La hacienda La Herradura estaba de fiesta. Las campanas de la entrada principal resonaban alegres, y Meche mandó colgar listones y flores silvestres en el gran corredor donde las mesas estaban dispuestas como en tiempos de feria. Todos los peones, capataces, cocineras y vaqueros se dieron cita, no solo por la comida, sino porque aquella muchacha de trenzas doradas, la misma que un día llegó con el rostro polvoriento y los labios resecos pidiendo un vaso de agua, hoy cumplía dieciocho años.
—Mírate nada más —le dijo Meche, limpiándose una lágrima mientras acomodaba el moño de su vestido azul cielo—. Ya no eres una niña, María.
María se veía hermosa. Su cabello, ahora largo y suelto, caía como una cortina dorada sobre sus hombros. Vestía un traje sencillo, pero elegante, con encaje en las
