Capítulo: El fuego bajo la piel

1012 Words
La tarde caía dorada sobre las praderas que rodeaban la Hacienda La Herradura. El sol, tibio y perezoso, pintaba sombras largas sobre la hierba alta. María cabalgaba junto a Julio, sus risas mezclándose con el canto de los grillos y el susurro del viento. Iban sin prisa, como si el mundo se hubiera detenido solo para ellos. —¿Te gusta venir aquí? —preguntó él, mirándola con esa expresión intensa que le provocaba un cosquilleo en la espalda. —Me hace sentir libre —respondió, bajando la mirada. —A mí me haces sentir vivo —dijo Julio, y ella sintió que algo se le encendía muy dentro, como una chispa que se alimentaba de cada palabra suya. Cuando bajaron de los caballos, caminaron hasta un claro cubierto de flores silvestres. Julio le tomó la mano con suavidad, y luego la acercó a su pecho. El calor de su cuerpo atravesó la tela y María tragó saliva. El beso llegó como una ola tibia, suave al principio, pero cada vez más intenso. Las manos de Julio la rodearon con respeto, aunque sus dedos temblaban de deseo. Ella no se apartó. El roce por encima de la blusa fue torpe, temeroso… pero real. María sintió cómo su cuerpo respondía con una mezcla de susto y necesidad. El pecho le latía desbocado mientras él la acariciaba por encima de la ropa, explorando su silueta con cuidado. Cuando los labios de Julio se deslizaron hacia su cuello, ella dejó escapar un leve gemido. Y entonces, su mano bajó un poco más. Entre el temblor de los dedos y el aliento agitado, rozó la curva entre sus piernas por encima de la tela. La humedad la traicionó. Julio se tensó, conteniendo el impulso. María lo miró a los ojos. —Julio… basta —dijo, con voz quebrada, más por el miedo que por el rechazo. Él asintió de inmediato, alejándose un paso, como un hombre que entendía el límite aunque le doliera. —Lo siento… yo solo… te deseo mucho, María. Pero te respeto más. Ella asintió, tocándose el corazón. Esa noche, en su habitación, el silencio era más pesado de lo normal. El recuerdo de las caricias persistía en su piel, como un tatuaje invisible. Cerró los ojos y, con vergüenza y curiosidad, deslizó su propia mano por debajo de la tela. La tibieza la sorprendió. Sus dedos dibujaron lentamente lo que había sentido horas antes. Pero en su mente… no era Julio quien la tocaba. Era Ramiro. La imagen del patrón, de su voz grave, de sus manos fuertes, de ese aroma a lavanda varonil que se quedaba en las paredes de la casa… la atravesó como un suspiro salvaje. Sintió una punzada de culpa. Pero también una oleada de deseo que no pudo contener. El nombre se le escapó en un susurro ahogado. —Ramiro… Se estremeció. Y luego se acurrucó en su cama, confundida, culpable… pero viva. Porque su cuerpo empezaba a descubrir cosas que su alma aún no estaba lista para aceptar. Los meses siguieron su curso, como hojas arrastradas por el viento. La vida en la hacienda mantenía su ritmo constante: el ruido de los caballos, el aroma a tortillas recién hechas en la cocina de Meche, y el brillo de las mañanas tibias de Zacatecas. María y Julio se volvieron inseparables. Él la llevaba a caballo por senderos escondidos, le enseñaba a montar sin silla, y en las tardes leía con ella bajo los árboles de mezquite. Julio la amaba con devoción sencilla, de esa que nace de ver crecer a alguien, de cuidarla como un tesoro. —Eres mi futuro —le dijo una vez, mientras le acariciaba la mejilla con dedos ásperos y cálidos. María sonrió, pero su mirada se perdió en el horizonte. A veces, sin querer, su corazón se confundía. Porque aunque Julio la hacía sentir protegida, había momentos —breves, silenciosos— en los que el recuerdo de Ramiro le estremecía el alma. Desde que el patrón había partido a la Ciudad de México hacía ya más de un año, la casa se sentía menos viva. Ramiro apenas enviaba cartas cortas a Meche, preguntando por la administración de la hacienda… y por María. —¿Cómo sigue la niña? —le escribió una vez. —Estudia, crece, ya no es tan niña —respondió Meche con picardía. María le escribía de vez en cuando también. Cartas sencillas, escritas con tinta azul y caligrafía torcida. Le contaba cómo iba en la escuela, que sus calificaciones eran buenas, que quería ser maestra de primaria, que Julio la cuidaba, que seguía ayudando con el nixtamal y que las yeguas estaban por parir. Y a veces, al final de la carta, le confesaba: “Lo extraño.” Ramiro leía esas cartas a solas en su departamento del sur de la ciudad. Las doblaba con cuidado, las volvía a leer una y otra vez, y luego las guardaba en una caja de madera. Su alma se estremecía. Cada palabra de María lo hacía sentir más cerca… y más culpable. —¿Qué estoy haciendo? —se preguntaba en voz baja. María ya no era una niña… pero aún no era una mujer. Y él… él debía alejarse. Alejarse del todo. Mientras tanto, María vivía atrapada en dos realidades. Por un lado, amaba a Julio. Él era bueno, honesto, fuerte. Le había dado su primer beso, su primera caricia, su primera promesa. Pero por las noches, aún soñaba con ojos verdes y aroma a lavanda. Cada vez que Julio la abrazaba, ella cerraba los ojos y se obligaba a recordar que el amor se construía… aunque no quemara. Y cada vez que le llegaba una carta desde Ciudad de México, su corazón latía un poco más rápido. —¿Algún día volverá? —le preguntó a Meche una tarde, mientras tejía en el porche. —Claro que sí, hija… Cuando menos lo esperes, Ramiro Bárcenas cruzará esa puerta —le dijo con media sonrisa. Pero en el fondo, ambas sabían que si él regresaba, nada volvería a ser igual.
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