La hacienda dormía. Afuera, el viento mecía los árboles y los preparativos para la boda del día siguiente parecían haber quedado atrás, como si la naturaleza supiera que algo más importante estaba por suceder. En su habitación, María miraba fijamente la lámpara de aceite que apenas iluminaba sus pensamientos. Tenía los ojos enrojecidos, el cuerpo tembloroso y la mente en guerra. Las noches anteriores las había pasado bebiendo en silencio, sumergida en la resignación, pero esa noche algo era diferente. Esa noche estaba sobria. Despierta. Decidida. Se puso de pie lentamente, con el corazón latiéndole con fuerza. Abrió el ropero y sacó una bata de algodón blanca, la misma que solía usar su madre. No llevó más que eso. Salió descalza al pasillo con pasos firmes, como si cada uno marcara un a

