el universo conspirara a mi favor. ¿Quién más que el señor Kevin para hacer este trabajo?
Busqué a una chica que conocí del submundo de la noche, alguien que se dedicaba a complacer los caprichos más oscuros de hombres poderosos. Le ofrecí una suma de dinero que le hizo brillar sus ojos como diamantes falsos. Le conseguí una peluca idéntica al cabello de Tiffany, cada rizo, cada tono, una réplica perfecta.
—Solo necesitas hacer esto —le expliqué mientras le mostraba la fotografía de mi hermanastra—. Entra a la habitación de Kevin Wayne y finges ser Tiffany, procura mencionar su nombre varias veces para que él no la olvide, y… bueno, ya sabes lo que tienes que hacer con él.
No di mi nombre, por supuesto. No soy estúpida. Si algo salía mal, si el plan se desmoronaba, nadie podría rastrearlo hasta mí. Simplemente, sería un desafortunado accidente, un terrible malentendido. Ese era el plan, de todos modos. La realidad, por supuesto, nunca se adhiere tan limpiamente a la teoría.
Ya podía sentir la tensión en el aire, la ligera vacilación en las palabras del contacto. Demasiado bueno para ser verdad, siempre lo es. El dinero ya estaba transferido, una suma considerable, lavada a través de varias cuentas offshore que solo yo podía rastrear.
Ella aceptó con una sonrisa que helaba la sangre. El dinero la había seducido completamente, y yo… yo estaba más que satisfecha. Cada pieza del rompecabezas encajaba a la perfección.
Andrés, ahora que es mi confidente, y el amor platónico de Tiffany, sería mío completamente. Destruiría a Tiffany por completo, borrando hasta su recuerdo. Todo lo que poseyó —amor, respeto, posición, futuro— me pertenecería.
—Finalmente —murmuré mientras me miraba al espejo de mi habitación, practicando la expresión de shock que usaría cuando se descubriera el “escándalo”—, ya no seré tu sombra, hermanastra. Ya no viviré bajo la sombra de tu luz artificial. Todo lo que es tuyo, todo lo que alguna vez fue tuyo, ahora será solamente mío.
Esa noche la vi salir del hotel después de su turno. Se había puesto uno de sus vestidos de antes, rescatado de su guardarropa, como un náufrago rescata pedazos de madera de un barco hundido. Se recogió el cabello con esa elegancia natural que tanto envidiaba, se maquilló con los pocos cosméticos que le quedaban, se miró al espejo que queda en una de las columnas, creyendo que aún podía disfrazarse de lo que ya no era. Y yo seguía en las sombras observándola.
Pero yo conocía la verdad. Su reflejo era solo un espejismo en el desierto de su nueva realidad. Lo que quedaba de ella era una chica rota que limpiaba habitaciones ajenas y lloraba en silencio cuando creía que nadie la observaba.
Y cuando Kevin llegara al día siguiente… cuando todo ocurriera exactamente como lo había planeado… cuando el escándalo explotara como una bomba en los medios sociales… ni siquiera el espejo la reconocería. Te odio, Tiffany, por tener todo lo bueno, y verte feliz aun cuando ya no tienes nada.
Pero mientras saboreaba mi victoria anticipada, una pregunta comenzó a crecer en mi mente como una semilla venenosa. ¿Qué sucede cuando te conviertes en aquello que más odiabas, cuando la sombra se vuelve más real que la luz que una vez proyectó desaparezca?
Esa noche, al mirarme al espejo en mi dormitorio, no reconocí a la chica que me veía; algo que me aterrorizó más de lo que admitiría. Pero amaba esa sonrisa triunfal, la que indica que todo, marcha según el plan. No retrocederé hasta borrar todo rastro de Tiffany, hasta que nadie la recuerde.
Me vestí con la ropa que ella nunca podría volver a usar: Un vestido de diseñador, encaje rojo, tacones altos. Un disfraz, al principio, pero que pronto se convirtió en una segunda piel. Cada pequeño detalle, cada gesto, era una pieza cuidadosamente orquestada de mi usurpación. Empecé por sus amigas, esas dos que revoloteaban a su alrededor, solamente les di dos regalos carísimos y ya la habían olvidado. Infiltrándome en su círculo de estudio, aprendiendo sus secretos, sus debilidades.
Les ofrecí lo que Tiffany no podía: atención, comprensión, una falsa sensación de seguridad. Poco a poco, la fueron olvidando, reemplazándola por la nueva versión de mí misma, una versión mejorada, más audaz, más… yo. Luego fui por su familia. Su madre, siempre tan crítica.
Ella empezó a verme como la hija que siempre quiso tener. Su madre, ausente y distante, encontró en mí una confidente, alguien que entendía sus frustraciones y su dolor. El poder era embriagador. Ver cómo el mundo de Tiffany se desmoronaba a su alrededor, mientras yo ascendía, era una dulce melodía.
Borrar su existencia no sería un acto de violencia, sino una obra de arte. Una sinfonía de manipulación y control, donde yo era la directora, y Tiffany, la víctima olvidada. La noche se hacía más oscura, pero mi sonrisa, más brillante. La victoria estaba cerca.