La noche ya se había adueñado del cielo de La Herradura. El viento fresco de julio colaba su brisa entre las rendijas de las puertas de madera y traía consigo un silencio solo roto por los grillos. Ana María entró suavemente a la habitación donde María doblaba unas toallas. —¿María? —dijo en voz baja—. Disculpa que te lo pida, pero necesito que me ayudes a bañar a Ramiro. La enfermera que venía se retrasó, y él... no me deja acercarme mucho. María la miró en silencio por unos segundos. Su corazón se contrajo en el pecho. Ayudarlo a bañarse… ¿cómo podría contenerse con él desnudo, tan vulnerable, tan suyo y ya no suyo? —Claro. Lo haré —respondió sin emoción, pero con el rostro tenso. No era por obligación. Era por dignidad. Por memoria. Por Meche. Ana María le puso una mano en el hombro

