María llegó a su pequeña habitación en la pensión del pueblo con el corazón latiéndole fuerte, los pies temblorosos y los ojos aún húmedos. Cerró la puerta, dejó las llaves sobre el buró y se dejó caer en la cama sin siquiera quitarse los zapatos.
No podía sacar la imagen de su mente.
Mónica montada sobre Ramiro, sus cuerpos moviéndose con deseo, la piel contra piel, los labios, las manos, los suspiros. Y sobre todo… la manera en que él la miraba, como si esa mujer fuera todo lo que deseaba.
Pero no era ella.
Ella era solo María, la que lo ayudaba en la hacienda, la que vivía en su casa como una protegida más, como una niña que había que cuidar. Pero ella ya no era una niña.
No después de lo que había sentido al verlo desnudo.
Esa noche no pudo dormir. Se tocó el cuello, la piel del
