Las calles del pueblo parecían vacías, como si supieran que María no quería ser vista por nadie. La dejaron salir del hospital al amanecer, con una bolsa de plástico entre las manos, sus pocos objetos personales adentro, y el alma arrugada, hecha pedazos. Nadie fue por ella. No tenía a quién llamar. Volvió sola a esa casa donde todo comenzó. Frente al portón, los sellos del Ministerio Público la recibieron como una bofetada. El lugar estaba acordonado, la cinta amarilla ondeaba con el viento, cruel e impasible. María se quedó un largo rato ahí, de pie, sin moverse. Las lágrimas ya no salían. Ni siquiera el miedo la acompañaba esta vez, solo ese vacío denso que no se puede describir con palabras. Cruzó por un lateral sin vigilancia. Nadie la detuvo. Entró. La casa olía a encierro, a p

